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Abbey está encajonada en el marco de la ventana, que es de madera y ancho
como un armario –de cola-.
Va toda vestida de traslúcido, menos el sombrerito, como los cristales de la ventana,
que son también traslúcidos, no transparentes.
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Está hermosa de juego de piernas –y pies montados- que el faldón del vestido nos
deja ver, con los perfiles recortados por la luz que entra.
Con la taza, quizá del desayuno, en el regazo, parece abstraída o ensimismada, absorta
o ausente, en sus cosas.
Está hermosa de perfil, con los labios que le sobresalen tanto como la nariz –o al revés-
y el breve voladizo de la mandíbula y la caída larga del cuello en vertical hasta las clavículas.
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Y los detalles tiernos de las estrellas en los calcetines, que tienen un elástico que le dejará
marca en el tobillo y el pecho que se medio trasluce, con forma de huevo, y el pelo que
ondula y ondula, dejando desnuda la oreja, y los dedos descarnados y largos de una mano
grande, grande, con la que sujeta el tazón de loza, los detalles.
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