alice munro

 

       las lunas de júpiter

 

 

 

  Prue

 

 

 

[ezcol_2third] Prue vivía con Gordon. Eso fue después de que Gordon hubiese dejado a su mujer y antes de que volviese con ella (un año y cuatro meses en total). Algún tiempo después, él y su mujer se divorciaron. Después vino un período de indecisión, de vivir juntos de vez en cuando; luego la esposa se fue a Nueva Zelanda, probablemente para siempre.

Prue no volvió a la isla de Vancouver donde Gordon la había conocido cuando estaba trabajando como camarera en un hotel de temporada. Consiguió un empleo en Toronto, en una floristería. En aquella época tenía muchos amigos en Toronto, la mayoría de ellos amigos de Gordon y de su mujer. Les gustaba Prue y estaban dispuestos a sentirlo por ella, pero ella se burlaba hasta que lo dejaban. Es muy agradable. Tiene lo que los canadienses del este llaman un acento inglés, aunque nació en Canadá, en Duncan, en la isla de Vancouver. Su acento le sirve para decir las cosas más cínicas de forma simpática y despreocupada. Ella presenta su vida en anécdotas y, aunque el sentido de la mayoría de sus anécdotas sea que las esperanzas se han desvanecido, que los sueños son ridículos, que las cosas nunca resultan ser como se esperaba, que todo se altera de un modo grotesco y nunca hay una explicación, las personas siempre se sienten animadas después de escucharla; dicen de ella que es un alivio encontrarse con alguien que no se tome demasiado en serio, que sea tan poco vehemente, tan civilizada, y que nunca formule ninguna petición ni queja auténticas.

La única cosa de la que se queja fácilmente es de su nombre. Prue es de colegiala, dice, y Prudence es de doncella vieja. Los padres que le dieron aquel nombre debían de haber sido demasiado cortos de vista incluso para tener en cuenta la pubertad. ¿Qué hubiera sucedido, dice, si se hubiese desarrollado mucho de pecho, o si hubiera llegado a tener una mirada voluptuosa? ¿O era el mismo nombre una garantía para que no llegase a ello? Ahora, a sus cuarenta y muchos, delgada y agradable, atendiendo a los clientes con una respetuosa vivacidad, complaciendo a los invitados, podría no hallarse lejos de lo que aquellos padres tenían en mente: brillante y atenta, una espectadora jovial. Es difícil admitir su madurez, su maternidad, sus problemas reales.

Sus hijos ya adultos, fruto de un prematuro matrimonio en la isla de Vancouver que ella llama un desastre cósmico, vienen a verla y, en lugar de querer dinero, como los hijos de otras personas, le traen regalos, intentan arreglarle las cuentas, hacen que le pongan aislamiento en la casa. Ella está encantada con sus regalos, escucha sus consejos y, como una hija alocada, olvida responder a sus cartas.

Sus hijos esperan que no esté en Toronto por Gordon. Todo el mundo lo espera. Ella se reiría de la idea. Da fiestas y va a fiestas; a veces sale con otros hombres. Su actitud hacia el sexo es muy tranquilizadora para aquellos de sus amigos que caen en terribles estados de pasión y de celos y quieren zafarse de sus amarras. Parece considerar el sexo como un capricho saludable y algo tonto, como el bailar o la buena comida, algo que no debería interferir con que las personas sean amables y agradables las unas para con las otras.

Ahora que su mujer se ha ido para siempre, Gordon va a ver a Prue de vez en cuando, y a veces la invita a cenar fuera. A veces no van a un restaurante, a veces van a su casa. Gordon es un buen cocinero. Cuando Prue o su mujer vivían con él, era incapaz de cocinar, pero en cuanto se puso a ello se convirtió, y lo dice en serio, en mejor que cualquiera de ellas.

Hace poco, él y Prue estaban cenando en casa de Gordon. Había hecho pollo Kiev y crema quemada de postre. Como la mayoría de los cocineros recientes y serios, hablaba de comida.

Gordon es rico, comparado con Prue y con la mayoría de gente. Es neurólogo. Su casa es nueva y está construida en una colina al norte de la ciudad, donde antes había granjas pintorescas e improductivas. Ahora allí hay casas muy caras, singulares, diseñadas por arquitectos, en parcelas de medio acre. Prue, cuando describe la casa de Gordon, dice:
—¿Sabes que hay cuatro cuartos de baño? De modo que si cuatro personas quieren tomar un baño al mismo tiempo no hay problema. Parece un poco exagerado, pero está muy bien, realmente, y nunca tienes que atravesar el salón.

