raymond carver

 

¿quieres hacer el favor de callarte, por favor?

 

 

 

will you please be quiet, please?
raymond carver, 1976
traducción: jesús zulaika

 

 

este libro es para maryann

 

 

¿qué te parece esto?

 

 

 

Todo el optimismo que había animado su vuelo desde la ciudad se había agotado, se había desvanecido en la tarde del primer día, mientras viajaban en coche rumbo al norte a través de los bosques de secoyas. Ahora los ondulantes pastos, las vacas, las aisladas granjas del este de Washington se le antojaban sin el menor atractivo, carentes de lo que él deseaba de verdad. Se esperaba algo diferente. Siguió conduciendo con una creciente sensación de desesperanza y de rabia.

Mantenía el coche a ochenta, lo máximo que permitía una carretera así. Sentía el sudor sobre la frente y sobre el labio superior, y en el aire en torno había un pesado olor a trébol. El terreno empezó a cambiar; la carretera descendió con
brusquedad, atravesó un puente sobre un canal, volvió a ascender, y al rato ya no hubo más asfalto bajo las ruedas y se vio conduciendo por una carretera comarcal de tierra, dejando a sus espaldas una increíble polvareda. Al pasar junto a los viejos cimientos reducidos a cenizas de una casa situada al fondo de unos arces, Emily se quitó las gafas oscuras y se inclinó hacia adelante para mirar.

—Es la vieja casa de Owens —dijo—. Papá y él eran amigos. Tenía un alambique en el desván, y un par de caballos de tiro que presentaba a todas las ferias. Murió de una hernia estrangulada cuando yo tenía unos diez años. La casa se quemó un año después, por Navidades. La familia se mudó luego a Bremerton.

—¿Sí? —dijo él—. Por Navidades… —Y luego dijo—: ¿Aquí tuerzo a la derecha o a la izquierda? ¿Emily? ¿A la derecha o a la izquierda?

—A la izquierda —dijo ella—. A la izquierda.

Volvió a ponerse las gafas, pero segundos después se las quitó de nuevo.

—Sigue por esta carretera, Harry, hasta el siguiente cruce. Y entonces a la derecha. Y nos quedará muy poco. —Fumaba continuamente, cigarrillo tras cigarrillo. Ahora callaba y miraba los campos despejados, los aislados bosques de abetos, las ocasionales y maltrechas casas.

Harry siguió al volante, y al llegar al cruce torció hacia la derecha. La carretera empezó a descender hacia un valle escasamente arbolado. Al frente y a lo lejos. —Canadá, supuso Harry— veía una cadena de montañas, y tras ellas otra cadena más oscura y más alta.

—Hay una pequeña carretera —dijo ella— al fondo. Esa es la que tenemos que coger.

Harry giró con suavidad y enfiló despacio la carretera ínfima, llena de baches, a la espera de atisbar el primer indicio de la casa. Emily, a su lado, nerviosa. —Harry lo veía con claridad—, fumaba otra vez, también a la espera del primer atisbo de la casa. Bajas y tupidas ramas golpeaban contra el parabrisas, y Harry parpadeó. Emily se inclinó un poco hacia adelante y le puso la mano en la pierna.

—Ahí —dijo.

Harry redujo la marcha casi hasta detenerse, cruzó el pequeño y limpio charco de un arroyo que partía de la alta yerba, a la izquierda, y se internó en una espesura de cornejo que arañó el coche al ascender por la pequeña carretera.

—Ahí es —dijo Emily, apartando la mano de su pierna.

Tras una primera y turbadora ojeada, Harry fijó la mirada en la carretera. Y no volvió a mirar la casa hasta detener el coche cerca de la entrada. Se pasó la lengua por los labios, se volvió hacia ella y trató de sonreír.

—Bien, hemos llegado —dijo.

Emily le estaba mirando. No miraba la casa.

Harry había vivido siempre en ciudades: los últimos tres años en San Francisco, y antes en Los Ángeles, Chicago y Nueva York. Pero llevaba mucho tiempo deseando vivir en el campo, en algún medio rural. Al principio no sabía con
certeza dónde; sólo sabía que quería dejar la urbe para empezar una nueva vida. Una vida más sencilla era lo que tenía en mente; con sólo lo esencial, decía. Tenía treinta y un años, y en cierto modo era escritor, aunque también era actor y músico. Tocaba el saxofón —de cuando en cuando con los Bay City Players—, y estaba escribiendo su primera novela. Había empezado a escribirla cuando vivía en Nueva York. Una desapacible tarde de domingo, el pasado marzo, había vuelto a hablar de un cambio, de vivir una vida más digna en el campo, y ella, al principio bromeando, había mencionado la casa deshabitada de su padre, al noroeste de Washington.

