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La atmósfera está enrarecida como cuando va a llover y los objetos se vuelven extrañamente
nítidos, más reales, y el aire está detenido y se ha hecho un silencio largo, de sonido y sombra.
La muchacha tiene la autoridad de una joven reina solemne, caprichosa y tirana, sentada en
el trono de su infancia y esposada con dos cuerdas a las cuerdas del columpio.
Tiene esa edad que está fuera de los años y que la hace enigmática y poderosa, como tocada
por el dedo de los dioses.
En sus ojos negros y en su cabello negro y en su mirada negra es donde está la tormenta que
se siente ya a su alrededor, oscureciendo el paisaje, matando a las mariposas. Nos mira sin salir
apenas de su introversión, de su oscuro reino, de su intimidad, de su clausura interior, con una
mirada natural y entera que nos objetiva sin piedad, sin concesiones, y que nos hace sentir secos
vertebrados de dos piernas pendientes de su aprobación, de su permiso para seguir viviendo.
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‘Nadie comprende el perfume de la oscura magnolia de tu vientre. Nadie sabe que martirizas un
colibrí de amor entre los dientes. Mil caballitos persas se duermen en la plaza con luna de tu frente.’
Lo dijo el poeta, claro, quién lo va a decir. Hay (muy) pocos asuntos que le importen a la joven reina
y nosotros no estamos entre ellos.
Con el pecho frío y traspasado por linternas sordas buscamos nuestro lugar bajo las rosas tibias
de su cama, donde los muertos gimen esperando turno.
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