de Los adioses

A Idea Vilariño

Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos;

lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación

desinteresada. Hizo algunas preguntas y tomó una botella de cerveza, de pie en el extremo más sombrío

del mostrador, vuelta la cara —sobre un fondo de alpargatas, el almanaque, embutidos blanqueados por

los años— hacia afuera, hacia el sol del atardecer y la altura violeta de la sierra, mientras esperaba el

ómnibus que lo llevaría a los portones del hotel viejo.

Quisiera no haberle visto más que las manos, me hubiera bastado verlas cuando le di el cambio de los cien

pesos y los dedos apretaron los billetes, trataron de acomodarlos y, en seguida, resolviéndose, hicieron una

pelota achatada y la escondieron con pudor en un bolsillo del saco; me hubieran bastado aquellos movimientos

sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para saber que no iba a curarse, que no conocía

nada de donde sacar voluntad para curarse.

En general, me basta verlos y no recuerdo haberme equivocado; siempre hice mis profecías antes de enterarme

de la opinión de Castro o de Gunz, los médicos que viven en el pueblo, sin otro dato, sin necesitar nada más que

verlos llegar al almacén con sus valijas, con sus porciones diversas de vergüenza y de esperanza, de disimulo

y de reto.

El enfermero sabe que no me equivoco; cuando viene a comer o a jugar a los naipes me hace siempre preguntas

sobre las caras nuevas, se burla conmigo de Castro y de Gunz. Tal vez sólo me adule, tal vez me respete porque

hace quince años que vivo aquí y doce que me arreglo con tres cuartos de pulmón; no puedo decir por qué acierto,

pero sé que no es por eso. Los miro, nada más a veces los escucho; el enfermero no lo entendería, quizás yo tampoco

lo entienda del todo: adivino qué importancia tiene lo que dijeron, qué importancia tiene lo que vinieron a buscar, y

comparo una con otra.

Cuando éste llegó en el ómnibus de la ciudad, el enfermero estaba comiendo en una mesa junto a la reja de la ventana;

sentí que me buscaba con los ojos para descubrir mi diagnóstico. El hombre entró con una valija y un impermeable; alto,

los hombros anchos y encogidos, saludando sin sonreír porque su sonrisa no iba a ser creída y se había hecho inútil o

contraproducente desde mucho tiempo atrás, desde años antes de estar enfermo. Lo volví a mirar mientras tomaba la

cerveza, vuelto hacia el camino y la sierra; y observé sus manos cuando manejó los billetes en el mostrador, debajo de

mi cara. Pero no pagó al irse, sino que se interrumpió y vino desde el rincón, lento, enemigo sin orgullo de la piedad,

incrédulo, para pagarme y guardar sus billetes con aquellos dedos jóvenes envarados por la imposibilidad de sujetar

las cosas. Volvió a la cerveza y a la calculada posición dirigida hacia el camino, para no ver nada, no queriendo otra cosa

que no estar con nosotros, como si los hombres en mangas de camisa, casi inmóviles en la penumbra del declinante día

de primavera, constituyéramos un símbolo más claro, menos eludible que la sierra que empezaba a mezclarse con el color

del cielo.

—Incrédulo —le hubiera dicho al enfermero si el enfermero fuera capaz de comprender—. Incrédulo —me estuve repitiendo

aquella noche, a solas. Esto es; exactamente incrédulo, de una incredulidad que ha ido segregando él mismo, por la atroz

resolución de no mentirse. Y dentro de la incredulidad, una desesperación contenida sin esfuerzo, limitada, espontáneamente,

con pureza, a la causa que la hizo nacer y la alimenta, una desesperación a la que está ya acostumbrado, que conoce de

memoria. No es que crea imposible curarse, sino que no cree en el valor, en la trascendencia de curarse.

 

 

 

 

 

Juan Carlos Onetti

Seix-Barral 2003

Barcelona

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

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