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la abducción
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Cuando la ventanita del mirador se llena con una
hermosa cara –esta vez es el busto de Viktoria-
conviene dar un pasito (sí, en diminutivo) hacia
atrás para tomar un mínimo de distancia y que
la belleza no nos absorba en su posesiva y golosa
órbita.
Viktoria está seria, pero con esos ojazos puede
tomarse muchas libertades. Lleva una camisa
de cuello altísimo y el pelo oscuro recogido atrás
con discreción, más bien pegado al cráneo, sin
volúmenes ni vuelos.
Más que verla, tenemos que presentir su mirada,
que se esconde en la oscuridad de las cuencas.
La nariz de Viktoria tiene un perfil con ondulaciones
y su punta se acerca a los labios, que sobresalen,
que se proyectan.
Como sencillo merodeador, me siento absorbido
por los ojos grandes y redondos de Viktoria: no
tiene mucho sentido resistirse a ello: es, tal vez,
mejor, prepararse para la transformación y que
nos capte por completo en su cabeza contempladora
–lo dijo el poeta, o hubiese debido decirlo.
Sin alardes, desde el silencio y la discreción, formal
como la empleada de una agencia de viajes, Viktoria
nos abduce.
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