Aullido, de Allen Ginsberg

para Carl Solomon

I


He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricos famélicos muertos de hambre arrastrándose por las calles,

negros al amanecer buscando una dosis furiosa, cabezas de ángel abrasadas por la antigua conexión celestial al dínamo estrellado

de la maquinaria de la noche, quienes pobres y andrajosos y con ojos cavernosos y altos se levantaron fumando en la oscuridad

sobrenatural de los departamentos con agua fría flotando a través de las alturas de las ciudades contemplando el jazz.

Quienes expusieron sus cerebros al Cielo, bajo Él y vieron ángeles mahometanos tambaleándose en los techos de apartamentos iluminados.

Quienes pasaron por las universidades con ojos radiantes y frescos alucinando con Arkansas y la tragedia luminosa de Blake entre los estudiantes

de la guerra.

Quienes fueron expulsados de las academias por locos por publicar odas obscenas en las ventanas del cráneo.

Quienes se encogieron sin afeitar y en ropa interior, quemando su dinero en papeleras y escuchando el Terror a través de las paredes.

Quienes se jodieron sus pelos púbicos al volver de Laredo con un cinturón de marihuana para New York.

Quienes comieron fuego en hoteles coloreados o bebieron trementina en Paradise Alley, muerte, o purgaron sus torsos noche tras noche con

sueños, con drogas, con pesadillas despiertas, alcohol y verga y bolas infinitas, ceguera incomparable; calles de nubes vibrantes y

relámpagos en la mente saltando hacia los polos de Canadá y Paterson, iluminando todas las palabras inmóviles del Tiempo, sólidos

peyotes de los vestíbulos, amaneceres en el cementerio del árbol verde, ebriedad del vino en los tejados, puestos municipales el neon

estridente luces del tráfico parpadeantes, vibraciones del sol, la luna y los árboles en los bulliciosos crepúsculos de invierno de Brooklyn,

estrepitosos tarros de basura y una regia clase de iluminación de la mente.

Quienes se encadenaron a sí mismos a los subterráneos para el viaje infinito desde Battery al santo Bronx en benzedrina hasta que el ruido de

las ruedas y niños empujándolos hacia salidas exploradas estremecidas y desiertos golpeados de cerebros absolutamente secos de

esplendor en la melancólica luz del Zoo.

Quienes se hundieron toda la noche en la luz submarina de Bickford’s emergidos y sentados junto a la añeja cerveza después del mediodía

en el desolado Fugazzi’s, escuchando el crujido del destino en la caja de música de hidrógeno.

Quienes hablaron setenta horas seguidas desde el parque a la barra a Bellevue al museo al Puente de Brooklyn, batallón perdido de conversadores

platónicos bajando de espaldas las escaleras de escape de los alféizares del Empire State lejos de la luna, gritando incoherencias,

vomitando susurrando hechos y recuerdos y anécdotas y patadas en la bola del ojo y traumas de hospitales y cárceles y guerras,

intelectos enteros disgregados en amnesia por siete días y noches con ojos brillantes, carne para la Sinagoga arrojada al pavimento.

Quienes se desvanecieron en ninguna parte de Zen New Jersey dejando un reguero de ambiguas postales ilustradas de Atlantic City Hall, sufriendo

sudores orientales y artritis Tangerianas y jaquecas de China bajo la basura en las salas sin muebles de Newark.

Quienes dieron vueltas y vueltas en la medianoche por el patio de trenes preguntándose adónde ir, y fueron, sin dejar corazones rotos.

Quienes prendieron cigarrillos en vagones traqueteando por la nieve hacia granjas solitarias en la noche del abuelo.

Quienes estudiaron a Plotino, Poe, San Juan de La Cruz, telepatía y cábala debido a que el cosmos instintivamente vibraba en sus pies en Kansas.

Quienes solos por las calles de Idaho buscaban ángeles indios visionarios que fueran ángeles indios visionarios.

Quienes pensaban que sólo estaban locos cuando Baltimore destellaba en éxtasis sobrenatural.

Quienes saltaron a limusinas con el Chinaman de Oklahoma impulsados por la lluvia de los pequeños pueblos a la luz callejera de la medianoche

del invierno.

