A veces la poesía no alcanza, no llega. En esos casos, uno intenta tirar de los grandes, en especial de los grandes difíciles,

que pueden servir durante algún tiempo, pero si la realidad sube otro escalón o se sube al siguiente rellano, los grandes difíciles

tampoco alcanzan ya a decir, no consiguen nombrar el estado de la cuestión —con esa mezcla de lucidez, penumbra y belleza—.

Digamos que la realidad —que es el territorio del ser, pero que nadie se asuste— ha dado otra vuelta de tuerca y los grandes

ya no llegan.

Para no dejar un sembrado de dudas: los grandes son los grandes: los que nadie discute. Personalmente busqué sobre todo

en Pessoa, en Vallejo, en Rimbaud, en Aleixandre; también —pero menos— en Eliot, en Pound, en Baudelaire; incluso en

Wallace Stevens. Marosa di Giorgio, que es como irse a un sueño, me permitió sosegarme unos cuantos días especialmente

duros. En cambio, Dylan Thomas o Emily Dickinson casi nunca me sacan del apuro: son sensibilidades extremas: su poesía es

penetrante y corta como un filo pero —para ciertas necesidades— es muy escueta: instantánea como un rayo, entra hasta el fondo

y sale, pero exige unos reflejos muy rápidos que no tengo. 

Neruda o Lorca son enormes pero sólo tienen dos o tres dimensiones —lo que no utilizo como crítica: ellos son así, ya está—.

Hay algunos poetas que son, para mí, de primera línea, pero sólo me dan respuestas concretas, limitadas —creo que no me

explico— ahí están Bukowski y Giannuzzi: cuando la poesía no alcanza, no los busco a ellos.

Hay algunos quizá indiscutibles, como Whitman, que no me lo parecen.

Esta vez me sirvió mucho Luisa Castro, que —de momento— no es grande, ni difícil en el buen sentido: sólo, si acaso,

deliberadamente oscura, pero esa forma de dificultad no cuenta. Supongo que me sirvió porque apenas la conocía y su manera

todavía adolescente de decir y nombrar las cosas me parece atractiva.

Finalmente desistí: renuncié a buscar en los poetas esa certeza que tantas veces me han proporcionado: alguno o varios de

ellos —en general, más de uno, de distinta manera— no sólo alcanzaban lo alto de la realidad, sino que me sobrepasaban:

no los agotaba: ellos llegaban mucho más lejos que yo.

Con Pessoa, Vallejo y Luisa Castro no me quedé, esta vez, completamente solo, pero se trataba sólo de un alivio insuficiente,

pasajero.

 

Por fortuna () apareció Francis Bacon: al parecer había tenido un durísimo enfrentamiento con la realidad —no me refiero a su

realidad personal o social, en varios aspectos, sino a las dificultades para alcanzar la realidad, para llegar a ella pintando—.

Ahí está su propuesta. Aunque controvertida e insuficientemente estudiada, la entiendo —quiero entenderla— como una manera

de seguir adelante, de proseguir. Parece (parece) que la pintura de Bacon apunta, señala más allá, más lejos: adonde nadie

ha llegado todavía. Nos muestra un camino que está abierto: que no está cerrado.

         Que se trate de pintura en vez de palabras no me parece relevante. Lo verdaderamente difícil —lo que nos interesa e importa—

es la realidad, no si es mejor pintarla o decirla con palabras. Esto es: si Bacon, de manera más o menos suficiente y aún poco clara,

consiguió continuar realidad adentro cuando ya sólo nos quedaba una espesa perplejidad, la vía está abierta —no sigue cerrada—

y se trata, por tanto, de una propuesta extremadamente valiosa.

 

En suma, hablamos de la belleza. Quien se abre —o no se abre— camino en la realidad es el hombre, como puede. Se dice que

la belleza es la capacidad de congregar y también se dice que es la verdad de la forma.

Puede (puede) que los recursos que hasta ahora nos han servido para habérnoslas con la realidad hayan caducado —se queden

cortos—. Por decirlo de una manera que me disgusta por abstracta: es el tiempo, la hora de la realidad —que es el territorio del ser,

pero que nadie se asuste—.

La verdad es segunda: va después que la realidad: entiendo que esto es, precisamente, lo que nos ha dicho Bacon pintando: que

la verdad o el pensamiento o el conocer que representa y congela la realidad debe apartarse a un lado, simplemente porque ya es

el tiempo puro y directo de la realidad, que habrá que alcanzar conociéndola de otro modo: renunciando, rechazando a conocerla

como hasta ahora hemos hecho.

 

 

 

 

Narciso de Alfonso

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

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