eloy tizón
técnicas de iluminación
editorial páginas de espuma
2016
madrid
voces / literatura 193
primera edición digital:
mayo de 2016
merecía ser domingo
¿Sabe usted lo que es el silencio?
Es uno mismo, demasiado.
guimaráes rosa
en el silencio de la casa
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En el silencio de la casa, en el silencio del mundo. Me
han dejado a propósito aquí solo, se han ido todos. De
excursión, creo. A la montaña, tal vez. O no, a la playa. Es
domingo o merece ser domingo. La luz es de domingo y el
azul del cielo es de domingo y el periódico está abierto en
la página dominical, así que tanta insistencia empieza a
ser sospechosa. Hasta donde alcanza la vista es domingo.
Más tarde resolveré el jeroglífico. El fulgor de la nieve
percute con fuerza en la terraza, sobre la mano verde de la
enredadera, y arranca remolinos de los sillones de mimbre.
El picoteo casi mudo de mi teclado, una música leve e
inconstante, signos que aparecen y desaparecen, un muro
de blancura en el horizonte que huye.
Domingo, nieve, domingo. De repente, de la nada, cae
volando un jersey. Las mangas revolotean hasta posarse,
supongo, en la acera. Ropa que cae del cielo. Una lluvia de
calcetines pantalones camisas bufandas chaquetas bikinis
pijamas. ¿A qué me recuerda esto? A ropa muerta. Des-
aparecida. A fantasmas textiles colgados de las perchas
con sonrisa de poliéster. A aquel jersey de lana que tuve
a los quince años, antes de alistarme en el ejército. Jersey
azul, de cuello alto, fragante. Era el Jersey Perfecto. En el
primer lavado encogió tanto que ya no hubo forma de
volver a ponérselo. Se redujo a una cosa ridícula, un jersey
para caniches. Al verlo entraban ganas de ladrar. Hubo que
tirarlo. También —no sé por qué— pienso en Brni, en Renata,
en el viejo tendedero que sonaba, en los días de mucho
viento, como una gigantesca arpa eólica, pienso en…
(sigue cayendo ropa; el tambor de la lavadora da vueltas,
gira y gira en la conciencia hasta completar el ciclo, con su
habitual y espesante chapoteo de trapos enmarañados)
… en el disgusto que me llevé a los quince años aquel
viernes en que mi madre me planchó los pantalones
vaqueros. Con raya. Los pantalones vaqueros no se
planchan, mamá, voy a hacer el ridículo, mira qué rayas,
todo el mundo va a reírse de mí, pareceré un payaso, el
más tonto del grupo. El temor a hacer el ridículo me maniató
durante toda la noche, me tuvo secuestrado sin hablar ni
participar en las conversaciones, mudo, qué pensarían de
mí aquellas cuatro chicas que acabábamos de conocer, que
era un zoquete, un inútil, un impresentable, con razón, y
yo ya no puedo retroceder en el tiempo para defenderme y
decirles que no, que yo no era tan impresentable, os lo juro,
lo que pasa es que ese día mi madre me había planchado
los pantalones vaqueros con raya.
Busco una cabina de teléfono con línea directa al pasado.
Si levanto el auricular, escucharé hablar en latín. Durante
un tiempo pensé que yo tenía superpoderes. Que podía,
si así lo deseaba, volar sobre los edificios, resucitar a los
muertos o detener con el pecho una bala de cañón. Estaba
tan convencido de ello que solo esperaba la ocasión para
demostrarlo. La ocasión nunca se presentó o, si se pre-
sentó, no estuve allí para aprovecharla.
Me pregunto si todo el mundo será así, igual que yo.
No puedo cambiarme de ropa, no puedo volver atrás en
el tiempo. No tengo superpoderes, sino solo una tendencia
a enamorarme siempre de chicas de aire solitario y sol en
el pelo; y también un poco vertiginosas. Las veo pasar, me-
lenas al viento, con sus carpetas y bolsos, camino de clase,
flotando en esa luz insurgente de los viernes a las cuatro
de la tarde. Visto vaqueros con rayas y esto es un hecho
objetivo, inapelable, mientras llueve ropa del cielo y huele
a domingo o lo merece. No hay vestidores que permitan
salirse del presente y corregir los errores del pasado, ay.
