leonardo polo:
modalidades del tiempo humano:
arreglo, progreso y crecimiento
la persona humana y su crecimiento
madrid: rialp, 1996, pp. 95-111
Ortega dictaminaba la situación de su época con una frase: lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa.
Es una manía de los filósofos, desde Sócrates, no terminar de tratar las cuestiones; es claro que Ortega deja su
averiguación a medias; dice, en efecto, saber lo que pasa en tanto que lo ignora.
¿Qué es lo que nos pasa?
Es el tema del tiempo, más concretamente, de los modos de la temporalidad humana.
El primero es la reposición o el arreglo, restaurar lo que se estropea. Evita así el desgaste que el tiempo acarrea
para uno mismo y en las cosas con que hace su vida. El arreglo responde a la necesidad de prolongar
la existencia, y no es una actitud meramente pasiva; hace falta un esfuerzo para recomponer, para mantenerse
vivo, para no decaer o entrar en pérdida.
Uno ha de nutrirse, reponer fuerzas, y revocar fachadas. Pienso en la labor del servicio de limpieza; en los talleres
en que se reparan averías; en la reposición de generaciones y talentos; en los hospitales donde se cuida la salud.
En la empresaria el arreglo tiene una significación específica: es el capítulo de las amortizaciones.
La segunda actitud ante el tiempo es el progreso.
No toda nuestra energía se emplea en remediar desgastes; hay un sobrante que se usa para llegar a metas temporales
distintas del punto de partida. El progreso se basa en el ahorro, en la reserva de algunos recursos que dejan de
emplearse en una línea de tiempo, se retiran de ella y, a través de técnicas adecuadas, se vuelven a aplicar para dar
paso a otra línea de tiempo menos horizontal. Una realimentación positiva que permite una inflexión temporal, inaugurar
alguna dirección nueva.
El arreglo se caracteriza fundamentalmente por su repetición: su tiempo es circular; en cambio, el tiempo del progreso
permite abrir algo nuevo.
El gran agente, el desencadenador del progreso moderno es el capital.
El capital no es un dato estático, sino un proceso, a saber: la capitalización: una parte de lo producido no es un bien
de consumo, sino un factor de producción que se incorpora o renueva a los que ya se tenían. El capital hace posible,
por vez primera, desterrar la escasez crónica de bienes materiales, al menos en cierta medida. Sin embargo, el capital
no funciona por igual a escala planetaria, lo que da lugar a una falta de sincronía en la marcha de los pueblos, la
desincronización que introduce el tiempo del progreso, y esto produce paradojas en el tiempo histórico.
Hay que recordar también la virulencia con que el problema de la titularidad del capital se ha planteado desde la mitad
del siglo XIX. La razón de esto, si tomamos el tiempo como criterio, es muy sencilla. La diferenciación de grupos,
que la titularidad del proceso del capital entraña, da lugar a que los hombres vivan en distintas líneas temporales.
Algunos de ellos son los que marcan el paso; otros han de ajustarse a su ritmo desde fuera o se quedan al margen,
simplemente.
Esto descompensa las relaciones de poder, pues es claro que el control del tiempo más rápido es lo que asigna el dominio.
Quien imprime una pauta temporal, quien es capaz de dirigirla y complicar a otros en ella, ése es el que manda.
El problema del tiempo no compartido que lleva consigo el progreso moderno, es un problema humano y un problema social.
Pensemos también en la sospecha que se reedita repetidamente: tal vez el progreso se ha acabado y no hay futuro para
su peculiar temporalidad; el imperio de los arregladores puede llegar a ser universal.
La segunda característica del progreso es la previsión. Prever significa determinar por anticipado el porvenir en su novedad
misma. Ello implica un claro dominio y, a la vez, una acentuación del riesgo. Lo imprevisible aniquila el progreso: sin
previsión no hay tiempo progresivo. Por eso en él se da, sin ser ninguna paradoja, un aumento del riesgo. El vivir centrado
en el arreglo — el vivir anterior al progreso moderno — permite la incertidumbre porque no aspira a las inflexiones del tiempo;
pero no se puede decir lo mismo de la sociedad actual.
El desamparo de los que viven subordinados al tiempo que otros controlan, se siente con intensidad. Por esta razón es
explicable que el primer procedimiento ensayado sea una interrupción que ponga en peligro lo programado. Este es el
significado primario de la huelga.