Quienes haraganeaban hambrientos y solos por Houston buscando jazz o sexo o sopa, y siguieron al brillante español para conversar sobre

América y la eternidad, una tarea sin esperanza, y tomaron un barco para África

Quienes desaparecieron en los volcanes de México dejando tras suyo nada excepto la sombra del estiércol y la lava y la ceniza de la poesía quemada

en Chicago.

Quienes reaparecieron en la Costa Oeste investigando el F.B.I. en barbas y pantalones cortos con grandes ojos pacifistas atractivos en su oscura piel

entregando incomprensibles folletos.

Quienes se quemaron sus brazos con cigarros encendidos protestando contra la bruma narcótica del tabaco del Capitalismo.

Quienes distribuyeron panfletos supercomunistas en Union Square sollozando y desvistiéndose mientras las sirenas de Los Alamos los deprimían,

y se deprimía Wall, y el ferry de Staten Islan también se deprimía.

Quienes rompieron a llorar en blancos gimnasios desnudos y temblorosos frente a la maquinaria de otros esqueletos.

Quienes mordieron detectives en el cuello y chillaron con placer en autos policiales por no cometer un crimen salvo su propia pederastia salvaje

y su intoxicación.

Quienes aullaron de rodillas en el metro y fueron arrastrados por el techo ondeando sus genitales y manuscritos.

Quienes permitieron ser penetrados por el ano por virtuosos motociclistas, y gritaron con alegría.

Quienes chuparon y fueron chupados por aquellos serafines humanos, los marineros, caricias del amor Atlántico y Caribeño.

Quienes eyacularon en la mañana en la tarde en jardines de rosas y en el pasto de parques públicos y cementerios esparciendo su semen libremente

a quienquiera que llegara.

Quienes hiparon sin cesar tratando de reír pero se torcían de llanto detrás de un cubículo de un Baño Turco cuando el ángel rubio y desnudo venía

a atravesarlos con una espada.

Quienes perdieron a sus amantes por las tres viejas musarañas del destino, la musaraña tuerta del dólar heterosexual, la musaraña tuerta que hace

guiños fuera del útero y la musaraña tuerta que no hace nada sino sentarse en su trasero y corta las hebras doradas intelectuales del

vislumbre del artesano.

Quienes copularon extáticos e insaciables con una botella de cerveza, un novio, un paquete de cigarrillos, una vela y se cayeron de la cama, y

continuaron en el suelo y por los pasillos y terminaron desmayándose en la pared con una visión del último coño y llegaron a eludir

el último atisbo de conciencia.

Quienes endulzaron las conchitas de un millón de chicas temblorosas en el ocaso, y tenían los ojos rojos en la mañana pero preparados para

endulzar las conchitas del sol naciente, destellantes traseros bajo los establos y desnudos en el lago.

Quienes iban a putas en Colorado por miríadas en autos robados, N.C., héroe secreto de estos poemas, semental y Adonis del alegre Denver a la

memoria de sus innumerables encamadas con chicas en lotes vacíos, patios de bares, hileras de desvencijadas casas rodantes en la

cima de montañas, en cavernas o con demacradas meseras en familiares subidas de enaguas al lado del camino y especialmente la

secreta estación de gasolina solipsismos de Juan, y callejones pueblerinos también

Quienes se desvanecieron en vastas películas sórdidas, se transformaron en sueños, despertaron en un repentino Manhattan, y se encontraron a sí

mismos fuera de los sótanos colgados sobre descorazonados Tokay y los horrores de los sueños de hierro de la Tercera Avenida y tropezaron

con las oficinas de desempleo.

Quienes caminaron toda la noche con sus zapatos llenos de sangre en los muelles esperando una puerta en East River para entrar a un cuarto lleno

de vapor caliente y opio.

Quienes crearon grandes dramas suicidas en el apartamento de los acantilados del Hudson bajo el rayo azul de la luna de tiempo de guerra y sus

cabezas eran coronadas con el laurel del olvido.

Quienes comieron la cazuela de cordero de la imaginación o digirieron cangrejos en el fondo lodoso de los ríos de Bowery.

Quienes lloraron por el romance de las calles con sus carritos llenos de cebollas y mala música.

Quienes se sentaron en cajas respirando en la oscuridad bajo el puente, y se levantaron para construir arpas en sus desvanes.

Quienes tosían en el sexto piso del populoso Harlem con llamas bajo el cielo tuberculoso rodeados por las jaulas naranjas de la teología.

