h.h. munro [saki]

 

beasts and super-beasts

 

laura

 

 

 

saki
cuentos de humor negro
1993
traducción: carlos josé restrepo

 

 

 

laura

 

 

—No te estarás muriendo de verdad, ¿eh? —preguntó Amanda.

—El doctor me dio permiso de vivir hasta el martes —dijo Laura.

—¡Pero si hoy es sábado! ¡La cosa es grave! —dijo Amanda, con la boca abierta.

—No sé si sea grave; lo que si es cierto es que hoy es sábado —dijo Laura.

—La muerte siempre es grave —dijo Amanda.

—Nunca dije que me iba a morir. Se presume que voy a dejar de ser Laura, pero pasaré a ser otra cosa. Alguna clase de animal, me figuro. Mira: cuando una no ha sido muy buena en la vida que acaba de vivir, reencarna en algún organismo inferior. Y yo no he sido muy buena, si a eso vamos. He sido ruin, mezquina, vengativa y todas esas cosas, cuando las circunstancias así me lo exigieron.

—Las circunstancias nunca exigen ese tipo de cosas —se apresuró a decir Amanda.

—Perdóname que te lo diga —observó Laura—, pero Egbert es una circunstancia que exigiría cualquier cantidad de esa clase de cosas. Tú estás casada con él… eso es otra historia. Tú juraste amarlo, honrarlo y soportarlo; yo no.

—¡No veo qué pueda tener de malo Egbert! —protestó Amanda.

—¡Cómo no! La maldad fue toda mía —admitió Laura desapasionadamente—. Él ha sido tan sólo una circunstancia atenuante. Por ejemplo, el otro día armó un alboroto de malas pulgas cuando saqué a pasear los cachorros collies de la granja.

—Persiguieron las pollitas Sussex saraviadas y espantaron a dos gallinas cluecas de los nidos, fuera de que pisotearon los cuadros de flores. Y tú sabes cuánta dedicación les pone a sus aves de corral y a su jardín.

—De todas maneras no había necesidad de que remachara toda la bendita tarde al respecto, ni de que dijera «No se hable más de eso» cuando yo ya empezaba a sacarle gusto a la discusión. Ahí fue cuando salí con una de mis venganzas mezquinas —agregó Laura con una risita impenitente—: al otro día del episodio solté en sus semilleros a la familia entera de las saraviadas.

—¡Cómo pudiste hacerlo! —exclamó Amanda.

—Resultó muy fácil —dijo Laura—. Dos gallinas se hicieron las que estaban poniendo, pero yo me mostré firme.

—¡Y nosotros creyendo que fue un accidente!

—Como ves —prosiguió Laura—, en realidad tengo razones para suponer que mi próxima encarnación será en un organismo inferior. Seré alguna clase de animal. Por otro lado, tampoco he sido tan horrible, así que a lo mejor puedo contar con que voy a ser un animal agradable, algo elegante y lleno de vida, amigo de la diversión. Una nutria, tal vez.

—No puedo imaginarte haciendo de nutria —dijo Amanda.

—Bueno, me figuro que no puedes imaginarme haciendo de ángel, si a eso vamos —dijo Laura.

Amanda guardó silencio. No podía.

—Por mi parte, creo que la vida de una nutria sería bastante agradable —continuó Laura—: salmón para comer el año entero y el gusto de poder buscar las truchas en su propia casa, sin tener que esperar horas enteras a que se dignen morder la mosca que una les ha estado columpiando en la cara; y una figura elegante y esbelta…

—Piensa en los perros que las cazan —la interrumpió Amanda—. ¡Qué horrible que la rastreen a una y la acosen y acaben destrozándola!

—Bastante divertido, si la mitad del vecindario está mirando; y en todo caso no es peor que este asunto de morir poco a poco entre sábado y martes. Además, después pasaría a ser otra cosa. Si hubiera sido una nutria regularmente buena, supongo que recobraría alguna forma humana; probablemente algo más bien primitivo… la de un morenito egipcio casi en cueros, me figuro.