La previsión se apoya en el saber. Pues, en efecto, tan sólo el saber puede desocultar el futuro. ¿De qué otro modo puede
el futuro anticiparse y conectarse con el presente antes de ocurrir de hecho si no es en la mente?
El problema del tiempo del progreso, tanto en el nivel personal como en el nivel social, es un problema de integración.
Este problema se desplaza en la medida en que es resuelto, pues es imposible que un problema que depende del tiempo
no se modifique. Sin embargo, el análisis social pasa por alto con frecuencia dicho desplazamiento.
Ciertos diagnósticos y terapéuticas persisten de modo inerte, lo que da lugar a curiosos espejismos: el problema se deja
de ver. Es una ceremonialización de las medidas resolutivas del problema social.
El desplazamiento de las coordenadas del problema social es el proceso de la desaparición del proletariado. Esta
desaparición se puede hacer de una doble manera: por un lado, se desproletariza por una extensión del consumo;
por otro lado, se desproletariza extendiendo el saber; o, en términos más amplios, la cultura superior. La integración
de los grupos sociales requiere el aumento de la clase media. Pero la virtualidad de ese aumento es incrementar la actividad
social.
Las ideas de rango superior, aquellas con las cuales cabe tomar decisiones acertadas, y enjuiciar situaciones complejas,
deben ser ofrecidas a todos.
Con el desnivel en el grado de participación en el poder se relaciona la existencia de dos tipos de cultura: la cultura superior
y la cultura de masas. Ambos tipos están en situación de mutua extrañeza. La cultura de masas no es una escasez o
penuria de conocimientos, sino — lo que es más grave — una información abundante pero degradada, en la que no influye
el saber riguroso.
La cultura de masas, cultura desintegrada, da lugar a un tipo humano instalado en la petulancia. El problema ajeno no
existe para él en absoluto. Al lado de esta incomunicación, la lucha de clases es un simple antecedente. Es un caso claro
de desplazamiento del problema social al interior del individuo.
Los modos de temporalidad que hemos esbozado —el arreglo y el progreso— no son los únicos.
Si se intenta reducirse a ellos puede acontecer una serie de sorpresas, que se pueden resumir en la oscilación
desconcertada entre arreglo y progreso. Tal vez empecemos a entender lo que nos pasa; hemos perdido el don de la
oportunidad. El empantanamiento de la política estriba en ello. Un arreglo a destiempo es un estropicio, una contradicción;
por ello la proliferación de arregladores es peligrosísima; recuérdese el cuento del boy-scout empeñado en
ayudar a una anciana contra su intención a cambiar de acera. Insisto: si no pudiéramos vivir el mundo más que
arreglando y progresando, sucumbiríamos ante la complejidad de la situación.
Hay un tercer modo de temporalidad vivida, al que corresponde propiamente el nombre de crecimiento.
Conviene distinguir progreso y crecimiento — se puede crecer sin progresar, y también al revés —, así como relacionar
el crecimiento y el arreglo: este último está al servicio de aquél. Prescindiendo del empleo impropio de la palabra
—la confusión de crecimiento y aumento—, todavía debemos señalar tipos de crecimiento de distinto rango. Para precisar
el asunto, procederemos a describir tres modalidades de vida creciente.
El primero es el crecimiento de los organismos pluricelulares, o más en concreto, de nuestro propio cuerpo.
Aceptaremos que este crecimiento presupone el llamado código genético. En su significación abstracta, el código
genético es una estructura, una forma, con valor regulador de procesos vitales, función que desempeña especialmente
duplicándose. Aristóteles fue el primero que formuló este tema con su noción de causa formal.
Aristóteles nos da una pista para la comprensión del crecimiento orgánico: la distinción entre reproducción y crecimiento.
Ambas son funciones propias de las naturalezas vivientes, el crecimiento es todavía más propio del viviente que la
reproducción; dicho de otro modo, son más altas las naturalezas en las que crecer es no sólo la condición necesaria de
la reproducción —la cual está al servicio de la especie— sino su fin y culminación.
Esto significa que el crecimiento añade algo a la reproducción, a saber, la permanencia en el propio organismo de
su capacidad reduplicativa. El crecimiento conserva el significado de la reproducción, pero, a la vez, le añade la diferenciación;
sólo así una duplicación es compatible con la unidad del individuo viviente.
En la simple reproducción, la forma se duplica; pero si el crecimiento la asume, acontece una génesis mantenida.