Quienes garrapatearon toda la noche golpeando y rodando sobre elevadas incantaciones que en las amarillas mañanas eran estrofas de jerigonza.

Quienes cocinaron animales podridos pulmones, corazón, pata, cola borsht y tortilla soñando con el puro reino vegetal.

Quienes se zambulleron en camiones de carne buscando un huevo.

Quienes tiraron sus relojes del tejado para dar su voto a la eternidad fuera del Tiempo y despertadores cayeron sobre sus cabezas todos los días

por la siguiente década.

Quienes se cortaron las muñecas tres veces seguidas sin éxito, se rindieron y fueron forzados a abrir anticuarios donde pensaban que se ponían

viejos y gritaban.

Quienes fueron quemados vivos en sus inocentes trajes de franela en Madison Avenue entre ráfagas de versos plomizos y el parloteo borracho

de los regimientos de acero de la moda y los chillidos de nitroglicerina de las agencias de publicidad y el gas mostaza de los editores

siniestramente inteligentes, o cayeron por los taxis ebrios de la Absoluta Realidad.

Quienes saltaron del Puente de Brooklyn esto realmente sucedió y quedaron desconocidos y olvidados en el aturdimiento fantasmal de los callejones

de sopa y camiones de incendio de Chinatown, ni siquiera una cerveza gratis.

Quienes cantaron por sus ventanas de desesperación, cayeron de la ventana del metro, saltaron en el sucio Passaic, brincaron en negros, gritaron

por toda la calle, bailaron descalzos en trozos de copas de vino rotas grabaciones de fonógrafos de la nostalgia Europea jazz alemán de

1930 terminaron el whisky y se lanzaron gemebundos en baños sangrientos, gemidos en sus oídos y la ráfaga colosal del silbido del vapor.

Quienes rodaron por las carreteras del viaje al pasado para cada uno el látigo del Gólgota reloj de la soledad de la cárcel o encarnación del jazz

de Birmingham.

Quienes condujeron una visión para encontrar la eternidad.

Quienes viajaron a Denver.

Quienes murieron en Denver.

Quienes volvieron a Denver y esperaron en vano.

Quienes aguardaron en Denver y empollaron solos en Denver y finalmente se fueron para encontrar el Tiempo, y Denver es solitario para sus heroínas.

Quienes cayeron de rodillas en catedrales sin esperanza rezando por la salvación de cada uno y la luz y los pechos, hasta que el alma iluminara su

cabello por un segundo.

Quienes chocaron con sus mentes en la cárcel esperando criminales imposibles con cabezas doradas y el encanto de la realidad en sus corazones

que cantaban dulces blues a Alcatraz.

Quienes se retiraron a México para cultivar un hábito, o a Rocky Mount para ofrecer Buddha o Tánger a los muchachos al Southern Pacific a la locomotora

negra o a Harvard a Narciso a Woodland para la sepultura o daisychain.

Quienes exigieron juicios de cordura acusando a la radio de hipnotismo y fueron dejados con su locura y sus manos y un jurado colgado.

Quienes arrojaron papas saladas a los conferencistas de Dadaísmo en CCNY y subsecuentemente se presentaron ellos mismos en las baldosas de

granito del manicomio con cabezas rapadas y un discurso arlequinesco de suicidio, demandando una lobotomía instantánea, y quienes a su

vez se entregaron a la nulidad concreta de la insulina, Metrazol, electricidad, hidroterapia, psicoterapia, terapia ocupacional, ping pong y amnesia.

Quienes en protesta seria dieron vuelta sólo una simbólica mesa de ping pong, descansando brevemente en catatonia, volviendo años después

verdaderamente calvos excepto por una peluca de sangre, y lágrimas y dedos, a la visible fatalidad del hombre loco de los pupilos de los

pueblos locos del Este, salas fétidas de Pilgrim State’s Rockland’s y Greystone discutiendo con los ecos del alma, pegando y rodando en

la soledad-banca-dolmen-reinos del amor de medianoche, sueños de vida en una pesadilla cuerpos convertidos en roca tan pesados como

la luna, con la madre finalmente, y el último libro fantástico arrojado por las ventanas del departamento, y la última puerta cerrada a las 4 A.M.

y el último teléfono pegado a la pared sonando y la última pieza amueblada, un papel rosa amarillo torcido en un colgador de alambre en el closet,

e incluso eso imaginario, nada sino un poco de esperanzadora alucinación ah, Carl, mientras no estés seguro yo no estoy seguro, y ahora tú estás

realmente en la sopa animal total del tiempo y quienes por lo tanto corrieron a través de las calles congeladas obsesionados con un repentino

destello de la alquimia del uso de la elipse el catálogo el metro y el plano vibrante.