Lo verdaderamente ridículo era temer al ridículo, pero yo
eso no lo sabía. Así que no bailé, ni intercambié una sola
palabra con ellas, con esas chicas del viernes. Me acodé en
la barra, soltero para siempre, con las piernas embutidas
en aquel par de rígidos tubos azules que mi madre había
planchado, sorprendido en una pose estudiadamente
famélica, infeliz pero sin pasarse (como si alguien o yo
mismo me observase desde el futuro: hola, impostor), tra-
segando un botellín de cerveza mientras oigo sus risas ale-
jándose, llevándose el sol con ellas, cada vez más remotas,
más rubias, más cervezas, me bebí la soledad de un trago.
La soledad me sorbió. Y hasta ahora. No duele. Solo queda
el espectro de un pequeño arco ojival de espuma en el
mostrador. Se limpia sin esfuerzo con un paño, así. Ya está.
No deja huella. Y tiempo después me enteré de que una de
ellas se mató en un accidente de tráfico. Y a las demás no
volví a verlas nunca. Y eso fue todo.[/ezcol_2third_end]
En el silencio de la calle
Le pedí que me besara pero ella dijo que no, que besarnos
allí, en ese momento, podía ser contraproducente. Yo, sin
entender, asentí. Desde entonces esperé durante años, con
una paciencia luminosa, a que ocurriese el milagro de ese
beso contraproducente. Y luego hubo una tarde tormen-
tosa de barcas en el estanque y cisnes a lo lejos como para-
guas blancos, abiertos.
Ella no me besó. Los besos son importantes. Por culpa de
un beso de buenas noches denegado por su madre cuando
era niño, Proust teje toda una neurosis familiar en forma
de novelón asmático, policromado, que en el fondo es todo
él una indagación detectivesca alrededor de los besos fur-
tivos o fantasmales, de los besos no dados o no recibidos o
dados y recibidos a destiempo o a las personas equivocadas.
Hay un trastrueque de cuerpos y soledades circulando
por la novela de Proust, alguna de cuyas páginas a veces
refracta la luz como un vaso facetado. Una novela poli-
ciaca sin crimen en la que todas las pruebas acusatorias se
encuentran allá atrás, en el pasado. Lejos. Besos con sabor
a magdalena mojada en té de lágrimas o besos con sabor
a playa normanda o besos de bocas niñas, acatarradas, en
un permanente carnaval de celos y de labios. En el parén-
tesis de un beso no pronunciado el mundo, de repente,
deja de llover o se hace música y duele. Triste pero forzoso
es admitir que los besos no recibidos han hecho más por la
literatura que los besos recibidos.
No te marches aún, espera, por favor, todavía es pronto,
somos jóvenes, aún queda mucha noche por delante
hasta que amanezca. Qué prisa tienes. Tenemos. Ven,
déjame que te explique, déjame que te cuente, luego te
acompañaré hasta tu casa, te lo prometo. Quiero decirte
algo, compartir contigo un secreto, necesito confesarte
que. Pasaban grandes taxis negros, funerales, con reflejos
de chistera, hondos de tapicería y luces cuchicheantes, al
fondo de los cuales una muchacha camino de alguna fiesta
se acurrucaba, retocándose el maquillaje o pellizcándose el
panty. Hasta uno llegaba el perfume solitario de las cosas,
la sutileza del viento, el relente de la hora, y todo, el uni-
verso entero, era como un telegrama urgente, una de esas
páginas escritas con tinta violeta que parecen, más que
escritas, aleteadas. Papeles que se van volando. Ropa que
cae del cielo y va a posarse en la acera. La felicidad de ser
dos y caminar al lado de esa muchacha de noche sin decir
nada, tan solo eso, ser dos, sintiendo su respiración serena,
el roce de sus pasos y el aroma tenue de su cutis, a veces
ella perdía el equilibrio y chocaba contra uno, era bonito
aquel choque.
Ella llevaba puesta una gorra de golfillo callejero que le
daba cierto aire de, yo qué sé, ¿huérfano dickensiano? Las
puntas de su pelo salían disparadas en todas direcciones.
Un revoloteo de pecas en la nariz desmentía su gesto
grave. Las piscinas, ya cerradas, devolvían el calor acu-
mulado durante aquel pesado día de junio, julio, agosto.