—Ojalá te pusieras seria —suspiró Amanda—. De veras deberías hacerlo, si es que sólo vas a vivir hasta el martes.

En realidad, Laura murió el lunes.

“—¡Qué terrible trastorno! —se quejó Amanda a su tío político, sir Lulworth Quayne—. Tengo invitadas un montón de personas a pescar y jugar golf, y los rododendros están precisamente en su mejor momento.

—Laura fue siempre una desconsiderada —dijo sir Lulworth—. Nació en plena temporada ecuestre, con un embajador que odiaba los bebés hospedado en la casa.

—Se le ocurrían las cosas más disparatadas —dijo Amanda—. ¿Sabes de casos de locura en su familia?

—¿Locura? No. Que yo sepa, nunca. Su padre vive en West Kensington, pero creo que es cuerdo en todo lo demás.

—Ella tenía la idea de que iba a reencarnar en una nutria —dijo Amanda.

—Uno se topa estas ideas sobre la reencarnación con tanta frecuencia, incluso en Occidente —dijo sir Lulworth—, que no se atrevería a afirmar que son disparatadas. Y Laura fue una persona tan impredecible en esta vida, que no me gustaría sentar reglas precisas sobre lo que podría estar haciendo en un estado ulterior.

—¿Crees que de veras puede haber pasado a ser un animal? —preguntó Amanda, que era una de esas personas bastante prontas a moldear sus opiniones a partir de los puntos de vista de quienes la rodeaban.

Justo en ese momento Egbert entró al comedor matinal, con un aire luctuoso que el deceso de Laura no alcanzaría a explicar por sí solo.

—¡Mataron a cuatro de mis Sussex saraviadas! —exclamó—. Las mismísimas cuatro que iban para la exhibición del viernes. A una la arrastraron y se la comieron precisamente en la mitad del nuevo cuadro de claveles en el que puse tanto empeño y dinero. ¡Mis mejores gallinas y mis mejores flores, escogidas “para la destrucción! Casi parece que el animal culpable de ese acto supiera cómo hacer el máximo de daño en el mínimo de tiempo.

—¿Crees que fue una zorra? —preguntó Amanda.

—Más parece cosa de un hurón —dijo sir Lulworth.

—No —dijo Egbert—; había huellas de patas palmeadas por todas partes, y seguimos el rastro hasta el arroyo al fondo del jardín: una nutria, evidentemente.

Amanda le lanzó una mirada de reojo a sir Lulworth.

Egbert estaba demasiado agitado para desayunar, y se marchó a supervisar el refuerzo de las defensas de los gallineros.

—Por lo menos debería haber esperado a que terminaran los funerales —dijo Amanda, con voz indignada.

—Comprende que se trata de sus propios funerales —dijo sir Lulworth—. Es un sutil punto de etiqueta determinar hasta dónde debe uno mostrar respeto por sus propios restos mortales.

Al día siguiente, el irrespeto a las convenciones mortuorias fue llevado más lejos. Durante la ausencia de la familia en las exequias ocurrió la masacre de las restantes Sussex saraviadas. La línea de retirada del merodeador parecía haber cubierto la mayoría de los cuadros de flores en el prado, pero las eras de fresas en la parte de abajo del jardín también se habían visto afectadas.

—Voy a hacer que traigan a los perros tan pronto como sea posible —dijo Egbert, ferozmente.

—¡De ninguna manera! ¡Ni se te ocurra hacerlo! —exclamó Amanda—. Quiero decir, no sería bien visto, tan enseguida de un luto en la casa.

—Es un caso de urgencia —dijo Egbert—. Cuando una nutria se ceba en estas cosas, ya no para.

—A lo mejor se vaya a otra parte ahora que no quedan más gallinas —insinuó Amanda.

—Se diría que quieres proteger a esa alimaña —dijo Egbert.

