isabel bono: los secundarios: rubén
los secundarios
2022
de rubén
¿Y si uno de los dos sobrevive?
Esa es la única pregunta que deberían hacerse los
enamorados. Esa, la primera que me vino a la cabeza al
despertar de la siesta. El único pensamiento que ocupó mi
cabeza el resto de la noche, de todas las demás noches.
Él seguía dormido a mi lado con un Meyba hortera que
apenas le cubría nada. Observé mis piernas extendidas y
cubiertas de aquella ridícula pelusa rubia que me hacia
sentir tan hombre, el pantalón vaquero mal cortado y la
marca del botón sobre el ombligo. Así nos hubieran encon-
trado. Si hubiéramos muerto durante la siesta, así nos hu-
bieran encontrado.
Yo todavía iba al colegio. Los jueves él me esperaba con la
moto. El primer día lo saludé. Y el segundo. El tercer jueves
me hizo una seña para que me acercara. Tengo una llave,
dijo.
Monté y me pegué a su espalda todo lo que pude.
Desde esa tarde, todos los jueves me iba con él. En casa
decía que tenia entrenamiento.
Era un piso de barrio como el nuestro, solo que, en el
suyo, para entrar al resto de las habitaciones había que
pasar por la cocina. Mesa de formica plegada pegada a la
pared, dos sillas descascarilladas, calcomanías de cebollas,
naranjas y uvas en los baldosines. Siempre olía a lentejas.
A veces había una chica fumando de pie junto al fregadero.
Supe que era su hermana porque se saludaban con desdén.
Me dijo que era la hermana de un amigo, que aquella era
la casa de un amigo. Yo sabía que era su casa porque su
espalda olía igual. Yo no entendía aquel misterio. ¿De qué
se avergonzaba?, ¿era mejor decir que nada era suyo?, ¿que
no tenía un lugar mejor al que llevarme? Tu vida huele a
lentejas y la mía a moho, ¿qué más da?, le habría dicho.
Pero temía perder aquella nada tan grande que teníamos.
Al pasar de la cocina al pasillo se echaba a temblar, me
agarraba muy fuerte de la mano y tiraba de mí hacia su
cuarto. No mires, decía. No hagas ruido, no digas nada,
decía. No era miedo, era vergüenza.
Yo acababa de cumplir catorce. Él tendría poco más
aunque parecía mayor. Nunca pregunté. Nunca le pre-
gunté nada.
La moto tampoco era suya, decía, una Mobylette de un
azul tristón. Todavía hoy si veo en una foto una moto
igual, o algo parecido a aquellas calcomanías, se me en-
coge el pecho. Ahora pienso en lo poco que hablábamos.
Podíamos pasar la tarde lamiendo la piel del otro sin decir
nada. Él miraba de vez en cuando el picaporte y el reloj. El
reloj era lo único nuevo que había en aquella casa, un Casio
de pulsera que me pareció de chica.
Estoy en un país muy frío y estoy solo. Eso dijo de repente,
sin mirarme. Estábamos en la cocina. Él junto al fregadero,
donde solía fumar su hermana. Yo en una de las sillas
masticando una magdalena seca que me había ofrecido.
No estás solo, estoy yo, estoy aquí contigo y te voy a querer
siempre, quise decirle. Tengo que irme, dije. Y no volvimos
a vernos. Nunca más apareció a la puerta del colegio. Tam-
poco me lo crucé por la calle. Pasé una sola vez por su casa,
llamé al portero, respondió la chica. Hola, está… Y justo en
ese instante me di cuenta de que no sabia su nombre. Eché
a correr. Decidí que estaba muerto, que se había estrellado
con la moto.
Han pasado más de cuarenta años y todavía me pre-
gunto qué quiso decir o por qué lo dijo. Si de verdad quiso
decir algo o simplemente se le escapó un pensamiento
o era una frase que había oído en alguna película. Es ab-
surdo pensar que hubiésemos seguido juntos hasta hoy.
Dos muchachos flacos y asustados tocándose en silencio
con los ojos muy abiertos.
Desde ese día me asomo a las ventanas, cualquier ven-
tana, para ver su casa. Imagino que su cocina es la última
en apagarse. Acerco la frente al cristal y le hablo como si
rezara. Volvamos juntos al frío, le digo, ya sé que no somos
los mismos, que el tiempo no se congeló, pero nuestro
sudor tampoco. Dime tu nombre y volvamos juntos al frío.
Así son las despedidas entre adultos, pensé entonces. Y
no fue que madurara de repente, más bien me volví cursi
y agresivo. Menuda combinación. Miraba los naranjos de
la acera y pensaba como si recitara un verso: No hay frío
entre árboles y pájaros, solo su aliento calentando el aire.
Y acto seguido pateaba el tronco. El sudor bajándome por
la espalda, mi sudor ya para nadie. Su aliento en mi nuca
nunca más. El frío para siempre en mi nuca.
Escupo pensando en ti. Después sonrío.
Todos iguales. Lánguidos, frívolos, estúpidos. ¿Os creéis
que no me doy cuenta? Todos sois mentira.
La luz no miente, los charcos no mienten, solo menguan.
Las palabras no mienten, solo se dejan quemar. La niebla
no miente, solo espesa la sopa de los recuerdos. Una cor-
tina de agua separándonos del amanecer, alejándonos del
sueño. Se rompen los vasos y se cortan nuestros dedos.
Primero el frío, después nada. Sangrar es dulce. Sangra-
mos porque estamos vivos, los muertos no sangran.
Los que dicen que solo hay un amor, que solo podemos
enamorarnos una vez en la vida, se equivocan. Tres. Tres
son las veces que alguien puede enamorarse. Ni una más.
