Annalynne se parte el pecho de risa, a carcajadas, tal vez porque se siente traspuesta, dislocada, invertida y cruzada,
todo ello en un sola postura sin gestos reconocibles, como si hubiera descubierto o inventado una nueva distribución
espacial de sí misma que, de algún modo, la acerca a los insectos, crustáceos, coleópteros y tal, quizá por sus piernas
delanteras, que vienen a ser de saltamontes o de cangrejo, infinitamente inhumanas.
Es extraño verla llevándose la contraria motriz, haciendo de su vicio una virtud y abrazándose mucho a sí misma, como
si fuera ella en versión artrópoda, previa a la decisión evolutiva de ponerle alas, aletas o patas, y dejándola, mientras, en
una arquitectura ambigua, muy desvalida funcionalmente, con la boca de dientes bien puestos como la mejor alternativa
armada para sobrellevar este bache, este parón filogenético que tal vez consta en los últimos papeles de Darwin.
Con todo, Annalynne está hermosa de melena y de boca alegre, con las piernas revueltas pero perfectamente perfiladas
en negro sobre blanco y una primerísima impresión de sirena varada, de mujer atrapada, de persona femenina que ha caído
en el cepo de sus propias piernas y que está ahí, detenida, haciendo un surtidor elegante de petróleo, derramándose de
noche hermosa o de oscuridad, absurdamente feliz.
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