Quienes soñaron y encarnaron brechas en el Tiempo y Espacio a través de imágenes yuxtapuestas, y atraparon al arcángel del alma entre 2 imágenes

visuales y unieron los verbos elementales y establecieron el nombre y rasgos de la conciencia al mismo tiempo saltando con sensación de

Pater Omnipotens Aeterna Deus para recrear la sintaxis y medida de la pobre prosa humana y ponerse frente a ti estupefacto e inteligente y

sacudirse con vergüenza, rechazando incluso revelar el alma para conformarse al ritmo del pensamiento en su desnuda y eterna cabeza,

el vagabundo loco y el golpe del ángel del Tiempo, desconocido, incluso poniendo aquí lo que podría dejar de ser dicho en tiempo de volver

después de la muerte, y surgieron reencarnados en los trajes fantasmales del jazz en la sombra del corno dorado de la banda y exhalar el sufrimiento 

de la mente desnuda de América para amar en un eli eli lamma lamma sabacthani saxofón que llora estremeciendo las ciudades bajo la última radio

con el corazón absoluto del poema de la vida descarnada de sus propios cuerpos buenos para comer mil años.

 

 

 

 


 –

For Carl Solomon


I

I saw the best minds of my generation destroyed by madness, starving hysterical naked,

dragging themselves through the negro streets at dawn looking for an angry fix,

angelheaded hipsters burning for the ancient heavenly connection to the starry dynamo in the machinery of night,

who poverty and tatters and hollow-eyed and high sat up smoking in the supernatural darkness of cold-water flats floating across the tops of cities

contemplating jazz,

who bared their brains to Heaven under the El and saw Mohammedan angels staggering on tenement roofs illuminated,

who passed through universities with radiant cool eyes hallucinating Arkansas and Blake-light tragedy among the scholars of war,

who were expelled from the academies for crazy & publishing obscene odes on the windows of the skull,

who cowered in unshaven rooms in underwear, burning their money in wastebaskets and listening to the Terror through the wall,

who got busted in their pubic beards returning through Laredo with a belt of marijuana for New York,

who ate fire in paint hotels or drank turpentine in Paradise Alley, death, or purgatoried their torsos night after night

with dreams, with drugs, with waking nightmares, alcohol and cock and endless balls,

incomparable blind streets of shuddering cloud and lightning in the mind leaping toward poles of Canada & Paterson, illuminating all the

motionless world of Time between, Peyote solidities of halls, backyard green tree cemetery dawns, wine drunkenness over the rooftops,

storefront boroughs of teahead joyride neon blinking traffic light, sun and moon and tree vibrations in the roaring winter dusks of Brooklyn,

ashcan rantings and kind king light of mind,

who chained themselves to subways for the endless ride from Battery to holy Bronx on benzedrine until the noise of wheels and children brought

them down shuddering mouth-wracked and battered bleak of brain all drained of brilliance in the drear light of Zoo,

who sank all night in submarine light of Bickford’s floated out and sat through the stale beer afternoon in desolate Fugazzi’s, listening to the crack

of doom on the hydrogen jukebox,

who talked continuously seventy hours from park to pad to bar to Bellevue to museum to the Brooklyn Bridge,

a lost battalion of platonic conversationalists jumping down the stoops off fire escapes off windowsills off Empire State out of the moon,

yacketayakking screaming vomiting whispering facts and memories and anecdotes and eyeball kicks and shocks of hospitals and jails

and wars, whole intellects disgorged in total recall for seven days and nights with brilliant eyes, meat for the Synagogue cast on the

pavement,

who vanished into nowhere Zen New Jersey leaving a trail of ambiguous picture postcards of Atlantic City Hall,

suffering Eastern sweats and Tangerian bone-grindings and migraines of China under junk-withdrawal in Newark’s bleak furnished room,   

