DIARIO DE A BORDO

ALBERT CAMUS

 

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Crecí en el mar y la pobreza me fue fastuosa; luego perdí el mar y entonces todos los lujos me parecieron grises, la miseria intolerable. Aguardo desde entonces. Espero los navíos que regresan, la casa de las aguas, el día límpido.

Aguardo pacientemente pues soy civilizado con todas mis fuerzas. La gente me ve pasar por las hermosas calles; admiro los paisajes, aplaudo como todo el mundo, estrecho la mano de los conocidos, más no soy yo quien habla. Se me alaba, yo, mientras tanto, sueño un poco; se me ofende, y apenas me asombro. Luego lo olvido y sonrío a quien me ha ultrajado o saludo con demasiada cortesía a quien amo.

¿Qué hacer si no tengo memoria para una sola imagen?

Por último se me exige que diga quién soy. “Nada todavía, nada todavía…”

Es en los entierros donde yo me supero a mí mismo. Allí verdaderamente sobresalgo. Voy andando con paso lento por las afueras de la ciudad florecida de hierro viejo.

Tomo amplias avenidas bordeadas con árboles de cemento que llevan a agujeros de tierra fría. Allí, bajo el cielo apenas enrojecido, contemplo cómo compañeros audaces inhuman a mis amigos a tres metros de profundidad. La flor que una mano gredosa me tiende entonces no deja nunca de ir a parar a la fosa si la arrojo. Alimento la piedad precisa, la emoción exacta, mantengo la nuca convenientemente inclinada. La gente admira el que mis palabras sean tan justas.

Más no tengo mérito alguno: espero.

Espero mucho tiempo. A veces tropiezo, pierdo el pie y el éxito se me escapa. Ello no importa, pues entonces me quedo solo. Me despierto así por la noche y a medias dormido me parece que oigo un ruido de olas, la respiración de las aguas. Ya despierto por completo, reconozco el viento en el follaje y el rumor desdichado de la ciudad desierta. En ese momento, no es suficiente todo mi arte para ocultar mi zozobra o vestirla a la moda.

Otras veces, en cambio, recibo ayuda. En Nueva York ciertos días, perdido en el fondo de esos pozos de piedra y acero donde erran millones de hombres corría de uno a otro agotado, sin lograr ver su fin. Ahogaba entonces el grito que el pánico quería lanzar, pero cada vez que esto me ocurría, a lo lejos el llamado de un remolcador me hacía recordar que esa ciudad, cisterna seca, era una isla y que más allá de la punta de la Battery, el agua de mi bautismo me esperaba, negra y podrida, cubierta de corchos huecos.

Y así, yo que no poseo nada, que he dado mi fortuna, que me detengo en cualquier lugar poco tiempo, estoy sin embargo satisfecho cuando lo quiero, me acomodo a cualquier hora y me ignora la desesperación. El desesperado y yo no tenemos patria. Sé que el mar me precede y me sigue. Aquellos que se aman y tienen que separarse pueden vivir en medio del dolor, mas este sentimiento no es desesperación, pues saben que el amor existe. Y he ahí por qué yo sufro, con los ojos secos, a causa del destierro.

Espero aún. Un día vendrá, en fin…

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