eloy tizón
técnicas de iluminación
la calidad del aire
Lo siguiente que sé es que salgo de la fiesta el lunes
por la mañana. Salgo, me echan, no estoy seguro. Pasó
aquello. La música se interrumpió con un graznido. Estoy
fuera, con los nudillos rojos. Nada que hacer en la calle. En
aquella calle. Me quedo así, un minuto y medio, dos, des-
lumbrado por el sol, el corazón en las piernas. Mis zapatos.
Alzo la cara hacia el cielo o hacia el odio. Me echan. Quiero
perderme.
Perderse no es tan fácil. Requiere superar grandes
obstáculos, huir de los lugares comunes, de los hábitos que
nos cercan, esquivar escrupulosamente las caras conoci-
das de amistades y familiares para las que significamos
algo y tenemos un pasado que nos narra. Sobre todo eso,
las caras. Nada que recuerde la carcoma de la costumbre,
asomando su gran cuerno de rinoceronte. Elegir, entre
dos calles, la peor, la más húmeda, la que tiene el suelo
borracho y un aire de cremallera abierta. Calles con cara
de cremallera, eso puede ser la solución. Perderse es una
disciplina para la que se necesita valor y algo de entrena-
miento.
El paisaje cambia, la mañana. Los olores de las calles son
diferentes, no me reconozco en ellos. Nada me suena aquí.
Hay una tapia resentida con una bicicleta aparcada, un
busto de yeso, coronas de flores al pie de las farolas donde
alguien fue atropellado y perdió la vida. O un olor aplas-
tado de carne y almacenes. ¿Dónde estoy? Doy vueltas al
azar, por hacer algo. A base de internarme en zonas cada
vez más remotas, consigo que mi mañana, poco a poco,
vaya perdiendo su filo y aflojando su exigencia. Claro que
todo esto sigue siendo demasiado teórico aún para mi,
demasiado abstracto. Necesito, para reaccionar, una sacu-
dida fuerte, sin miramientos, que me permita perderme.
Compruebo con desagrado cómo, al detenerme en una
esquina, siquiera escasos segundos, me siento menos per-
dido, más integrado en la corriente que me rodea. Formo
parte de algo. Sin yo pretenderlo, todo se ordena en una
secuencia coherente y el rojo de los árboles hace guiños al
ojo irritado del semáforo que a su vez se compagina a la
perfección con una nube que se sofoca en un cielo color
sexo. A poco que uno observe algo con cierta demora, ese
algo se convierte de inmediato en una coreografía.
-Fuera, fuera. Fuera con todo eso.
Me he dicho. Salgo huyendo de allí, decidido a man-
tenerme siempre alerta, al acecho. No debo olvidar mi
objetivo, que sigue siendo perderme. Aun así, por momen-
tos, la sensación de estar perdido se debilita, es frágil, solo
consigo mantenerla fresca en la mente durante breves
intervalos, a costa de una concentración insensata que me
desgasta y ofusca.
La mano hinchada. Mi mano derecha cada vez más
hinchada. Si no fuese por este dolor, hace horas que esta-
ría muerto. ¿Qué es esto? Mis llaves en el bolsillo. ¿Qué es
aquello de allí? Un ujier en su garita. Lleva, eso me parece
ver, una especie de banda de académico que le cruza el
torso en diagonal. Unas cuantas condecoraciones, incluso.
Mide las baldosas de la acera mientras ruge al teléfono: «Sí
señor. Sí señor. Eso desde luego. Tomaré las medidas opor-
tunas para que no vuelva a repetirse. Desde luego, señor».
La barba le zumba de satisfacción.
Necesito una pasión inservible. Ser yo quien tome la
iniciativa y se adelante a los planes de la mañana, si quiero
mantenerla a raya, después de lo que ha pasado en la
fiesta. Nudillos rojos. Me quito el reloj y lo ato a la muñeca
de una estatua. Eso parece ser algo, un signo, porque
carece de explicación. Lo dejo allí y me alejo sin volver la
vista, más tranquilo y envalentonado. Me obligo a más. La
fiesta. Dicen que hay suicidas que se tiran al mar y nadan
hasta un punto tan alejado de la costa que saben que ya no
podrán regresar. No tendrán fuerzas para alcanzar la ori-
lla. Exhaustos, morirán en el mar. Ese punto. Ese instante
de iluminación. Ese momento preciso en el que uno decide
dar una brazada más, la definitiva, la que le llevará a un
lugar sin vuelta atrás. Ese gesto último.
