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piano a la deriva
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Si la eriza sale de sí misma, podremos amarla. Tal vez está saciada de hierba o bañada por la lluvia, pasando lista
a su cadera prodigiosa. Está tendida sobre el teclado de un piano que quizá vaya a la deriva, no por el mar, sino por la tierra.
Lleva un vestido bonito, de recosidos azules, y tiene un andamiaje global con el que puede tocar el piano sin perder
la compostura, tecla a tecla. Lleva el pelo de color castaño entreclaro, con una melena que es como la yerba bajo el agua.
Encima del piano, parece expuesta como una cesta de fruta azul, con los dientes ácidos, como después de comer fruta.
Nos mira con seriedad, como si estuviera encendiendo el fogón sobre el que está nuestro cacerolo. Y ella azul y más azul,
diciéndonos con los ojos a dos que sus peces no son los nuestros.
Esta costumbre que tiene Ieva de tenderse en el teclado del piano es un tanto peculiar, aunque es cierto que las costumbres
de los demás siempre nos parecen ridículas, cuando puede estar tendida ahí tranquilamente por el mismo motivo por el
que los hijos del herrero no tienen miedo a las chispas.
Es hermosa como las mujeres que aparecen en los sueños de los marinos, de los capitanes de fragata. Está subida a la flor
negra del piano, con arrogancia, con el gesto ondulado y curvo y continuo de una ola, dándose aires de trasatlántico.
Tiene una malicia exquisita. Por lo menos se ha quitado el antifaz, aunque tenga un intenso olor a tormenta. Quizá esté
también libre de impuestos.
Viendo a Ieva uno se pregunta para qué las violetas y para qué la vida, pero después se conforma con ser testigo de cómo
el viento bajo va manchando su piel con los suaves colores de la belleza y del mar. Las cosas de la vida pueden ser muy
hermosas, pero cuando se tiene alguien a quien contárselas.
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Narciso de Alfonso
Merodeos populares: piano a la deriva
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