Las piscinas, con sus trampolines en sombras y el rumor
gástrico de sus depuradoras. Un gato que saltaba quedó
detenido en el aire, inmovilizado en su salto, las patas y la
cola borrosas.
Ser dos. Todo era mirada. Se pensaba con los ojos. Se
tocaba con las yemas de los ojos. Se acariciaba reptil. La
tapa de la alcantarilla, vista desde cierto ángulo, podía ser
la cola abierta de un pavo real. La noche era apaisada. Los
árboles eran huecos, negros, inmensos. Las casas parecían
pintadas como parte de un decorado de papel en el que se
notasen los pliegues y los zurcidos; en ellas se abrían crá-
teres o estaciones de metro a medio construir por donde
pasaban actores de reparto. No eran planas; se arrugaban
y curvaban hacia dentro, retrocediendo a lo oscuro. La
luna estaba ciega. La calle caminaba por nosotros; era
una catedral asfaltada de neones y anuncios luminosos
que expectoraban, se estiraban en un acordeón de luces
y movimiento. Atravesamos un puente, después otro
que parecía una copia idéntica al anterior; eso era raro.
Puede que se tratase del mismo puente, dos veces. Yo la
seguía, ella llevaba puesta una gorra. Cruzamos una vía en
diagonal. Los dos solos, ella y yo. Mi mano en su espalda.
Depósitos de hierros, almacenes de quincalla, vagos han-
gares de estructura ferroviaria y ángulos rectos donde se
apilan monstruosos contenedores metálicos y dragones
con escamas. Criaturas del pleistoceno. Las afueras de las
afueras, el no-ombligo del mundo, suburbios que tal vez
sean la nada o las inmediaciones de un aeropuerto. Eso, las
inmediaciones de algo. Ahora que lo pienso, sobrevolaban
sombras de aviones, giraban sobre nosotros gigantescos
crucifijos.
Marrones y repetidos, los hangares se extendían con
estructura de tableta de chocolate. La calle se bifurcó, se
contrajo, se dislocó un codo. Las casas nos miraron con
aire de superioridad. De repente se produjo una sucesión
de tiendas monotemáticas: en la primera vendían solo ja-
rrones chinos; en la siguiente, aparatos de ortopedia; en la
siguiente, alfileres de corbata; en la siguiente, guantes de
boxeo; en la siguiente, azulejos de cerámica para zócalos;
en la siguiente, coronas funerarias; en la siguiente, arcos y
flechas para el tiro olímpico; en la siguiente, sombrillas de
playa; en la siguiente, tebeos para ciegos; en la siguiente,
guisantes congelados y orégano. Por fin, en la última, un
respiro: una tienda vacía, con una bombilla encendida col-
gando de un cable, y en medio solo un perchero.
El mundo era un lugar oceánico, sin principio ni fin, y
cada vez más lento, más lento, a punto de detenerse. El
cielo se paró encima de la franquicia de un restaurante,
napolitano por más señas, dentro del cual había un único
comensal masticando cintas de paja y heno, que alzó la
vista y nos miró asombrado. Las estrellas se acomodaron
en una posición distinta. Se sonrojó un semáforo. Al final
de la calle seguramente habría un mar o un silencio en el
interior de un mar. El sol daba en su pelo. Era de noche y
el sol daba en su pelo. Ella llevaba puesta una gorra y el sol
daba en su pelo. No me preguntes cómo, pero así era. Yo
seguía sin encontrar la Palabra. La Palabra era importante
y yo no sabía encontrarla o se me escurría entre los labios.
Me faltaba práctica, en suma. La Palabra tenía sabor pero
había que saber morderla y extraer todo su jugo, y no era
fácil, no era fácil, yo no sabía.
En el silencio del mundo
Era más duro de lo que pensaba (siempre es más duro de
lo que uno piensa). Caminando, caminando, nos fuimos
alejando cada vez más hasta salirnos del mundo. Así, sin
darnos cuenta, abandonamos la ciudad y nos internamos
en el campo. Atrás quedó la ciudad con su nebulosa de ofi-
cinas en las que un funcionario se entrena durante veinte
años para encestar una bola de papel o una telefonista se
acaricia la entrepierna. Pasamos cerca de un castillo en
ruinas. Bordeamos una gasolinera en cuyo interior explo-
taba una luz atómica que iluminaba sus expositores llenos
de pequeñas novelas gráficas y pasteles. Dejamos de lado
la última casa, esa última casa pintada de amarillo que
siempre es muy cuadrada, en forma de búnker, cerradas
todas sus puertas y ventanas, muy metida hacia dentro.