—Dios mío —dijo Harry—. ¿No te importaría? ¿Vivir así, sin comodidades, me refiero? ¿Vivir con estrecheces en el campo?

—Nací allí —dijo ella, riendo—. ¿Recuerdas? He vivido en el campo. No está mal. Tiene sus ventajas. Podría volver a vivir en el campo. Pero no sé si tú podrás, Harry. Si será bueno para ti.

Siguió mirándole, ahora seria. Él tenía la impresión de que últimamente no dejaba de mirarle.

—¿No vas a arrepentirte? —dijo—. ¿Por dejar todo esto?

—No dejaría mucho, ¿no crees, Harry? —Se encogió de hombros—. Pero lo que no voy a hacer es animarte, Harry.

—¿Podrás pintar allá arriba? —preguntó él.

—Puedo pintar en cualquier parte —dijo ella—. Y además está Bellingham —dijo—. Hay una escuela. Y también tenemos Vancouver o Seattle. —Siguió mirándole. Se sentó en un taburete, ante un vago retrato a medio pintar de un hombre y una mujer, y se puso a juguetear con dos pinceles que tenía en la mano.

Habían transcurrido tres meses desde entonces. Durante ese tiempo habían hablado y hablado sobre el tema. Y allí estaban.

Harry dio unos golpecitos a las paredes contiguas a la puerta.

—Sólidas. Una estructura sólida. Si tienes una estructura sólida, tienes lo principal. —Evitó mirarla. Emily era muy sagaz, y quizás había leído algo en sus ojos.

—Ya te dije que no esperaras mucho —dijo Emily.

—Sí, me lo dijiste. Lo recuerdo muy bien —dijo él, aún sin mirarla. Dio unos golpecitos más a la madera desnuda con los nudillos, y se acercó a Emily. Era una tarde calurosa y húmeda; llevaba unos tejanos blancos y sandalias, y las mangas remangadas—. Qué paz, ¿no te parece?

—Muy distinto de la ciudad, ¿eh?

—Dios, sí… No está mal todo esto, además. —Trató de sonreír—. Habrá que trabajar un poco, eso es todo. Arrimar el hombro un poquito. Será una casa estupenda si decidimos quedarnos. Los vecinos no molestarán, al menos.

—Cuando era niña teníamos vecinos —dijo ella—. Tenías que coger el coche para verlos, pero eran vecinos de todas formas.

La puerta se abrió en ángulo. La bisagra de arriba estaba suelta: nada serio, estimó Harry.

Recorrieron despacio las habitaciones, una tras otra. Él trataba de ocultar su decepción. En dos ocasiones golpeó las paredes y dijo:

—Sólidas. —O bien—: Ya no se hacen casas como ésta. Con una casa como ésta se pueden hacer grandes cosas.

Emily se detuvo frente a un cuarto espacioso y lanzó un largo suspiro.

—¿La tuya?

Emily movió la cabeza.

—¿Y tu tía Elsie podría darnos los muebles que necesitáramos?

—Sí, todo lo que necesitemos —dijo ella—. Si es eso lo que quieres: que nos quedemos. Yo no voy a presionarte. Estamos a tiempo de dejarlo. No hemos perdido nada.

En la cocina encontraron un hornillo de leña y un colchón pegado a una de las paredes. De nuevo en la sala de estar, Harry miró a su alrededor y dijo:

—Creí que había una chimenea.

—Nunca te he dicho que hubiera chimenea.

—Pues tenía esa idea, no sé por qué… Y tampoco hay puntos de luz —dijo al cabo de un momento—. O sea… ¡que no hay electricidad!

—Ni retrete —dijo ella.

Harry se humedeció los labios.

—Bien —dijo, volviéndose para examinar algo en un rincón—. Supongo que podríamos arreglar uno de estos cuartos y poner una bañera y demás, y pagar a alguien para que hiciera la fontanería. Pero la electricidad es otra cosa, ¿no te parece? O sea: encaremos todo esto, cada cosa a su tiempo. Primero una cosa y después otra, ¿de acuerdo? ¿No crees? No dejemos… no dejemos que nada de esto nos desanime, ¿de acuerdo?