En el mantenimiento de la génesis, la reproducción se hace diferencial. En consecuencia, el crecimiento no está regido
sólo por el código genético —la forma presente—, sino que lo controla. En atención a lo que se acaba de decir, el crecimiento
orgánico es una división especializada. La especialización corre a cargo de una formalidad que no puede reducirse
a la que controla la reduplicación. El crecimiento está vinculado a la reproducción, pero es superior a ella porque la continúa
en atención a la unidad del viviente.
El crecimiento ha de someter necesariamente la reproducción a la especialización organizada —pues no es un mero
aumento—. Para las formas presentes en las células, el crecimiento es una variación de su valor de “código”,
un aprovechamiento de sus potencialidades o virtualidades, requerido por la unidad no homogénea del crecimiento.
Entendida desde el crecimiento, la constitución orgánica pluricelular es una hiperformalización — es decir, una forma
superior — respecto de las informaciones genéticas, que logra coordinarlas y unificarlas en un nivel más complicado.
La hiperformalización actúa respecto de la pluralidad de los códigos genéticos de todas las células: esta totalidad
implica una relación mutua, de acuerdo con la cual cada código se modifica como si tuviera en cuenta las modificaciones
de los otros. La plural y unitaria modificación tiene, desde luego, un valor de información, pero trasciende la presente
en la célula como su reforma coordinada.
Aunque el crecimiento orgánico sea el mínimo, lo es en sentido propio.
Hay crecimiento siempre que una forma, una estructura, una organización estrictamente unitaria actúa sobre
otras formas de modo tal que ella se mantiene al actualizar lo que estas últimas tienen de virtual. Actualizar
equivale a perfeccionar. Mantener una unidad perfeccionante, en tanto que perfecciona efectivamente, es mucho
más que durar y mucho más que progresar, o alcanzar a seguir siendo: es elevar, pues la unidad es lo más alto.
El hacer suyo perfeccionante de la unidad es el crecimiento.
Las anteriores observaciones facilitan la comprensión del segundo tipo de crecimiento, cuya peculiaridad estriba
justamente en su rigurosa unidad. Este crecimiento es expresado en la clásica sentencia según la cual el alma es
en cierto modo todas las cosas. Aquí “cierto modo” significa la formalidad de las otras cosas. Este crecimiento no es
orgánico, sino el crecimiento cognoscitivo.
En el crecimiento que es el conocer, lo externo (las formalidades ajenas) es precisamente lo que el conocer hace suyo.
No se conoce fuera —extra se, fuera de sí—, sino en tanto que la forma externa es poseída. Con otras palabras,
se conoce en la medida en que el conocer se unifica con lo conocido haciéndolo suyo. Estas fórmulas significan
crecimiento.
Los cognoscentes se distinguen de los seres que no conocen en que los no cognoscentes no poseen otra forma
que la suya; en cambio, el cognoscente está destinado a poseer también la forma de otra cosa. Pues la forma
de lo conocido es en el cognoscente.
Una forma, en tanto que conocida, es un inteligible actualizado, una forma actualmente inteligida. El inteligible en acto
se distingue del inteligible en potencia. La actualidad inteligible es la perfección que la forma no posee en cuanto
que está en la cosa, o sea, unida a la materia. En la naturaleza la forma es actualmente real, pero sólo potencialmente
inteligible. El conocer actualiza, perfecciona, dicha potencialidad, y así la hace suya, la unifica con él, es decir, la conoce.
El conocimiento intelectual es un crecimiento infinito. Para explicar esta formidable actividad unificante, capaz de
desentrañar lo que hay de cognoscible en la realidad, los aristotélicos emplean la noción de intelecto agente.
Además, la inteligencia ya actualizada todavía puede crecer. Tal crecimiento no es la posesión de la forma natural
externa al ser conocida actualmente, sino el crecimiento de la inteligencia misma. Por así decirlo, el entender como
acto unitario actualiza la inteligencia; pero además esta actualización redunda en favor de la propia inteligencia.
En suma, la inteligencia es perfeccionable todavía en cuanto potencia —más allá de su conocimiento de objetos—.
Y este nuevo perfeccionamiento es lo que se llama un hábito —intelectual—. Por encima de la conmensuración
del conocer con los objetos, el hábito inicia una nueva intervención del intelecto agente.
El crecimiento es de incumbencia de cada uno, de modo que en este punto nadie puede sustituir a otro.
Conviene ahora aludir brevemente a los modos negativos de vivir el tiempo. A mi juicio, en nuestro ámbito cultural la
aparición de esos modos está relacionada con el desconocimiento de la posesión de las ideas por el acto de pensarlas,
lo que acarrea el olvido del crecimiento que son los hábitos intelectuales.