Es, nadie lo dude, la última casa, donde no apetece vivir.
Y eso, por algún motivo, parece ofenderla y volverla estú-
pida o resentida.
No tiene pérdida: es la casa que aparece dibujada en
todos los manuales escolares para aprender a leer, justo
encima de la palabra: «Casa».
Casa. Campo. Camino. Las calles se hicieron de barro
y perdieron sus nombres. La acera chapoteaba con una
erupción de lodo. Quedaban, aquí y allá, restos de nieve y
muñecos navideños medio deshechos, grotescos en sus
muecas de zanahoria y chistera. El frío iba en aumento,
el paisaje era cada vez más arbitrario y equívoco. Ella y yo
caminábamos, cada uno llevando a un niño de la mano, no
sabíamos hacer otra cosa. Éramos cuatro. Una excavadora
de ruedas musculosas parada en mitad del terreno tenía,
apresada en su mandíbula, tierra a medio masticar. Tierra
parda, color de saco terrero, con una antena de raicillas
emergiendo. Prendido de una rama, a modo de bandera,
ondeaba un trozo de plástico. Nos zambullimos más allá
de la oscuridad, saltamos zanjas a ciegas, costaba trabajo
distinguir unas formas de otras en aquella noche loca de
diciembre, enero, febrero. El suelo estaba pavimentado de
placas resbaladizas; tiritábamos de fiebre. ¿Dónde estába-
mos y cuándo? ¿Para qué estábamos?
La gorra. Ella siempre llevaba la gorra de visera puesta.
Aquella gorra parecía contener la clave de todo el asunto,
no me preguntes por qué. Nos detuvimos para tomar
aliento; respirábamos con dificultad. En los ojos de los
niños había preocupación, y eso se notaba en que no ha-
cían preguntas. La mano de la niña era tierna y suave, sus
dedos se movían dentro de la mía como pequeñas tijeras.
Las mejillas del niño hacía rato que se habían descolorido
y no se le veían las orejas, tal vez las perdió por el camino.
Estábamos entrando en un bosque enfermo, con árboles
deshilándose en una maraña fosforescente. Un mundo
reptante, mezcla de líquido y sólido. ¿Un bosque de leche?
En alguna parte, detrás de nosotros, el río contaba
monedas. En cualquier momento podría empezar a nevar
de nuevo. Un pato nos abucheó. Los troncos se alabeaban
formando pequeñas habitaciones, celdas monásticas
forradas de cuchicheos y rezos. Iban y venían lámparas.
Estábamos atrapados en una jaula en que los árboles eran
los barrotes.
El bosque se desplazaba, cambiaba de sitio, se movía, las
ramas se marcharon corriendo entre la espesura o serían
los cuernos de algún alce. Temblando, reemprendimos
nuestro camino de ida o de regreso, cualquiera sabe. Si
seguíamos caminando -o retrocediendo- en línea recta, a
lo mejor volveríamos a nuestro punto de origen y enten-
deríamos algo. Se avanzaba lentamente, a trompicones,
pisando surcos y corcho. Los niños tenían hambre;
estaban agotados después de todo un día de lecturas y can-
ciones en el coche. No sabíamos si estábamos haciendo lo
correcto, apenas habíamos tenido tiempo de intercambiar
una palabra para analizar las consecuencias de nuestra
decisión. Solo habíamos contado con el margen suficiente
para recoger algo de dinero, un par de mochilas y escapar-
nos de la ciudad a todo correr, sin despedirnos de nadie,
dejando nuestro desayuno a medias, en la cocina de casa.
«Qué cosa más rara», fue el único comentario que ella
hizo. Y un rato después añadió: «Jamás pensé que diría
esto, pero me duele el óvalo de la cara».
A menudo pensaba en esas cuatro tazas solitarias, en la
botella de leche destapada, fuera del frigorífico. En el edifi-
cio vacío, con la nada resonando en el hueco de la escalera
y los ascensores. Era algo que impresionaba. Al acordarme
rompí a reír, Dios sabría por qué.