Saco del bolsillo la billetera y las llaves. ¿No será de-
masiado? Las contemplo con cariño anticipado, por un
instante, mis llaves, mi billetera, cuánto las quiero, las
aborrezco, yo que tanto os he amado y ahora. Me entran
dudas, nunca he sido valiente, a la hora de la verdad me
encojo. ¿Me atreveré a borrar mis huellas? El mar estará
frío. Mis llaves abren mi casa, donde vivo con mis muebles
y mis espejos que reflejan los muebles que hay en mi casa
donde vivo yo, mi billetera tiene departamentos donde
doblo mi dinero y tarjetas plastificadas que aseguran que
yo sé conducir y tengo tales años y soy quien digo ser y no
otro.
Dudo. Estoy en medio de una avenida sin tráfico, con
la billetera y las llaves en la mano, nadie me mira ni me
sonríe, aprovecha, sería raro no hacer algo con ellas, ya
es demasiado tarde para no hacer algo con ellas. Una
vez que las he sacado del bolsillo, me quedo mirándolas,
estoy obligado a hacer algo con la billetera y las llaves,
sería descortés guardarlas otra vez. Al final, no me queda
más remedio que actuar, yo mismo me lo he buscado,
me lo tengo merecido. Hago, pues, el gesto de rendición.
Aterrado de mí, oigo cómo caen rebotando por la rendija
de una alcantarilla. Al fondo se oye un vacío chapoteante
de tubos y agua profunda. Me he quedado sin dinero, sin
documentos, sin llaves para volver a casa. Estoy perdido,
ahora sí. La mañana retrocede, humillada. No se esperaba
esto de mí. Esto me provoca arcadas. Nunca me había
sentido tan menoscabado. Es todavía peor de lo que ima-
ginaba. Me noto, durante largos minutos, horriblemente
fuera de lugar, enfermo, con taquicardia y ganas de llorar,
sin derecho a la existencia. ¿Qué has hecho, imbécil, qué
has hecho?
Expulsado de la fiesta, expulsado de la risa. Después de
aquello (no fue culpa mía, yo solo pretendía pasarlo bien),
el mundo ha vuelto a ser un lugar inhóspito y crucial,
emocionante. Si un coche me atropellase ahora, sería un
cuerpo sin nombre que yace en el depósito. Y en cierto
modo, lo soy. No puedo demostrar que sé conducir, no
puedo demostrar mi identidad, no puedo demostrar nada.
Es una sensación física rara, menos alegre de lo que
parece. Basta con que nos falten la billetera y las llaves
para retroceder mil años, qué digo mil años, cien mil años
de evolución, por lo menos. La billetera y las llaves ocu-
pan, en el espacio, unos 10 cm’. Toda nuestra civilización
depende de esos 10 cm’. Siglos de cultura y gastronomía,
escuelas artísticas, movimientos teológicos, avances y
retrocesos científicos, investigaciones filosóficas, tratados
morales y políticos, teoría económica, sutiles disquisicio-
nes entre el bien y el mal, la razón y el instinto, el cero y
el infinito, y al final todo se reduce a esto: un cuadradito
de piel o tela con otros cuantos cuadraditos dentro. Si nos
sustraen esos 10 cm’, no somos nada, lo perdemos todo,
volvemos a la antorcha y al grito, a los sacrificios humanos
con grasa y pigmento, a la noche de piedra de los grandes
reptiles y al apetito hacia la carne humana.
Ahora sí, ahora me doy permiso para echar de menos
mi billetera y mis llaves con una nostalgia lumbar de pa-
raíso perdido, inconsolable, como jamás eché de menos el
cuerpo desnudo de Diana bajo el chorro de la ducha o mi
infancia. Su tacto, su dulzura, su música secreta. Leche
y miel en mis dedos. Doy unos pocos pasos conmovido,
bailando el claqué del dolor en la acera, ciego y sordo,
dejándome llevar, ahora empiezo a arrepentirme de la
ligereza con que he actuado, mis piernas van volviéndose
de mimbre, tengo un cesto de ropa sucia en la cabeza,
respiro serrín, me odio. Acabo de traspasar un límite. Los
limites no están fuera, sino en el interior del bolsillo. He
conseguido lo que quería pero es un triunfo mezquino, a
mi costa, que sabe a cotización bursátil.