who wandered around and around at midnight in the railroad yard wondering where to go, and went, leaving no broken hearts,

who lit cigarettes in boxcars boxcars boxcars racketing through snow toward lonesome farms in grandfather night,

who studied Plotinus Poe St. John of the Cross telepathy and bop kabbalah because the cosmos instinctively vibrated at their feet in Kansas,   

who loned it through the streets of Idaho seeking visionary indian angels who were visionary indian angels,

who thought they were only mad when Baltimore gleamed in supernatural ecstasy,

who jumped in limousines with the Chinaman of Oklahoma on the impulse of winter midnight streetlight smalltown rain,

who lounged hungry and lonesome through Houston seeking jazz or sex or soup, and followed the brilliant Spaniard to converse about America

and Eternity, a hopeless task, and so took ship to Africa,

who disappeared into the volcanoes of Mexico leaving behind nothing but the shadow of dungarees and the lava and ash of poetry scattered

in fireplace Chicago,

who reappeared on the West Coast investigating the FBI in beards and shorts with big pacifist eyes sexy in their dark skin passing out incomprehensible

leaflets,

who burned cigarette holes in their arms protesting the narcotic tobacco haze of Capitalism,

who distributed Supercommunist pamphlets in Union Square weeping and undressing while the sirens of Los Alamos wailed them down, and

wailed down Wall, and the Staten Island ferry also wailed,

who broke down crying in white gymnasiums naked and trembling before the machinery of other skeletons,

who bit detectives in the neck and shrieked with delight in policecars for committing no crime but their own wild cooking pederasty and intoxication,

who howled on their knees in the subway and were dragged off the roof waving genitals and manuscripts,

who let themselves be fucked in the ass by saintly motorcyclists, and screamed with joy,

who blew and were blown by those human seraphim, the sailors, caresses of Atlantic and Caribbean love,

who balled in the morning in the evenings in rosegardens and the grass of public parks and cemeteries scattering their semen freely to whomever

come who may,

who hiccuped endlessly trying to giggle but wound up with a sob behind a partition in a Turkish Bath when the blond & naked angel came to pierce

them with a sword,

who lost their loveboys to the three old shrews of fate the one eyed shrew of the heterosexual dollar the one eyed shrew that winks out of the womb

and the one eyed shrew that does nothing but sit on her ass and snip the intellectual golden threads of the craftsman’s loom,

who copulated ecstatic and insatiate with a bottle of beer a sweetheart a package of cigarettes a candle and fell off the bed, and continued along

the floor and down the hall and ended fainting on the wall with a vision of ultimate cunt and come eluding the last gyzym of consciousness,

who sweetened the snatches of a million girls trembling in the sunset, and were red eyed in the morning but prepared to sweeten the snatch of the

sunrise, flashing buttocks under barns and naked in the lake,

who went out whoring through Colorado in myriad stolen night-cars, N.C., secret hero of these poems, cocksman and Adonis of Denver—joy to

the memory of his innumerable lays of girls in empty lots & diner backyards, moviehouses’ rickety rows, on mountaintops in caves or

with gaunt waitresses in familiar roadside lonely petticoat upliftings & especially secret gas-station solipsisms of johns, & hometown alleys too,

who faded out in vast sordid movies, were shifted in dreams, woke on a sudden Manhattan, and picked themselves up out of basements hung-over

with heartless Tokay and horrors of Third Avenue iron dreams & stumbled to unemployment offices,

who walked all night with their shoes full of blood on the snowbank docks waiting for a door in the East River to open to a room full of steam-heat

and opium,

who created great suicidal dramas on the apartment cliff-banks of the Hudson under the wartime blur floodlight of the moon & their heads shall

be crowned with laurel in oblivion,

who ate the lamb stew of the imagination or digested the crab at the muddy bottom of the rivers of Bowery,

who wept at the romance of the streets with their pushcarts full of onions and bad music,

who sat in boxes breathing in the darkness under the bridge, and rose up to build harpsichords in their lofts,

who coughed on the sixth floor of Harlem crowned with flame under the tubercular sky surrounded by orange crates of theology,

who scribbled all night rocking and rolling over lofty incantations which in the yellow morning were stanzas of gibberish,

who cooked rotten animals lung heart feet tail borsht & tortillas dreaming of the pure vegetable kingdom,

