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Emily está en el frío o en cualquier otra intemperie interminable y nos mira desde allí,
desde la distancia de la extrañeza o del desamparo o de la indefensión.
Nos mira como si tanto ella como nosotros fuésemos a morir, pero nosotros antes:
estamos en la escena en la que el tren atestado nos lleva al campo de exterminio y
Emily nos ve pasar y nos mira como a muertos, y en sus ojos sólo vemos el vacío
de la conciencia: de la suya y de la nuestra.
Estamos en un universo inhumano, desolado, sin vínculos entre los seres: sólo la muerte
y el terror. La mirada de Emily no pide ni ofrece, no pregunta ni responde: sólo queda
el vacío: ya no conoce ni espera ser conocida.
Emily seguirá andando y deteniéndose, marchando sin dirección, sin destino, perdida:
está más allá del cuerpo y sus necesidades, que ya no recuerda: puede desfallecer de
hambre o de sed o de cansancio, pero sin sentirlo: aunque viera pan o agua no los
reconocería. Cuando oscurezca y no pueda seguir andando porque no vea nada, tal vez
se siente o se recline en el regazo de piedras extrañas, quieta y desvelada, insomne,
mirando la oscuridad con los ojos abiertos, levantándose sin motivo para volverse a tender,
enajenada. Todo es casual, arbitrario, incomprensible: el pensamiento y el corazón y
la vida están rotos, desgajados, escindidos: nada tiene continuación porque nada tiene
comienzo ni fin: todo es absurdo, innecesario, ajeno.
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