¿Y ahora qué? (¿Cuánto costará una cobaya?, me pre-
gunto. Puedes comprarte una y llevarla en el bolsillo, así al
menos notarás un pálpito caliente cerca de la entrepierna
que te haga compañía. Busco, pues, una tienda de anima-
les, aunque no pueda pagarla). Me he quedado sin reloj,
sin billetera y sin llaves para volver a casa. La calle es una
piscina de árboles de colores oxidándose en un embudo
de placas, de sombras, de gimnasios, tengo hambre, tengo
sed, me rugen las tripas, la tensión arterial por los suelos,
estoy cansadísimo y esto es solo el comienzo, lo sé. Me
espera una odisea interminable. Avanzo mecánicamente,
brincando un poco, eso si, con movimientos espasmódi-
cos.
La mañana espesa de oficinas, lenta de parvularios, are-
nosa de aparcamientos. De repente se oye un grito. Todos
me miran. ¿Habré gritado yo? No me parece. Por si acaso,
disimulo. A mi lado, de la nada, aparece una mujer exu-
berante que también me mira aunque de otro modo, una
mujer sin atributos, prefiero no describirla, para evitar
orientarme. ¿Desde cuándo lleva ella aquí, mirándome?
Parece tan perdida como yo, o incluso un poco más. Solo
diré que no lleva bolso, sino que ella es su propio bolso,
un bolso negro, con un broche aparatoso como cierre, una
sola asa.
Qué orgullosa está ella de su broche, de su cierre, esa
mujer, su bolso es el eje del planeta. El faro encendido que
mantiene el ritmo de las mareas de los océanos. Gracias a
ese bolso la tierra sigue girando, las huertas producen re-
molachas y los aviones despegan y aterrizan más o menos
puntuales. Aunque todo vaya de mal en peor en su vida, el
cierre de su bolso siempre hará clic, no importa en qué cir-
cunstancia, eso debe de suponer un consuelo enorme para
ella. Tu vida es un desastre completo pero tu bolso hace
clic, para qué quieres más. Me sigue, es evidente, me sigue.
Me pregunto en qué momento empezó a seguirme, cuánto
tiempo llevará siguiéndome.
Esto lo cambia todo. Lo siguiente que sé es que camino
por la calle, seguido por una mujer exuberante con un
bolso. No evito su presencia, pero tampoco la fomento.
Que haga lo que quiera, esta mujer exuberante, a mí qué
puede importarme, si yo ya no tengo nombre ni carnet del
videoclub. Me desentiendo de ella. Las casas son cada vez
más lúgubres, pintadas de amarillo lírico, un barrio feo,
semiasfaltado, con algunas plazas pueblerinas de arena
con columpios donde unos cuantos niños juegan sus
juegos prudentes, sin molestar a nadie. De mayores serán
registradores de la propiedad o podólogos. Queda en el aire
el vago temblor de una ambulancia que quizá pasó hace
exactamente veinte minutos y catorce segundos, o quizá
por aquí nunca pasó una ambulancia. Es lo que yo digo.
La pintura amarilla de las casas es demasiado reciente,
se nota mucho, aún no se han acostumbrado a ese color
y se las percibe incómodas debajo de esa piel tirante, sin
reconocerse bajo los disfraces de ese maquillaje explo-
sivo que no pega (aún) con el tono ceniciento del cielo
y los árboles. Con el tiempo, con el roce de los días y las
muertes, todo se irá puliendo y descascarillando en una
mordedura común, qué remedio, aprendiendo a tolerarse
como la distancia entre las orejas y la nariz en el rostro de
un recluso. La pintura quedará como un tesoro enterrado.
Y el ojo, entonces, no verá nada.
Me sale al paso la terraza de una taberna con mesas
fuera, con toldos aburridos, me apena tanto esta taberna
que no resisto la tentación de sentarme allí, pese al frío,
pese a los inconvenientes, pese a la bomba atómica que
nos amenaza a todos desde un cielo nuclear. Soy el único
cliente de la mañana, tal vez el único en semanas o meses.
To d o es extranjero y desangelado, justo lo que prefiero.
Será solo un momento, un breve respiro en mi misión,
tengo una aventura por delante que no puede esperar.
En la mesa quedan migas petrificadas de alguna consu-
mición pleistocénica. En el interior de la taberna, tras el
mostrador, el camarero de dientes podridos, ni joven ni
viejo, enjuaga algo en silencio bajo el grifo o piensa en la
paraplejia de su hija menor, qué fatalidad, el médico del se-
guro dice que no se puede operar, las prótesis ortopédicas
son caras, hay que ver, cuántas complicaciones y la niña
está en un grito. justo ahora cuando parecía que las cosas
empezaban a enderezarse. Él tenía sueños, tenía planes,
la posibilidad de regentar su propio negocio de repostería
erótica. Llevaba meses, ensayando en el horno, formas
fálicas y rellenos voluptuosos. Y en lugar de eso tiene que
conformarse con estar allí, parapetado tras aquel mostra-
dor de cinc, manoseando vasos por hacer algo y viendo al
único cliente de la mañana (ahora llega otra a sentarse a su
lado, menudo incordio), instalado en la terraza, sin inten-
ción de consumir, cuánto vago suelto.
