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Henrietta está erguida ecuestremente sobre su espinazo y mantiene su posición con el equilibrio
técnico de una bailarina. No parece fácil sostener esos enormes labios en el punto vertical y
horizontal de la tranquilidad: tiene una boca como dos bocas, o dos labios suavemente henchidos
en una boca dual, doble, prodigiosa.
Siempre a favor del verano y de la vida, Henrietta tiene preparado su traje de cisne, por si ha de volar
o bailar o nadar.
Tiene unos ojos claros y separados, pero con un solo argumento en la mirada.
Casi todas las caras tienen el mismo orden, como una estantería bonita en la que no sopla el viento,
o apenas. Todo lo humano, lo natural humano, suele ser muy decente.
Henrietta tiene una disciplina física inmediata, automática: el talle erguido, como si lloviera o no lloviera;
el largo cuello, vertical y centrado; los trece ángeles sentados en la espiga.
Tiene un color indeciso, como de piel nublada o espesa o sumergida y, a la vez, un color pálido, de
sangre oculta o ausente. Podría ser bibliotecaria, pero no de biblioteca, sino de cualquier otro asunto.
Está hermosa con esa cualidad de resorte o de salto que tienen sus piernas, su cadera: tal vez con
el mismo mecanismo íntimo que las patas de un saltamontes, o que las patas fugitivas de una gacela.
Y ese pelo hecho de raíces, como si acabara de arrancar la cabeza entera de la tierra.
Uno aprecia sus grandes párpados caídos, que por algo tienen el prestigio de la sensualidad.
Su frente estrecha y despejada y su segunda gracia: como si para ella nunca fuese tiempo de relajarse
todavía, ni tiempo de cerrar la última ventana, ni tiempo de montarse ni de apearse del caballo:
sino solamente de seguir a solas y de escuchar de oreja a oreja y que todo esté bien, que todo esté muy bien.
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