—Me gustaría que ahora te callaras un poco —dijo ella.

Se dio la vuelta y salió de la casa.

Instantes después él bajó de un salto los escalones y aspiró el aire, y ambos encendieron sendos cigarrillos. Una bandada de cuervos se alzó al fondo de
un prado y se internó lenta y silenciosamente en los bosques.

Fueron hacia el establo, y en el camino se detuvieron para inspeccionar los manzanos marchitos. Harry partió una pequeña rama seca y se puso a darle vueltas y vueltas en la mano; ella, entretanto, permaneció a su lado fumando. Era un lugar apacible, más o menos atractivo, y Harry pensó que era agradable que algo permanente, realmente permanente, pudiera pertenecerle. Sintió que lo invadía una súbita ternura por aquel pequeño huerto.

—Habría que hacer que volviera a dar fruto —dijo—. Al fin y al cabo, sólo necesita agua y cuidarlo un poco.

Se imaginó a sí mismo saliendo de la casa con un cesto de mimbre y recogiendo grandes manzanas rojas, aún húmedas del rocío de la mañana, y se dio cuenta de que la idea le resultaba atractiva.

Al acercarse al establo se sentía un tanto alegre. Examinó brevemente las viejas placas de matrícula clavadas en la puerta. Placas verdes, amarillas y blancas del estado de Washington, oxidadas todas ellas:

1922-23-24-25-26-27-28-29-34-36-37-40-41-1949. Estudió detenidamente las fechas, como si su secuencia fuera capaz de revelarle alguna clave. Quitó el pasador de madera y empujó la pesada puerta hasta que consiguió abrirla. El aire, dentro, olía a deshabitado. Pero pensó que no era un olor desagradable.

—Aquí en invierno llueve muchísimo —dijo ella—. No recuerdo que nunca hiciera este calor en junio. —El sol se colaba por las grietas del tejado—. Una vez papá mató un ciervo fuera de temporada. Yo tenía… no sé, unos ocho o nueve años, algo así. —Se volvió hacia él, que se había parado cerca de la puerta para mirar un viejo arnés que colgaba de un clavo—. Papá estaba aquí en el establo con el ciervo cuando el guardabosques entró en el patio. Había anochecido. Mamá me envió aquí en busca de papá, y el guardabosques, un hombre grande y corpulento con sombrero, me siguió. En ese momento papá bajaba con un candil de ahí arriba, del altillo. Y habló con el guarda unos minutos. El ciervo estaba allí colgado, pero el guarda no dijo nada. Le ofreció a papá un poco de tabaco de mascar, pero papá no quiso aceptarlo; nunca le había gustado y no iba a ponerse a mascar ahora por mucho que la situación lo aconsejara. Luego el guardabosques me dio un tirón de orejas y se fue. Pero no quiero pensar en esas cosas —añadió en seguida—. No he pensado en ellas desde hace años. No quiero ponerme a hacer comparaciones —dijo—. No —dijo. Dio un paso hacia atrás, sacudiendo la cabeza—. No voy a llorar. Sé que suena melodramático, incluso estúpido, y perdona que parezca melodramática y estúpida. Pero la verdad, Harry, es que… —Sacudió de nuevo la cabeza—. No sé… Puede que venir aquí haya sido un error. Veo que te ha decepcionado.

—No lo sabes —dijo él.

—No, es cierto. No lo sé —dijo ella—. Lo siento, no estoy tratando de influirte ni en un sentido ni en otro. Pero no creo que quieras quedarte.

¿Quieres quedarte?

Harry se encogió de hombros.

Sacó un cigarrillo. Emily se lo cogió de las manos, lo alzó y esperó a que Harry encendiera una cerilla, a que la mirara a los ojos por encima de la llama.

—Cuando era pequeña —siguió—, quería llegar a artista de circo. No quería ser enfermera ni maestra. Ni pintora. Entonces no quería ser pintora. Quería ser Emily Horner, Funámbula. Era como una obsesión. Solía practicar aquí en el establo, caminando sobre las vigas. Sobre esa viga grande ahí arriba. Anduve por encima de ella cientos de veces. —Empezó a decir algo más, pero dio unas chupadas al cigarrillo y lo apagó con el talón, pisándolo meticulosamente contra la tierra.