Volvamos a mí. Estoy pensando en la correa de mi reloj,
atada a la muñeca de una estatua, allá lejos, en un jardín
o en el patio de una prisión, en mi antigua vida. Qué lejos
queda todo, en eso pienso o respiro. Al cabo de un rato,
sin pedir permiso, un cuerpo se desliza a mi lado, la re-
conozco, es ella, la mujer exuberante del bolso, la que me
sigue a todas partes. Se sienta junto a mí sin hablar, no
hablamos, mejor así, porque el diálogo acolcha y prefiero
que nada mitigue la violencia de esta mañana única, ni me
distraiga de su luz cavernosa. Lo que ocurre en el corazón,
en el corazón se queda.
Entonces ella, yo diría que con delicadeza, aunque no
estoy del todo seguro, pone su bolso frente a mí, y en ese
bolso con broche que hace clic y sostiene el mundo ella
empieza a rebuscar algo, entre recibos y píldoras. Un
paquete. Envoltorios. Un inhalador para el asma. Se me
ocurre la idea loca de que ella va a sacar de allí mis llaves
y mi cartera, mágicamente recobradas del fondo de la
alcantarilla. Pero no. Eso hubiera sido demasiado raro. Al
cabo de un rato ella extrae, como si tal cosa, un huevo. Un
huevo blanco, tan perfecto, casi la idea de un huevo.
La mujer lo deposita con suavidad sobre la mesa, un
huevo suave. Deposita allí la blancura y el futuro.
Un huevo blanco, así escrito. Casi dan ganas de llorar,
de tan enternecedor y tan huevo. El huevo sale del bolso
del mismo modo que yo salgo de la fiesta. (¿Volver allí y
disculparme por lo que hice? ¿Limpiar las manchas de
sangre? Qué lejos está todo de mis nudillos). Ese huevo,
allí tan solo, saliendo del bolso de la mujer exuberante
que me sigue a todas partes, el bolso que hace clic, el
huevo que hace clic, la gallina que hace clac, la mañana
que hace tanto dejó de ser mañana para convertirse en
otra cosa para la que no tengo nombre ni lo deseo. ¿Qué
puedo yo, un mortal, contra un huevo de gallina Leghorn?
Contra ese laborioso acarreo del calcio y las estaciones,
ese mantoncito de blancura con su amarillo secreto den-
tro, su yema pálida, sofisticada por filas de incubadoras
y por sartenes con fuego debajo. Ese huevo existía por
anticipado antes de que yo lo mirase o imaginase que iba
a encontrarme con él bajo el amparo de un toldo. Antes de
esta mañana. Seguramente antes de salir de la fiesta hoy
con una nueva inquietud en la mirada y ganas de algo así
como perderme.
Se puede ver a través del cuerpo de las demás personas.
No es tan difícil. Solo hace falta entrenarse un poco. Los
órganos son transparentes. Las vidas son ectoplasmas al
trasluz can ramificaciones de sangre, se enredan unas con
otras, se enlazan, se separan, dejando a su paso, después de
que todo termine, un rastro de luz removida.
La música se interrumpió con un graznido. Pasó aquella.
Se dijeron cosas, saltaron algunos cristales. No sé por qué
me empeño en seguir llamándolo fiesta. Fiesta no fue.
Estoy en el umbral de un barrio desconocido, en una
terraza con migas, al alcance de una mujer exuberante
que ha puesto un hueva en la mesa. No tengo dinero para
pagar las consumiciones ni casa a la que volver. Quizá
fuese esto lo que buscaba, no me atrevo a afirmarlo. Pienso
que aún falta algo. No sé qué es. Echo de menos un poco de
compañía. Ojalá que pronto otros hombres sin billetera,
otras mujeres sin llaves, expulsados de otras fiestas, vayan
sumándose a nosotros. Para rodear a nuestro huevo de
ojos y de bocas, para abrigarlo quizá, para escribirlo. Un
huevo manuscrito entre una multitud de náufragos. Esto,
después de todo, no ha hecho más que terminar. Dentro de
poco, si hay suerte, estaremos todos perdidos.
eloy tizón
Técnicas de iluminación
2013
Editorial Páginas de Espuma
2016
Voces/Literatura 193
Madrid
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