—El arroyo ha estado muy seco últimamente —objetó Amanda—. No parece muy deportivo cazar un animal cuando tiene tan poca oportunidad de refugiarse.

—¡Por Dios! —estalló Egbert—. No estoy hablando de deporte. Quiero exterminar a ese animal tan pronto como sea posible.

La propia oposición de Amanda se atenuó cuando, a la hora del servicio religioso del domingo siguiente, la nutria se abrió paso hasta la casa, hurtó medio salmón de la despensa y dejó un ripio de escamas sobre la alfombra persa del estudio de Egbert.

—Dentro de poco la tendremos escondida debajo de las camas, ruñéndonos los pies a pedacitos —dijo Egbert.

Y por lo que sabía Amanda de esa nutria en particular, la posibilidad no era muy remota.

La víspera del día fijado para la cacería, Amanda se paseó a solas durante una hora por las orillas del arroyo, haciendo lo que se imaginaba eran ruidos de jauría. Quienes oyeron su actuación supusieron caritativamente que practicaba imitaciones de sonidos de corral para la venidera feria del pueblo.

Su amiga y vecina Aurora Burret se encargó de llevarle noticias sobre la jornada venatoria.
—Es una lástima que no hayas salido; el día estuvo muy productivo. La encontramos de inmediato, en el charco del fondo del jardín.

—Y… ¿la mataron? —preguntó Amanda.

—¡Cómo no! Una espléndida hembra. Le dio un feo mordisco a tu marido mientras trataba de agarrarla por la cola. ¡Pobre animal! Me compadecí mucho de ella. ¡Tenía una mirada tan humana en los ojos cuando la mataron! Dirás que soy una tonta, pero ¿sabes a quién me recordó esa mirada? Pero, querida, ¿qué te pasa?

Cuando Amanda se hubo recobrado algo de la postración nerviosa, Egbert la llevó a curarse al valle del Nilo. El cambio de horizontes trajo pronto la deseada recuperación de la salud y el equilibrio mental. Las escapadas de una nutria aventurera en busca de un cambio de régimen alimenticio fueron vistas en la correcta perspectiva. El temperamento normalmente plácido de Amanda se reafirmó. Ni siquiera el temporal de clamorosas maldiciones que venían del camarín de su esposo, en la voz de su esposo, pero muy alejadas de su vocabulario de costumbre, pudieron perturbar su calma mientras se acicalaba pausadamente una tarde en un hotel del Cairo.

—¿Qué sucede? ¿Qué pasó? —preguntó, entre divertida e intrigada.

—¡El animalito me tiró todas las camisas limpias en la tina! ¡Espera a que te agarre, so…!

—¿Qué animalito? —preguntó Amanda, reprimiendo las ganas de reír.
¡El lenguaje de Egbert era tan irremediablemente inadecuado para expresar sus sentimientos de indignación!

—Un morenito egipcio casi en cueros —farfulló Egbert.

Y ahora Amanda está gravemente enferma.

 

 

 

laura

 

You are not really dying, are you?» asked Amanda.
«I have the doctor’s permission to live till Tues-
day,» said Laura.

«But to-day is Saturday; this is serious!» gasped Amanda.
«I don’t know about it being serious; it is certainly Satur-
day,» said Laura.

«Death is always serious,» said Amanda.

«I never said I was going to die. I am presumably going
to leave off being Laura, but I shall go on being something.
An animal of some kind, I suppose. You see, when one
hasn’t been very good in the life one has just lived, one
reincarnates in some lower organism. And I haven’t been
very good, when one comes to think of it. I’ve been petty
and mean and vindictive and all that sort of thing when
circumstances have seemed to warrant it.»

«Circumstances never warrant that sort of thing,» said
Amanda hastily.

«If you don’t mind my saying so,» observed Laura, «Eg-
bert is a circumstance that would warrant any amount of
that sort of thing. You’re married to him that’s different;
you’ve sworn to love, honour, and endure him: I haven’t.»