Harry oyó el canto de un pájaro fuera del establo, y luego el ruido de algo que se escabullía a la carrera por encima de las tablas del altillo. Emily pasó junto a él, salió a la luz del exterior y echó a andar entre las altas matas en dirección a
la casa.

—¿Qué vas a hacer, Emily? —le gritó Harry a su espalda.

Emily se paró, y esperó a que Henry se acercara.

—Seguir viva —dijo. Luego sacudió la cabeza y esbozó una débil sonrisa. Tocó el brazo de Harry—. Dios, supongo que estamos metidos en un lío, ¿no? Eso es todo lo que se me ocurre decir, Harry.

—Tenemos que decidirnos —dijo él, sin saber a ciencia cierta a qué se refería.

—Tú decides, Harry. Si es que no lo has decidido ya. Es tu decisión. Por mí me marcharía ahora mismo si ello te facilita las cosas. Nos quedamos con tía Elsie un día o dos y nos volvemos a casa. ¿Te parece? Pero dame un pitillo, ¿quieres? Voy hasta la casa.

Harry se acercó más a ella y pensó que quizá deberían abrazarse. Él lo deseaba. Pero ella no se movió; se limitó a mirarle con fijeza, así que él le tocó la nariz con el dedo índice y le dijo:

—Hasta dentro de un rato, entonces.

 

Vio cómo se alejaba. Miró el reloj, se volvió y echó a andar despacio entre la hierba en dirección a los árboles. La hierba le llegaba a las rodillas. Instantes antes de adentrarse en el bosque, en el punto en que la hierba empezaba a esparcirse, dio con una especie de sendero. Se frotó el hueso de la nariz, debajo del puente de las gafas oscuras, miró hacia atrás, hacia la casa y el establo, y siguió andando despacio. Una nube de mosquitos se desplazaba junto a su cabeza. Se detuvo para encender un cigarrillo. Dio un manotazo a los mosquitos. Volvió a mirar hacia atrás, pero no pudo ver ni la casa ni el establo. Se quedó allí fumando, y empezó a sentir el silencio que anidaba en la hierba, en los árboles, en las sombras de más allá, al fondo del bosque. ¿No era aquello lo que había anhelado? Siguió andando, y empezó a buscar dónde sentarse.

Encendió otro cigarrillo y se apoyó contra un árbol. Se agachó y cogió unos trocitos de corteza de la tierra blanda que había bajo sus pies. Siguió fumando. Recordó el volumen de obras de teatro de Ghelderode que descansaba en el asiento trasero del coche, encima de las demás cosas, y luego recordó algunas de las pequeñas poblaciones que habían dejado atrás aquella mañana: Ferndale, Lynden, Custer, Nooksack. Y de pronto recordó el colchón que había visto en la cocina. Y comprendió que le daba miedo. Trató de imaginar a Emily caminando sobre la gran viga del establo. Pero también aquello le asustaba. Siguió fumando. En realidad, pensándolo bien, se sentía muy tranquilo. No iba a quedarse en aquel lugar —lo sabía—, pero el saberlo ya no le molestaba. Le complacía conocerse tan bien a sí mismo. Iba a sentirse bien luego, decidió. Sólo tenía treinta y un años. No era tan viejo. De momento, estaba en un lío. Lo admitía. Al fin y al cabo, razonó, aquello era la vida, ¿no? Apagó el cigarrillo. Y al poco encendió otro.

Al dar la vuelta a una esquina de la casa la vio haciendo una rueda. Tomó tierra con un golpe sordo, ligeramente encogida, y entonces le vio.

—¡Eh! —gritó, sonriendo con solemnidad.

Se alzó sobre las eminencias metatarsianas, con los brazos en alto a ambos lados de la cabeza y se lanzó hacia adelante. Ejecutó dos volteretas más mientras él la miraba, y luego le dijo:

—¿Qué te parece esto?

Se dejó caer con suavidad sobre las manos, logró ponerse en equilibrio e inició un trémulo y vacilante avance en dirección a Harry. Con la cara congestionada y la blusa colgándole sobre la barbilla y agitando enloquecidamente las piernas, avanzó hacia él.

—¿Lo has decidido ya? —dijo, sin aliento.

Harry asintió con la cabeza.

—¿Y? —dijo ella. Se dejó caer sobre el hombro y rodó hasta quedar de espaldas, protegiéndose los ojos del sol con un brazo como en ademán de dejar al descubierto sus pechos.

Y luego dijo:

—Harry.