En nuestra época la ideas circulan de una manera que cabe llamar pública o anónima: no se sabe quien las ha
pensado ni cómo se ha ejercido el pensamiento correspondiente.
En estas condiciones lo pensado no se ajusta a la realidad con precisión, y ello comporta que no llegan a adquirir
la perfección que les corresponde. Con otras palabras, cuando las ideas están
ahí, sin saber de donde vienen, en una situación de simple aplicación, adquieren unas notas peculiares.
Por lo pronto, funcionan de una manera mecánica y, a la vez, imperiosa. La idea se evade de su conexión con la
realidad y empieza a querer valer por sí misma. Entonces aparece en primer término lo que lo ideado tiene de puro
armatoste lógico: se generaliza.
La generalización de las ideas se une a otro hecho: y es que las ideas se toman como simples representaciones.
Las ideas anónimas, a las que se recurre sin saber exactamente a qué responden en el sentido más propio del término,
son ideas que empiezan a vagar. Al desarraigarse, las ideas quedan en el aire, flotan en la atmósfera social, y pueden
posarse en cosas muy dispares, de un modo arbitrario. Cuando las ideas se usan sin saber a qué obedecen en
el fondo, se hacen extravagantes.
Una tercera nota de las ideas que han perdido pedigree, que se han descastado y desgastado, es su tendencia
a mezclarse. Como no se percibe la pertenencia de cada una a un determinado pensar y, por lo tanto, tampoco
el método preciso para pensar cada una, las ideas desarraigadas se combinan con suma facilidad. Esta combinatoria
de ideas, no coherente porque es meramente acumulativa, es la señal de la inhibición del pensamiento en acto.
Las combinaciones de ideas son de corta duración. Es lo que podemos llamar modas teóricas, acumulaciones efímeras
que se suceden unas a otras sin ninguna articulación.
Uno de los modos de vivir el tiempo es precisamente la moda. El intento de vivir instalado en la moda no permite ni el
arreglo, ni el progreso, ni el crecimiento, pues reduce el tiempo de la vida a mutaciones no coherentes entre sí.
El determinante de los cambios en la moda es el aburrimiento.
Aquí pasa lo que pasa sin saber por qué, debido a que en las ideas desarraigadas no hay ningún porqué. Y como
no lo hay, se finge un imperativo. Otro tipo de tiempo es el tiempo mítico, que también es una consecuencia de la
combinatoria de las ideas.
El mito consiste en estallar en pedazos para dilatarse porque no se aguanta la propia pobreza. Cuando las ideas
son anónimas, a uno se le escapan, y uno mismo se queda sin verdad interior.
Entonces aparece muy hondamente el problema de la autoafirmación, pero en circunstancias precarias. Una de las
maneras de resolver este problema es intentar estallar para identificarse con el Todo. Es el régimen frenético
de la vida cuya expresión en la historia del pensamiento es el mito de Dionisos. Confundir el crecimiento con el delirio
dionisíaco es ignorar lo que es un mito. Lo curioso del caso es que el mito de Dionisos está repuesto hoy; por ejemplo,
en lo que cabe llamar las fórmulas combinatorias de la literatura.
Después del ensayo dionisíaco de salirse de sí, porque uno no se aguanta a sí mismo y tiene que explotar
para identificarse con el universo, adviene el cansancio. Lo negativo se hace circundante y anegante: todo,
también uno mismo, lo rezuma. Esto es la tristeza.
Cuando el tiempo se vive desde la tristeza, el propio vivir está disminuido. La tristeza es directamente contraria
a la expansión de la actividad: no se crece. Esta detención procede en gran parte de las ideas mostrencas —anónimas—,
que como representaciones se limitan a estar ahí delante. La tristeza es una inmovilización del curso de la existencia:
vida menguante, encapotamiento del futuro.
La convicción de que no va a acontecer o a venir nada bueno que merezca la pena, lleva a desistir.
La tristeza, el tiempo mítico dionisíaco en su reposición, y el intento de vivir en moda son una consecuencia de
que las ideas se nos han escapado. Por la misma razón aparece la cultura de masas; es lo que los sociólogos
llaman la alienación de los medios. Es otro modo de temporalidad: el tiempo enajenado. Son anomalías que se
puede remediar sólo si la inteligencia se adueña de las ideas; es decir, si la comprensión de los medios se restaura.
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