La primera deja un cerco dulce, el rastro de la espuma del
mar sobre la arena negra (ya dije que era un cursi), un
precioso festón que al recordarlo con los ojos cerrados nos
consuela.
El cerco de la segunda es más jodido. Una humedad que
se transforma en moho, ennegrece las paredes de nuestros
pulmones y nos asquea el aliento. Desde aquella negrura
escribí una carta, no sé si para él o para mí mismo:
«Yo era un mierda que trabajaba de ocho a diez a veinte
kilómetros de casa por cuatro perras y que se dejaba pi-
sotear por si caían cuatro más. Por eso y para no pensar
en ti. Un perfecto imbécil que no distinguía un guache de
una acuarela. Tantas exposiciones, tantos canapés con tu
único traje. No hay que destacar, decías. Me lo tragué todo.
»Yo era un mierda que te adoraba.
»Tú te las dabas de marqués. Yo sabía que eras igual de
mierda que yo pero me daba igual. Los dos sin un duro,
sin cama donde meternos las noches de lluvia. Tu her-
mana nos dejaba el coche para follar los fines de semana
y nos reíamos pensando en tus sobrinos, el lunes, en esos
mismos asientos camino del colegio. Mejor en un coche
prestado, que da más morbo, los hoteles son para gente sin
imaginación, decías y te reías. Ahora creo que solo te reías
porque tenías miedo.
»Tú nunca sabrás lo que es el miedo, lo que es jugarse
la vida. Masturbarse como si bajaras en bicicleta a tumba
abierta. Hasta que me detectaron aquello del corazón,
cualquier ejercicio de más podría haberme matado. Y yo
me hice muchas pajas pensando en ti. Tenían que ha-
berme abierto el pecho y arrancado esa víscera inútil. Ni
eso habría impedido que te amara. Con gusto tragué cada
día dos comprimidos para hacerme la sangre agua, para
impulsarla mejor, para comerte mejor, para follarte mejor,
niñato disfrazado de pijo, que preferías no perder la hora
de hacerte las uñas a pasear conmigo por la maleza de
esas calles lejos de nuestras casas para que nadie nos viera
juntos. En tu barrio todo el mundo sabia lo que eras y les
traía al fresco. Yo también sabía lo que era pero siempre
me avergonzó ser como soy. Hasta que te conocí. Mi cabeza
llena de parches, cabezazos contra todas las paredes para
lograr entender tus deseos. La hora de las uñas, la hora de
tomar el sol, la hora de renovar tu vestuario. La hora de los
muertos. Y el muerto era yo. Un muerto de hambre de tu
espalda tan morena.
»Encontraste trabajo. No te pagaban, pero encontraste
trabajo. Seis meses sin cobrar intentando vender multi-
propiedades a turistas incautos. Se te daba bien mentir.
Con la primera comisión alquilaremos un estudio en la
playa, dijiste. Pero la comisión no llegaba y tú tampoco. Al
principio me llamabas. El último mes tu hermana me daba
los recados. Luego nada, ya no sabía qué decirme.
»Un domingo de madrugada rompí la ventanilla,
entré y revolví en la guantera. No sé qué esperaba descubrir.
Tu hermana y tus sobrinos me encontraron allí mismo,
dormido, al día siguiente. Tus sobrinos. Aún me acuerdo
del día en el que les prometiste que los llevaríamos al par-
que de atracciones. Inventa algo, y me guiñaste. Y yo, de
cabeza. Lo más parecido al túnel del terror al alcance de mi
bolsillo era el túnel de lavado de la gasolinera. Mis únicas
monedas para nada porque los críos querían montañas
rusas de las que salpican, y empezaron a llorar. Tú casi llo-
rabas también cuando entramos por segunda vez con las
ventanillas bajadas para que se mojaran a gusto. Cuánto te
odié ese dia.
»Después de tantos años, todavía no sé si me has dejado,
porque explicaciones no me diste. Te fuiste alejando poco
a poco en ese coche prestado, aparcado cada vez un metro
más arriba, un metro más lejos del balcón de tu madre
para que no viera como ese te manosea donde antes te ma-
noseaba yo.
»Me busqué un trabajo lejos, un mal trabajo, un trabajo
de capullo en el que me trataban a patadas, en el que con-
sentía porque así no era tu silencio el que me golpeaba
la cabeza. Un trabajo en el que mi sangre circulaba tan
deprisa que mi corazón de neumático viejo te empezó a
olvidar.
sinopsis
Rubén y Amalia, en otro tiempo cuñados, coinciden en el
portal del descomunal edificio de apartamentos en que
viven. No solo descubren que son vecinos desde hace tiempo,
sino también que ninguno de los dos se ha sentido nunca
protagonista de su propia vida. Por miedo a hacer o hacerse
daño, han ido a remolque de los deseos de los demás: Rubén,
tratando de encajar en su familia, con el temor permanente a
ser rechazado; Amalia, egoísta y mentirosa, compitiendo con
su hermana desde niña. Primero por separado y después jun-
tos, intentan poner en orden sus recuerdos, y dar un sentido
a lo que han sido sus vidas hasta ese día. Los secundarios da
voz a dos de los personajes de Diario del asco (2020) que que-
daron en un segundo plano, de los que solo intuíamos cómo
eran por boca de Mateo, hermano de Rubén y exmarido de
Amalia.
Los secundarios
Isabel Bono
Tusquets Editores, S.A.
Colección Andanzas
Barcelona España
2022
Primera edición en libro electrónico (epub): marzo de 2022
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