Rianne aguanta el tipo a pesar de la incómoda silla de madera malpintada de purpurina

y de ese jarrón que puede devorarla en cualquier momento.

También la belleza de Rianne logra abrirse paso. Con todo, es idiota ese método de

padecimiento, esa luz modulada, esas feas reliquias que parecen quelonios muertos.

‘Busco lo que me sigue y se me esconde entre arzobispos, por debajo de mi alma y tras

del humo de mi aliento’ –dijo el poeta.

Ya no zumban alrededor de Rianne los dulces moscardones y ella está viva y limpia de piel,

está hermosa de seda negra y de liguero y de medias, con el pelo oscuro recogido con raya

y una trenza griega.

Las ligas cortan de luto el claro día de sus muslos y entre los labios color sangre de su boca,

que no cierra, están de blanco sus dientes más incisivos.

Rianne es mucho más hermosa de lo que muestran estos documentos generales de la época

del segundo imperio; incluso sus ojos solos, aislados, aquí bordeados de negro, son mucho más

hermosos.

Aquí hay, sobre todo, sombras y dolor, sombras y dolor, y Rianne en medio, como una ternera

desposeída.

 

 

 


 

 

 

 

 

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