«I don’t see what’s wrong with Egbert,» protested
Amanda.

«Oh, I daresay the wrongness has been on my part,»
admitted Laura dispassionately; «he has merely been the
extenuating circumstance. He made a thin, peevish kind
of fuss, for instance, when I took the collie puppies from
the farm out for a run the other day.»

«They chased his young broods of speckled Sussex and
drove two sitting hens off their nests, besides running all
over the flower beds. You know how devoted he is to his
poultry and garden.»

«Anyhow, he needn’t have gone on about it for the entire
evening and then have said, ‘Let’s say no more about it’
just when I was beginning to enjoy the discussion. That’s
where one of my petty vindictive revenges came in,»
added Laura with an unrepentant chuckle; «I turned the
entire family of speckled Sussex into his seedling shed the
day after the puppy episode.»

«How could you?» exclaimed Amanda.

«It came quite easy,» said Laura; «two of the hens pre-
tended to be laying at the time, but I was firm.»

«And we thought it was an accident!»

«You see,» resumed Laura, «I really have some grounds
for supposing that my next incarnation will be in a lower
organism. I shall be an animal of some kind. On the other
hand, I haven’t been a bad sort in my way, so I think I may
count on being a nice animal, something elegant and
lively, with a love of fun. An otter, perhaps.

«I can’t imagine you as an otter,» said Amanda.

«Well, I don’t suppose you can imagine me as an angel, if
it comes to that,» said Laura.

Amanda was silent. She couldn’t.

«Personally I think an otter life would be rather enjoy-
able,» continued Laura; «salmon to eat all the year round,
and the satisfaction of being able to fetch the trout in their
own homes without having to wait for hours till they
condescend to rise to the fly you’ve been dangling before
them; and an elegant svelte figure—»

«Think of the otter hounds,» interposed Amanda; «how
dreadful to be hunted and harried and finally worried to
death!»

«Rather fun with half the neighbourhood looking on,
and anyhow not worse than this Saturday-to-Tuesday
business of dying by inches; and then I should go on into
something else. If I had been a moderately good otter I
suppose I should get back into human shape of some sort;
probably something rather primitive a little brown, un-
clothed Nubian boy, I should think.»

«I wish you would be serious,» sighed Amanda; «you
really ought to be if you’re only going to live till Tuesday.»
As a matter of fact Laura died on Monday.

«So dreadfully upsetting,» Amanda complained to her
uncle-in-law, Sir Lulworth Quayne. «I’ve asked quite a lot
of people down for golf and fishing, and the rhododen-
drons are just looking their best.»

«Laura always was inconsiderate,» said Sir Lulworth;
«she was born during Goodwood week, with an Ambas-
sador staying in the house who hated babies.»

«She had the maddest kind of ideas,» said Amanda; «do
you know if there was any insanity in her family?»

«Insanity? No, I never heard of any. Her father lives
in West Kensington, but I believe he’s sane on all other
subjects.»

«She had an idea that she was going to be reincarnated
as an otter,» said Amanda.

«One meets with those ideas of reincarnation so fre-
quently, even in the West,» said Sir Lulworth, «that one
can hardly set them down as being mad. And Laura was
such an unaccountable person in this life that I should
not like to lay down definite rules as to what she might be
doing in an after state.»

«You think she really might have passed into some
animal form?» asked Amanda. She was one of those who
shape their opinions rather readily from the standpoint of
those around them.

Just then Egbert entered the breakfast-room, wearing
an air of bereavement that Laura’s demise would have
been insufficient, in itself, to account for.

«Four of my speckled Sussex have been killed,» he
exclaimed; «the very four that were to go to the show on
Friday. One of them was dragged away and eaten right
in the middle of that new carnation bed that I’ve been to
such trouble and expense over. My best flower bed and my
best fowls singled out for destruction; it almost seems as
if the brute that did the deed had special knowledge how
to be as devastating as possible in a short space of time.»