Harry se disponía a encender un cigarrillo con la última cerilla cuando de pronto le empezaron a temblar las manos. La cerilla se apagó, y él se quedó con la caja de cerillas vacía y el cigarrillo en las manos, mirando fijamente hacia la vasta arboleda que se extendía al fondo de la radiante pradera.

—Harry, tenemos que amarnos —dijo—. Lo que tendremos que hacer es sólo amarnos —dijo.

 

 

 

 

raymond carver

 

will you please be quiet, please?

 

 

 

 

how about this?

 

 

 

 

All the optimism that had colored his flight from the city was gone now, had vanished the evening of the first day, as they drove north through the dark stands of redwood. Now, the rolling pasture land, the cows, the isolated farmhouses of western Washington seemed to hold out nothing for him, nothing he really wanted. He had expected something different. He drove on and on with a rising sense of hopelessness and outrage.

He kept the car at fifty, all that the road allowed. Sweat stood on his forehead and over his upper lip, and there was a sharp heady odor of clover in the air all around them. The land began to change; the highway dipped suddenly, crossed a culvert, rose again, and then the asphalt ran out and he was holding the car on a country dirt road, “an astonishing trail of dust rising behind them. As they passed the ancient burned-out foundation of a house set back among some maple trees, Emily removed her dark glasses and leaned forward, staring.

“That is the old Owens place,” she said. “He and Dad were friends. He kept a still in his attic and had a big team of dray horses he used to enter in all the fairs. He died with a ruptured appendix when I was about ten years old. The house burned down a year later at Christmas. They moved to Bremerton after that.”

“Is that so?” he said. “Christmas.” Then: “Do I turn right or left here? Emily?
Right or left?”

“Left,” she said. “Left.”

She put on her glasses again, only to take them off a moment later. “Stay on this road, Harry, until you come to another crossroad. Then right. Only a little farther then.” She smoked steadily, one cigaret after the other, was silent now as she looked out at the cleared fields, at the isolated stands of fir trees, at the occasional weathered house.

He shifted down, turned right. The road began to drop gradually into a lightly wooded valley. Far ahead—Canada, he supposed—he could see a range of mountains and behind those mountains a darker, still higher range.

“There’s a little road,” she said, “at the bottom. That’s the road.”

He turned carefully and drove down the rutted track road slowly, waiting for the first sign of the house. Emily sat next to him, edgy, he could see, smoking again, also waiting for the first glimpse. He blinked his eyes as low shaggy branches slapped the windshield. She leaned forward slightly and touched her hand to his leg. “Now,” she said. He slowed almost to a stop, drove through a tiny clear puddle of a stream that came out of the high grass on his left, then into a mass of dogwood that fingered and scraped the length of the car as the little road climbed. “There it is,” she said, moving her hand from his leg.

After the first unsettling glance, he kept his eyes on the road. He looked at the house again after he had brought the car to a stop near the front door. Then he licked his lips, turned to her, and tried to smile.

“Well, we’re here,” he said.

She was looking at him, not looking at the house at all.

Harry had always lived in cities—San Francisco for the last three years, and, before that, Los Angeles, Chicago, and New York. But for a long time he had wanted to move to the country, somewhere in the country. At first he wasn’t too clear about where he wanted to go; he just knew he wanted to leave the city to try to start over again. A simpler life was what he had in mind, just the essentials, he said. He was thirty-two years old and was a writer in a way, but he was also an actor and a musician. He played the saxophone, performed occasionally with the Bay City Players, and was writing a first novel. He had been writing the novel since the time he lived in New “York. One bleak Sunday afternoon in March, when he had again started talking about a change, a more honest life somewhere in the country, she’d mentioned, jokingly at first, her father’s deserted place in the northwestern part of Washington.

“My God,” Harry had said, “you wouldn’t mind? Roughing it, I mean? Living in the country like that?”

“I was born there,” she said, laughing. “Remember? I’ve lived in the country. It’s all right. It has advantages. I could live there again. I don’t know about you, though, Harry. If it’d be good for you.”

She kept looking at him, serious now. He felt lately that she was always looking at him.

“You wouldn’t regret it?” he said. “Giving up things here?”

“I wouldn’t be giving up much, would I, Harry?” She shrugged. “But I’m not going to encourage the idea, Harry.”

“Could you paint up there?” he asked.”

