Macacos
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La primera vez que tuvimos en casa un mico fue cerca de Año Nuevo. Estábamos sin agua y sin sirvienta,
se hacía cola para la carne, el calor había estallado; y fue cuando, muda de perplejidad, vi entrar en casa
el regalo, ya comiendo un plátano, ya examinando todo con gran rapidez y una larga cola. Aunque parecía
un monazo aún no crecido, sus potencialidades eran tremendas. Subía por la ropa colgada en la soga,
desde donde daba gritos de marinero, y tiraba cáscaras de plátano a cualquier parte. Y yo exhausta.
Cuando me olvidaba y entraba distraída en el patio de servicio, el gran sobresalto: aquel hombre alegre
allí. Mi muchacho menor sabía, antes de saberlo yo, que me desharía del gorila: «¿Y si te prometo que un
día el mono se va a enfermar y morir, lo dejas que se quede? ¿Y si supieras que de cualquier forma un
día se va a caer de la ventana y morir allá abajo?». Mis sentimientos desviaban la mirada. La
inconsciencia feliz e inmunda del monazo pequeño me hacía irresponsable de su destino, ya que él mismo
no aceptaba culpas. Una amiga entendió de qué amargura estaba hecha mi aceptación, de qué crímenes se
alimentaba mi aire soñador, y rudamente me salvó: muchachos del cerro aparecieron con un barullo feliz,
se llevaron al hombre que reía, y, en el desvitalizado Año Nuevo, conseguí al menos una casa sin
macaco.
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Un año después, acababa yo de tener una alegría, cuando allí, en Copacabana, vi el grupo de gente.
Un hombre vendía monitos. Pensé en los chicos, en las alegrías que me daban gratis, sin nada que ver con
las preocupaciones que también gratuitamente me daban, imaginé una cadena de alegría: «El que reciba
ésta, que se la pase a otro», y el otro al otro, como un ruido en un rastro de pólvora. Y allí mismo compré
a la que se llamaría Lisette.
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Casi cabía en la mano. Tenía falda, aretes, collar y pulsera de bahiana.
Y un aire de inmigrante que aún desembarca con el traje típico de su tierra.
De inmigrante eran también los ojos redondos.
En cuanto a ésta, era una mujer en miniatura. Tres días estuvo con nosotros. Era de una tal
delicadeza de huesos. De una tal extrema dulzura. Más que los ojos, la mirada era redondeada. Cada
movimiento, y los aretes se estremecían; la falda siempre arreglada, el collar rojo brillante. Dormía
mucho, pero para comer era sobria y cansada. Sus raros cariños eran sólo mordidas leves que no dejaban
marca. Al tercer día estábamos en el patio de servicio admirando a Lisette y de qué modo era nuestra. «Un
poco demasiado suave», pensé con nostalgia de mi gorila. Y de repente mi corazón fue respondiendo con
mucha dureza: «Pero eso no es dulzura. Esto es muerte». La frialdad de la comunicación me dejó inmóvil.
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Después les dije a los chicos: «Lisette se está muriendo». Mirándola, advertí entonces hasta qué grado de
amor ya habíamos llegado. Envolví a Lisette en una servilleta, fui con los chicos hasta la primera sala de
auxilios, donde el médico no podía atender porque operaba de urgencia a un perro. Otro taxi —Lisette
piensa que está paseando, mamá—, otro hospital. Allá le dieron oxígeno.
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Y con el soplo de vida, súbitamente se reveló una Lisette que desconocíamos. De ojos mucho menos
redondos, más secretos, más risueños y en la cara prognata y burda una cierta altivez irónica; un poco
más de oxígeno, y le dieron ganas de decir que apenas soportaba ser mona; pero lo era, y mucho tendría
que contar. No obstante, en seguida volvía a sucumbir, exhausta. Más oxígeno y esta vez una inyección de
suero a cuyo piquete reaccionó con un golpecito colérico, de pulsera que tintinea. El enfermero sonrió:
«Lisette, mi bien, ¡sosiégate!».
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El diagnóstico: no iba a vivir, a menos que tuviera oxígeno a la mano y, aun así, era improbable.
«No se debe comprar un mono en la calle», me censuró moviendo la cabeza, «a veces ya viene enfermo».
No, se tenía que comprar una mona determinada, saber el origen, tener por lo menos cinco años de
garantía del amor, saber lo que había hecho o no, como si fuera para casarse. Consulté un instante con los
chicos. Y le dije al enfermero: «Le está gustando mucho Lisette. Pues si la deja pasar unos días cerca del
oxígeno, en cuanto se cure, es suya». Pero él pensaba. «¡Lisette es bonita!», imploré. «Es linda»,
concordó él, pensativo. Después suspiró y dijo: «Si curo a Lisette, es suya». Nos fuimos con la servilleta
vacía.
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Al día siguiente llamaron por teléfono, y yo avisé a los chicos de que Lisette había muerto. El menor
me preguntó: «¿Te parece que se murió con los aretes puestos?». Yo dije que sí. Una
semana después, el mayor me dijo: «¡Te pareces tanto a Lisette!». «Yo también te quiero», respondí.