«Was it a fox, do you think?» asked Amanda.

«Sounds more like a polecat,» said Sir Lulworth.

«No,» said Egbert, «there were marks of webbed feet all
over the place, and we followed the tracks down to the
stream at the bottom of the garden; evidently an otter.»
Amanda looked quickly and furtively across at Sir
Lulworth.

Egbert was too agitated to eat any breakfast, and went
out to superintend the strengthening of the poultry yard
defences.

«I think she might at least have waited till the funeral
was over,» said Amanda in a scandalised voice.

«It’s her own funeral, you know,» said Sir Lulworth; «it’s
a nice point in etiquette how far one ought to show re-
spect to one’s own mortal remains.»

Disregard for mortuary convention was carried to
further lengths next day; during the absence of the family
at the funeral ceremony the remaining survivors of the
speckled Sussex were massacred. The marauder’s line of
retreat seemed to have embraced most of the flower beds
on the lawn, but the strawberry beds in the lower garden
had also suffered.

«I shall get the otter hounds to come here at the earliest
possible moment,» said Egbert savagely.

«On no account! You can’t dream of such a thing!»
exclaimed Amanda. «I mean, it wouldn’t do, so soon after
a funeral in the house.»

«It’s a case of necessity,» said Egbert; «once an otter takes
to that sort of thing it won’t stop.»

«Perhaps it will go elsewhere now there are no more
fowls left,» suggested Amanda.

«One would think you wanted to shield the beast,» said
Egbert.

«There’s been so little water in the stream lately,»
objected Amanda; «it seems hardly sporting to hunt
an animal when it has so little chance of taking refuge
anywhere.»

«Good gracious!» fumed Egbert, «I’m not thinking about
sport. I want to have the animal killed as soon as possible.»
Even Amanda’s opposition weakened when, during
church time on the following Sunday, the otter made its
way into the house, raided half a salmon from the larder
and worried it into scaly fragments on the Persian rug in
Egbert’s studio.

«We shall have it hiding under our beds and biting
pieces out of our feet before long,» said Egbert, and from
what Amanda knew of this particular otter she felt that
the possibility was not a remote one.

On the evening preceding the day fixed for the hunt
Amanda spent a solitary hour walking by the banks of the
stream, making what she imagined to be hound noises.
It was charitably supposed by those who overheard her
performance, that she was practising for farmyard imita-
tions at the forth-coming village entertainment.

It was her friend and neighbour, Aurora Burret, who
brought her news of the day’s sport.

«Pity you weren’t out; we had quite a good day. We
found at once, in the pool just below your garden.»
«Did you—kill?» asked Amanda.

«Rather. A fine she-otter. Your husband got rather badly
bitten in trying to ‘tail it.’ Poor beast, I felt quite sorry for
it, it had such a human look in its eyes when it was killed.
Yo u ‘ l l call me silly, but do you know who the look re-
minded me of? My dear woman, what is the matter?»

When Amanda had recovered to a certain extent from
her attack of nervous prostration Egbert took her to
the Nile Valley to recuperate. Change of scene speedily
brought about the desired recovery of health and mental
balance. The escapades of an adventurous otter in search
of a variation of diet were viewed in their proper light.

Amanda’s normally placid temperament reasserted itself.

Even a hurricane of shouted curses, coming from her hus-
band’s dressing-room, in her husband’s voice, but hardly
in his usual vocabulary, failed to disturb her serenity as
she made a leisurely toilet one evening in a Cairo hotel.

«What is the matter? What has happened?» she asked in
amused curiosity.

«The little beast has thrown all my clean shirts into the
bath! Wait till I catch you, you little—»

«What little beast?» asked Amanda, suppressing a desire
to laugh; Egbert’s language was so hopelessly inadequate
to express his outraged feelings.

«A little beast of a naked brown Nubian boy,» spluttered
Egbert.

And now Amanda is seriously ill.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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