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Deepika
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Deepika tiene un ojo como para quedarse a vivir en él; un ojo desmesurado en el que cabría,
de pie, un hombre de altura media. Como la muñeca de la canción, va vestida de azul, quizá
también con su camisita y su canesú.
Una sola mirada tiene, contiene muchas cosas: aunque parezca quieta, detenida, sólo mirando,
como la de Deepika, se puede sentir, casi oír, toda la actividad de carga y descarga, el trasiego
de dulces mercancías de la mirada, el tránsito de la luz en ‘transparentes y profundos círculos
de fresca fuerza’ –como dijo el poeta, claro.
Deepika también está hermosa de nariz y de labios y de piel y de cejas y de cabello y de la unidad
de todo esto, que funciona con el nombre de cara o de rostro.
A uno, sencillo merodeador, le gusta la entrevisión, el amago, el juego de visto y no visto, eso que,
tópicamente, se dice que hace superior al erotismo sobre la pornografía, demasiado cruda y descarnada,
con un exceso de evidencia en el que ya no queda enigma, ni curiosidad, ni morbo, sino sólo la desolación
del desnudo, como cuando vemos una ciudad arrasada por un bombardeo, sin ningún edificio en pie,
solamente la tristeza de las piedras frías: ‘la tierra lisa, limpia de caballos’ –como dijo el poeta.
Deepika nos sonríe sin sonrisa y, además, es difícil ubicar esa sonrisa sin sonrisa porque está entre los
labios y la mirada, en ambos y en ninguno, quizá circulando eléctrica o magnéticamente de uno a otro,
vivísima y dulce.
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Narciso de Alfonso
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