“I can paint anywhere,” she said. “And there’s Bellingham,” she said. “There’s a college there. Or else Vancouver or Seattle.” She kept watching him. She sat on a stool in front of a shadowy half-finished portrait of a man and woman and rolled two paintbrushes back and forth in her hand.

That was three months ago. They had talked about it and talked about it and now they were here.

He rapped on the walls near the front door. “Solid. A solid foundation. If you have a solid foundation, that’s the main thing.” He avoided looking at her. She was shrewd and might have read something from his eyes.

“I told you not to expect too much,” she said.

“Yes, you did. I distinctly remember,” he said, still not looking at her. He gave the bare board another rap with his knuckles and moved over beside her. His sleeves were rolled in the damp afternoon heat, and he was wearing white jeans and sandals. “Quiet, isn’t it?”

“A lot different from the city.”

“God, yes … Pretty up here, too.” He tried to smile. “Needs a little work, that’s all. A little work. It’ll be a good place if we want to stay. Neighbors won’t bother us, anyway.”

“We had neighbors here when I was a little girl,” she said. “You had to drive to see them, but they were neighbors.”

The door opened at an angle. The top hinge was loose: nothing much, Harry judged. They moved slowly from room to room. He tried to cover his disappointment. Twice he knocked on the walls and said, “Solid.” Or, “They don’t make houses like this any more. You can do a lot with a house like this.”

She stopped in front of a large room and drew a long breath.

“Yours?”

She shook her head.

“And we could get the necessary furniture we need from your Aunt Elsie?”

“Yes, whatever we need,” she said. “That is, if it’s what we want, to stay here. I’m not pushing. It’s not too late to go back. There’s nothing lost.”

In the kitchen they found a wood stove and a mattress pushed against one wall. In the living room again, he looked around and said, “I thought it’d have a fireplace.”

“I never said it had a fireplace.”

“I just had the impression for some reason it would have one … No outlets, either,” he said a moment later. Then: “No electricity!”

“Toilet, either,” she said.

He wet his lips. “Well,” he said, turning away to examine something in the corner, “I guess we could fix up one of these rooms with a tub and all, and get someone to do the plumbing work. But electricity is something else, isn’t it? I mean, let’s face all these things when we come to them. One thing at a time, right? Don’t you think? Let’s … let’s not let any of it get us down, okay?”

“I wish you’d just be quiet,” she said.

She turned and went outside.

He jumped down the steps a minute later and drew a breath of air and they both lighted cigarets. A flock of crows got up at the far end of the meadow and flew slowly and silently into the woods.

They walked toward the barn, stopping to inspect the withered apple trees. He broke off one of the small dry branches, turned it over and over in his hands while she stood beside him and smoked a cigaret. It was peaceful, more or less appealing country, and he thought it pleasant to feel that something permanent, really permanent, might belong to him. He was taken by a sudden affection for the little orchard.

“Get these bearing again,” he said. “Just need water and some looking after’s all.” He could see himself coming out of the house with a wicker basket and pulling down large red apples, still wet with the morning’s dew, and he understood that the idea was attractive to him.

He felt a little cheered as they approached the barn. He examined briefly the old license plates nailed to the door. Green, yellow, white plates from the state of Washington, rusted now, 1922​-​23​-​24​-​25​-​26​-​27​-​28​-​29​-​34​-​36​-​37​-​40​-​41​-​1949; he studied the dates as if he thought their sequence might disclose a code. He threw the wooden latch and pulled and pushed at the heavy door until it swung open. The air inside smelled unused. But he believed it was not an unpleasant smell.

“It rains a lot here in the winter,” she said. “I don’t remember it ever being this hot in June.” Sunlight stuck down through the splits in the roof. “Once Dad shot a deer out of season. I was about—I don’t know—eight or nine, around in there.” She turned to him as he stood stopped near the door to look at an old harness that hung from a nail. “Dad was down here in the barn with the deer when the game warden drove into the yard. It was dark. Mother sent me down here for Dad, and the game warden, a big heavyset man with a hat, followed me. Dad was carrying a lamp, just coming down from the loft. He and the game warden talked a few minutes. The deer was hanging there, but the game warden didn’t say anything. He offered Dad a chew of tobacco, but Dad refused—he never had liked it and wouldn’t take any even then. Then the game warden pulled my ear and left. But I don’t want to think about any of that,” she added quickly. “I haven’t thought about things like that in years. I don’t want to make comparisons,” she said. “No,” she said. She stepped back, shaking her head. “I’m not going to cry. I know that sounds melodramatic and just plain stupid, and I’m sorry for sounding melodramatic and stupid. But the truth is, Harry …” She shook her head again. “I don’t know. Maybe coming back here was a mistake. I can feel your disappointment.”