Tardamos más de una hora solo en llegar al portal.
Empleamos cuatro horas en vadear la plaza, con los niños
en brazos, ateridos de miedo, pasando por encima de los
bultos, procurando no pisar nada, no ver. El suelo estaba
vivo, los lomos grises fluctuaban. Muchos habían tenido la
misma idea que nosotros, aunque quizá menos suerte. En
la carretera, nos recibió una caravana de coches abando-
nados, con todas las puertas abiertas y los cristales rotos,
nadie en su interior. De los maleteros brotaban jardines.
Algunos coches ardían con resignación, educadamente,
convertidos en piras o pebeteros, como si eso fuese lo
oportuno. Un perro baló a una escoba o a un perfume o a
otro perro. Columnas de humo blanqueaban el asfalto, sal-
picado de dinero, ropa festiva (otra vez ropa) y alargadas
manchas oscuras sin identificar. Había muchos colchones
tirados, siempre salen a relucir colchones en las situacio-
nes de emergencia social. En el aire flotaba un intenso olor
a podredumbre y a chicle de regaliz.
La vida, pese a todo, proseguía. Ahora nos encontrába-
mos en aquel bosque de cuento, era de noche. Necesitába-
mos comer algo que nos calentase el estómago. No está-
bamos dispuestos a darnos por vencidos, nos negábamos
al desaliento. Éramos cuatro. Un paso en falso suponía el
riesgo de rodar por un precipicio, a veces en los bosques
hay precipicios, eso lo sabe cualquiera que sepa leer. Viene
en todos los libros. Apartábamos a manotazos de la cara
telarañas que formaban, de lado a lado, mosquiteros de
seda. El pie añoraba torcerse. La rodilla, para no ser menos,
hincarse en tierra y doler. Todo tendía al desequilibrio y
al esguince, al apagamiento y la precariedad. Las raíces se
ordenaban en peldaños, formaban escalinatas vegetales,
perfectas a su manera, más arriba de las cuales media luna
huía de la otra media. Hubo como un resquebrajamiento.
Algo chirrió, se partió en dos y cayó en picado de las al-
turas, piedra o pisada. Se oyó, de pronto, una música. Las
notas de un piano. Una melodía alegre. ¿Qué era aquello?
No fui capaz de identificar la pieza, pese a que me gano la
vida (o al menos me la ganaba hasta hoy) como crítico mu-
sical de una revista.
Nos asomamos; en un claro del bosque, en medio de un
lago congelado, ensayaba, al completo, una orquesta sinfó-
nica. Los músicos, más de quince, vestidos de chaqué, afi-
naban sus instrumentos y aguardaban las instrucciones
del director, que en ese momento permanecía hierático,
subido en un cubo de basura puesto al revés, envuelto
en una bufanda, con la batuta en lo alto y cierto aire de
cañería atascada. Los atriles desbordaban pentagramas.
El trombón sudaba sus notas de viejo paquidermo, entre
jadeos y espasmos. Los violines silbaban raudos en el
tímpano, pasaban planeando y martirizaban pájaros. Una
orquesta en el bosque, sí, música en la espesura, madera
en la madera, sueño en el sueño. La superficie acristalada
del lago ofrecía un aspecto resistente; se podía caminar
por ella con pasos quebradizos sin demasiado peligro.
Era esa clase de cosas que si luego cuentas nadie las cree.
Te toman por mentiroso. Sin embargo, ella y yo nos
acomodamos en un saliente menos mojado que el resto,
decididos a no extrañarnos en exceso; parecía una especie
de pupitre puesto allí para la ocasión. Sentamos a los niños
en nuestras rodillas; nuestro pecho era su almohada; de
inmediato cerraron los ojos y se durmieron. Aguardamos
expectantes y sin mirar el reloj. Algún día, en el futuro, re-
cordaré con emoción este momento y quizá sea domingo
o lo parezca. Ella se quitó la gorra, se sacudió el pelo: por
fin pude respirar tranquilo. Qué gran alivio. Luego apoyó
su mano sobre mi corazón y escuché mis propias notas
alborotadas, circulando a impulsos eléctricos a través de
sus dedos. Uno de los dos sonrió al otro. Los dos pensamos
lo mismo al mismo tiempo: que ya no podía tardar mucho
en empezar el concierto.
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