Macacos
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Da primeira vez que tivemos em casa um mico foi perto do Ano-Novo. Estávamos sem água e sem empregada,
fazia-se fila para carne, o calor rebentara — e foi quando, muda de
perplexidade, vi o presente entrar em casa, já comendo banana, já examinando tudo com grande rapidez e um longo rabo.
Mais parecia um macacão ainda não crescido, suas
potencialidades eram tremendas. Subia pela roupa estendida na corda, de onde dava gritos de marinheiro, e jogava cascas
de banana onde caíssem. E eu exausta. Quando me esquecia e
entrava distraída na área de serviço, o grande sobressalto: aquele homem alegre ali. Meu menino menor sabia,
antes de eu saber, que eu me desfaria do gorila: “E se eu prometer que um
dia o macaco vai adoecer e morrer, você deixa ele ficar? e se você soubesse que de qualquer jeito ele um dia vai cair
da janela e morrer Iá embaixo?” Meus sentimentos desviavam o olhar. A
inconsciência feliz e imunda do macacão-pequeno tornava-me responsável pelo seu destino, já que ele próprio não
aceitava culpas. Uma amiga entendeu de que amargura era feita a minha
aceitação, de que crimes se alimentava meu ar sonhador, e rudemente me salvou: meninos de morro apareceram
numa zoada feliz, levaram o homem que ria, e no desvitalizado Ano-Novo
eu pelo menos ganhei uma casa sem macaco.
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Um ano depois, acabava eu de ter uma alegria, quando ali em Copacabana vi o agrupamento. Um homem vendia macaquinhos.
Pensei nos meninos, nas alegrias que eles me davam de
graça, sem nada a ver com as preocupações que também de graça me davam, imaginei uma cadeia de alegria:
“Quem receber esta, que a passe a outro”, e outro para outro, como o
frêmito num rastro de pólvora. E ali mesmo comprei a que se chamaria Lisette.
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Quase cabia na mão. Tinha saia, brincos, colar e pulseira de baiana. E um ar de imigrante que ainda desembarca com
o traje típico de sua terra. De imigrante também eram os olhos
redondos.
Quanto a essa, era mulher em miniatura. Três dias esteve conosco. Era de uma tal delicadeza de ossos. De uma tal extrema
doçura. Mais que os olhos, o olhar era arredondado. Cada
movimento, e os brincos estremeciam; a saia sempre arrumada, o colar vermelho brilhante. Dormia muito, mas para comer
era sóbria e cansada. Seus raros carinhos eram só mordida leve
que não deixava marca.
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No terceiro dia estávamos na área de serviço admirando Lisette e o modo como ela era nossa. “Um pouco suave demais”,
pensei com saudade do meu gorila. E de repente foi meu coração
respondendo com muita dureza: “Mas isso não é doçura. Isto é morte”. A secura da comunicação deixou-me quieta.
Depois eu disse aos meninos: “Lisette está morrendo”. Olhando-a,
percebi então até que ponto de amor já tínhamos ido. Enrolei Lisette num guardanapo, fui com os meninos para o
primeiro pronto-socorro, onde o médico não podia atender porque
operava de urgência um cachorro. Outro táxi. — Lisette pensa que está passeando, mamãe — outro hospital. Lá deram-lhe oxigênio.
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E com o sopro de vida, subitamente revelou-se uma Lisette que desconhecíamos. De olhos muito menos redondos,
mais secretos, mais aos risos e na cara prognata e ordinária uma certa
altivez irônica; um pouco mais de oxigênio, e deu-lhe uma vontade de falar que ela mal agüentava ser macaca; era,
e muito teria a contar. Breve, porém, sucumbia de novo, exausta. Mais
oxigênio e dessa vez uma injeção de soro a cuja picada ela reagiu com um tapinha colérico, de pulseira tilintando.
O enfermeiro sorriu: “Lisette, meu bem, sossega!”
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O diagnóstico: não ia viver, a menos que tivesse oxigênio à mão e, mesmo assim, improvável. “Não se compra macaco na rua”,
censurou-me ele abanando a cabeça, “às vezes já vem
doente”. Não, tinha-se que comprar macaca certa, saber da origem, ter pelo menos cinco anos de garantia do amor,
saber do que fizera ou não fizera, como se fosse para casar. Resolvi um
instante com os meninos. E disse para o enfermeiro: “O senhor está gostando muito de Lisette. Pois se o senhor deixar
ela passar uns dias perto do oxigênio, no que ela ficar boa, ela é sua”.
Mas ele pensava. “Lisette é bonita!”, implorei eu. “É linda”, concordou ele pensativo. Depois ele suspirou e disse:
“Se eu curar Lisette, ela é sua”. Fomos embora, de guardanapo vazio.
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No dia seguinte telefonaram, e eu avisei aos meninos que Lisette morrera. O menor me perguntou:
“Você acha que ela morreu de brincos?” Eu disse que sim. Uma semana depois o mais
velho me disse: “Você parece tanto com Lisette!” “Eu também gosto de você”, respondi.
Clarice Lispector
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Macacos
En La legión extranjera
Cuentos Reunidos
Traducción de Juan García Gayó
2008, Siruela
Colección: Libros del tiempo, 275
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