nuno júdice
teoria geral do sentimento
Quetzal
LA TARDE SIN FIN
Du monde entier, au coeur du monde
Blaise Cendrars
En la estación de helsinki, donde Lenin esperaba
el tren de regreso, me descubro,
entre máquinas de juegos y vasos de cerveza, envidiando
al borracho que abraza a la muchacha gorda, de largos
cabellos y falda corta; y se ríen, como si el amor
se sirviera en ese bar de comida rápida, en medio de
los trenes que se van y los que llegan. A esta
hora –a media tarde del verano finlandés-, con
el calor que entra todavía por las grandes puertas
de la estación de helsinki, oigo la voz de ese poeta
que soñó todos los rostros que se pierden y se
encuentran en todas las estaciones del mundo. En su reloj,
la hora de la patagonia se confunde con la hora de san
Petersburgo; la hora solar cae en el centro del alma
que anda al revés, como el reloj del barrio
judío de praga; y el poeta empuja las botellas hacia
adelante, en el mostrador, para que los gestos bruscos del
borracho que se abraza a la muchacha gorda no las hagan
caer, ensuciando el lugar donde, al principio de este
siglo que va a acabar como empezó, lenin esperaba
su tren de regreso. En ese momento, una procesión de
cantantes locos pasa por la entrada; sus voces
se unen para invocar a santa juana de los abismos;
se hace el silencio alrededor del muchacho tendido
en el suelo, que agita el cuerpo en los sobresaltos sonámbulos
del alcohol. A veces, lenin se levanta de su mesa para
mirar ese cuerpo; los viajeros lo ven desde las ventanas,
llamándolo dentro de su sueño; y las mujeres
lloran lentamente, detrás de los mostradores de vidrio, como
si sintieran pudrirse las raíces de su juventud. Tal vez
por eso se haya ido aquel poeta; tal vez por eso, en este mostrador
donde el borracho y la muchacha gorda se abrazaban, todos los
vasos estén vacíos, como si el mundo entero los hubiera
bebido hasta el fondo, en la tarde sin fin de helsinki.
a tarde sem fim
«Du monde entier, au coeur du monde»
Blaise Cendrars
Na estação de helsínquia, onde lenine esperava
o comboio do regresso, dou comigo,
por entre máquinas de jogo e copos de cerveja, a invejar
o bêbedo que abraça a rapariga gorda, de cabelos
longos e saia curta; e riem-se, como se o amor
se servisse naquele bar de consumo rápido, por entre
os comboios que partem e os que chegam. A esta
hora — o meio da tarde do verão finlandês – com o
calor que ainda entra pelas grandes portas
da estação de helsínquia, ouço a voz desse poeta
que sonhou todos os rostos que se perdem e se
encontram em todas as estações do mundo. No seu relógio,
a hora da patagónia confunde-se com a hora de são
petersburgo; a hora solar cai no centro da alma
que anda ao contrário, como o relógio do bairro
judeu de praga; e o poeta puxa as garrafas para
a sua frente, no balcão, para que os gestos bruscos do
bêbedo que se abraça à rapariga gorda não as façam
cair, sujando o lugar em que, no princípio deste
século que vai acabar como começou, lenine esperava
o comboio do regresso. É então que uma procissão de
cantores loucos atravessa o átrio; que as suas vozes
se juntam para invocar a santa joana dos abismos;
que um silêncio nasce, em volta do rapaz estendido
no chão, que agita o corpo nos sobressaltos sonâmbulos
do álcool. Por vezes, lenine sai da sua mesa para
espreitar esse corpo; os viajantes olham-no das janelas,
chamando-o de dentro do seu sono; e as mulheres
choram, lentamente, de trás dos balcões de vidro, como
se sentissem apodrecer as raízes da sua juventude. Talvez
seja por isso que esse poeta partiu; e que neste balcão
onde o bêbedo e a rapariga gorda se abraçavam, todos os
copos estejam vazios, como se o mundo inteiro os tivesse
bebido até ao fundo, na tarde sem fim de helsínquia.
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