“You don’t know,” he said.

“No, that’s right, I don’t know,” she said. “And I’m sorry, I’m really not meaning to try to influence you one way or the other. But I don’t think you want to stay. Do you?”

He shrugged.

He took out a cigaret. She took it from him and held it, waiting for a match, waiting for his eyes to meet hers over the match.

“When I was little,” she went on, “I wanted to be in a circus when I grew up. I didn’t want to be a nurse or a teacher. Or a painter. I didn’t want to be a painter then. I wanted to be Emily Horner, High-Wire Artist. It was a big thing with me. I used to practice down here in the barn, walking the rafters. That big rafter up there, I walked that hundreds of times.” She started to say something else, but puffed her cigaret and put it out under her heel, tamping it down carefully into the dirt.

Outside the barn he could hear a bird calling, and then he heard a scurrying sound over the boards up in the loft. She walked past him, out into the light, and started slowly through the deep grass toward the house.

“What are we going to do, Emily?” he called after her.

She stopped, and he came up beside her.

“Stay alive,” she said. Then she shook her head and smiled faintly. She touched his arm.

“Jesus, I guess we are in kind of a spot, aren’t we? But that’s all I can say, Harry.”

“We’ve got to decide,” he said, not really knowing what he meant.

“You decide, Harry, if you haven’t already. It’s your decision. I’d just as soon go back if that makes it any easier for you. We’ll stay with Aunt Elsie a day or two and then go back. All right? But give me a cigaret, will you? I’m going up to the house.”

He moved closer to her then and thought they might embrace. He wanted to. But she did not move; she only looked at him steadily, and so he touched her on the nose with his forefinger and said, “I’ll see you in a little while.”

He watched her go. He looked at his watch, turned, and walked slowly down the pasture toward the woods. The grass came up to his knees. Just before he entered the woods, as the grass began to thin out, he found a sort of path. He rubbed the bridge of his nose under his dark glasses, looked back at the house and the barn, and continued on, slowly. A cloud of mosquitoes moved with his head as he walked. He stopped to light a cigaret. He brushed at the mosquitoes. He looked back again, but now he could not see the house or barn. He stood there smoking, beginning to feel the silence that lay in the grass and in the trees and in the shadows farther back in the trees. Wasn’t this what he’d longed for? He walked on, looking for a place to sit.

He lighted another cigaret and leaned against a tree. He picked up some wood chips from the soft dirt between his legs. He smoked. He remembered a volume of plays by Ghelderode lying on top of the things in the back seat of the car, and then he recalled some of the little towns they had driven through that morning—Ferndale, Lynden, Custer, Nooksack. He suddenly recalled the mattress in the kitchen. He understood that it made him afraid. He tried to imagine Emily walking the big rafter in the barn. But that made him afraid too. He smoked. He felt very calm really, all things considered. He wasn’t going to stay here, he knew that, but it didn’t upset him to know that now. He was pleased he knew himself so well. He would be all right, he decided. He was only thirty-two. Not so old. He was, for the moment, in a spot, He could admit that. After all, he considered, that was life, wasn’t it? He put out the cigaret. In a little while he lit another one.

As he rounded a corner of the house, he saw her completing a cartwheel. She landed with a light thump, slightly crouched, and then she saw him.

“Hey!” she yelled, grinning gravely.

She raised herself onto the balls of her feet, arms out to the sides over her head, and then pitched forward. She turned two more cartwheels while he watched, and then she called, “How about this!” She dropped lightly onto her hands and, getting her balance, began a shaky hesitant movement in his direction. Face flushed, blouse hanging over her chin, legs waving insanely, she advanced on him.

“Have you decided?” she said, quite breathless.

He nodded.

“So?” she said. She let herself fall against her shoulder and rolled onto her back, covering her eyes from the sun with an arm as if to uncover her breasts.

She said, “Harry.”

He was reaching to light a cigaret with his last match when his hands began to tremble. The match went out, and he stood there holding the empty matchbook and the cigaret, staring at the vast expanse of trees at the end of the bright meadow.

“Harry, we have to love each other,” she said. “We’ll just have to love each other,” she said.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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