irina-sheik

 

 

 

 

Irina está hermosa como cuando nos encontramos a alguien inesperadamente, a un desconocido

de mirada extraña y que tiene algo suavemente geométrico y que lleva o no lleva guantes, es igual,

y de las nubes o del desconocido cae una lluvia menuda, lo que viene a ser también como si nos

entrara mucha gente a la vez en la camisa.

Como ya no tenemos nada, sólo unos hombros de madera y un aroma particular, miramos a Irina

durante un rostro fijo y después pintamos en las paredes y en las esquinas unas señales de prohibido

el paso y prohibida la circulación y prohibido aparcar, sólo para que nadie salga ni entre.

Y nos abrazamos a nuestros propios brazos, miserablemente, ingratos, incompetentes, analfabetos,

haciendo señales de humo desde el horizonte apache, llamando la atención de Irina desde la roca

de los montes, lavándonos las orejas de marcelo para oírla mejor cuando se canse de estar recostada

en su alma y busque el verde o cualquier otro color.

Irina está hermosa: la belleza es poseer las versiones originales de unos ojos, de unos labios que hacen

una boca, de una mirada que tiene los pies metidos en el agua, de una nariz y de unas pocas proporciones

o medidas. Ya está.

Las mujeres hermosas se parecen mucho más entre sí que las menos hermosas: por eso es como si las

conociéramos más o antes o enseguida o de un pasado que no recordamos porque nunca pasó, pero

que es más real que si hubiese pasado.

Irina está hermosa porque la belleza es un puente de milímetros, un peso de milígramos, un entretiempo

lento: puede tronar el color oscuro de unos ojos, o no. Puede oler a infinito, o no. Puede que un tiempo

circular arrastre oro, o no.

Irina está hermosa porque no se parece a su suegra, porque su destino nunca acabará en moscardones,

porque sí.

 

 

 


 

 

 

 

 

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