who plunged themselves under meat trucks looking for an egg,

who threw their watches off the roof to cast their ballot for Eternity outside of Time, & alarm clocks fell on their heads every day for the next decade,

who cut their wrists three times successively unsuccessfully, gave up and were forced to open antique stores where they thought they were growing old

and cried,

who were burned alive in their innocent flannel suits on Madison Avenue amid blasts of leaden verse & the tanked-up clatter of the iron regiments of

fashion & the nitroglycerine shrieks of the fairies of advertising & the mustard gas of sinister intelligent editors, or were run down by the

drunken taxicabs of Absolute Reality,

who jumped off the Brooklyn Bridge this actually happened and walked away unknown and forgotten into the ghostly daze of Chinatown soup alleyways

& firetrucks, not even one free beer,

who sang out of their windows in despair, fell out of the subway window, jumped in the filthy Passaic, leaped on negroes, cried all over the street,

danced on broken wineglasses barefoot smashed phonograph records of nostalgic European 1930s German jazz finished the whiskey

and threw up groaning into the bloody toilet, moans in their ears and the blast of colossal steamwhistles,

who barreled down the highways of the past journeying to each other’s hotrod-Golgotha jail-solitude watch or Birmingham jazz incarnation,

who drove crosscountry seventytwo hours to find out if I had a vision or you had a vision or he had a vision to find out Eternity,

who journeyed to Denver, who died in Denver, who came back to Denver & waited in vain, who watched over Denver & brooded & loned in Denver

and finally went away to find out the Time, & now Denver is lonesome for her heroes,

who fell on their knees in hopeless cathedrals praying for each other’s salvation and light and breasts, until the soul illuminated its hair for a second,

who crashed through their minds in jail waiting for impossible criminals with golden heads and the charm of reality in their hearts who sang sweet

blues to Alcatraz,

who retired to Mexico to cultivate a habit, or Rocky Mount to tender Buddha or Tangiers to boys or Southern Pacific to the black locomotive or

Harvard to Narcissus to Woodlawn to the daisychain or grave,

who demanded sanity trials accusing the radio of hypnotism & were left with their insanity & their hands & a hung jury,

who threw potato salad at CCNY lecturers on Dadaism and subsequently presented themselves on the granite steps of the madhouse with shaven

heads and harlequin speech of suicide, demanding instantaneous lobotomy, and who were given instead the concrete void of insulin

Metrazol electricity hydrotherapy psychotherapy occupational therapy pingpong & amnesia,

who in humorless protest overturned only one symbolic pingpong table, resting briefly in catatonia, returning years later truly bald except for a wig

of blood, and tears and fingers, to the visible madman doom of the wards of the madtowns of the East, Pilgrim State’s Rockland’s and

Greystone’s foetid halls, bickering with the echoes of the soul, rocking and rolling in the midnight solitude-bench dolmen-realms of love,

dream of life a nightmare, bodies turned to stone as heavy as the moon, with mother finally ******, and the last fantastic book flung out of

the tenement window, and the last door closed at 4 A.M. and the last telephone slammed at the wall in reply and the last furnished room

emptied down to the last piece of mental furniture, a yellow paper rose twisted on a wire hanger in the closet, and even that imaginary,

nothing but a hopeful little bit of hallucination—ah, Carl, while you are not safe I am not safe, and now you’re really in the total animal soup

of time—and who therefore ran through the icy streets obsessed with a sudden flash of the alchemy of the use of the ellipsis catalogue a

variable measure and the vibrating plane,

who dreamt and made incarnate gaps in Time & Space through images juxtaposed, and trapped the archangel of the soul between 2 visual images

and joined the elemental verbs and set the noun and dash of consciousness together jumping with sensation of Pater Omnipotens Aeterna Deus

to recreate the syntax and measure of poor human prose and stand before you speechless and intelligent and shaking with shame, rejected yet

confessing out the soul to conform to the rhythm of thought in his naked and endless head, the madman bum and angel beat in Time, unknown,

yet putting down here what might be left to say in time come after death, and rose reincarnate in the ghostly clothes of jazz in the goldhorn shadow

of the band and blew the suffering of America’s naked mind for love into an eli eli lamma lamma sabacthani saxophone cry that shivered the cities

down to the last radio with the absolute heart of the poem of life butchered out of their own bodies good to eat a thousand years.

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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