La casa de Gordon tiene una zona de comedor elevada, una especie de plataforma rodeada de un hueco para conversar y otro para escuchar música y de un bancal con muchas plantas bajo el cristal inclinado. Desde el comedor no se puede ver el vestíbulo, pero no hay paredes intermedias, de modo que desde una zona se puede oír algo de lo que ocurre en la otra.

Durante la cena sonó el timbre. Gordon pidió disculpas y bajó las escaleras. Prue oyó una voz de mujer. La persona a quien pertenecía todavía estaba fuera, de modo que no pudo oír las palabras. Oyó la voz de Gordon, un tono bajo y cauteloso. La puerta no se cerró, parecía que no se hubiese invitado a pasar a la persona, pero las voces siguieron, sordas y enojadas. De repente se escuchó un grito de Gordon y apareció a mitad de las escaleras, haciendo ademanes con los brazos.
—La crema quemada —dijo—. ¿Podrías encargarte?
Bajó corriendo mientras Prue se levantaba e iba a la cocina para salvar el postre. Cuando volvió, él estaba subiendo las escaleras más despacio, con aspecto inquieto y cansado.
—Una amiga —dijo abatido—. ¿Estaba bien?
Prue se dio cuenta de que hablaba de la crema quemada y dijo que sí, que perfecta, que había llegado justo a tiempo. Él le dio las gracias, pero no se animó. Parecía que no era el postre lo que le preocupaba, sino lo que fuera que había sucedido en la puerta. Para alejar su mente de ello, Prue empezó a hacerle preguntas profesionales sobre las plantas.
—No sé nada de eso —le dijo—. Y tú lo sabes.
—Pensé que podías haber aprendido. Como la cocina.
—Ella se encarga de las plantas.
—¿La señora Carr? —dijo Prue, nombrando a su asistenta.
—¿Quién pensabas?
Prue se sonrojó. Odiaba que pensasen que recelaba.
—El problema es que creo que me gustaría casarme contigo —dijo Gordon, sin ningún apreciable cambio en su humor. Gordon es un hombre grande, de rasgos duros. Le gusta llevar ropa gruesa, suéters abultados. Sus ojos azules están a menudo enrojecidos y su expresión indica que hay un alma indefensa y confundida retorciéndose dentro de esa formidable fortaleza.
—Qué problema —dijo Prue jovialmente, aunque conocía a Gordon lo suficiente como para saber que lo era.

El timbre sonó de nuevo, sonó dos, tres veces, antes de que Gordon pudiese llegar a la puerta. Esta vez hubo un estrépito, como de algo arrojado y que caía con fuerza. La puerta se cerró de golpe e inmediatamente después se veía de nuevo a Gordon. Vaciló en los escalones y se llevó una mano a la cabeza haciendo al mismo tiempo un gesto con la otra mano para indicar que no había sucedido nada grave, que Prue se sentase.
—Condenado maletín —dijo—. Me lo ha tirado.
—¿Te dio?
—Pasó rozando.
—Hizo mucho ruido para ser un maletín. ¿Estaba lleno de piedras?
—Probablemente de botes. Su desodorante y demás.
—Oh.
Prue le miró mientras se servía una copa.
—Me gustaría tomar un café, si es posible —dijo ella. Fue a la cocina a poner el agua y Gordon la siguió.
—Creo que estoy enamorado de esa persona —dijo él.
—¿Quién es ella?
—No la conoces. Es muy joven.
—Oh.
—Pero realmente creo que me quiero casar contigo, dentro de unos cuantos años.
—¿Cuando ya no estés enamorado?
—Sí.
—Bueno. No creo que nadie sepa lo que puede pasar en unos cuantos años.

Cuando Prue cuenta esto dice:
—Creo que tenía miedo de que me fuera a reír. No sabe por qué se ríe la gente ni por qué le arrojan sus maletines de fin de semana, pero se ha dado cuenta de que lo hacen. Realmente, es una persona muy correcta. Una estupenda cena. Entonces llega ella y le tira la maleta. Y es totalmente razonable que piense en casarse conmigo dentro de unos años, cuando ya no esté enamorado. Creo que primero pensó en decírmelo de manera que no le diera vueltas a la cabeza.

Ella no menciona que a la mañana siguiente cogió uno de los gemelos de Gordon de su cómoda. Los gemelos son de ámbar y los compró en Rusia, en las vacaciones que hicieron él y su esposa cuando volvieron a juntarse. Parecen cuadrados de azúcar cristalizada, dorados, translúcidos, y éste se aprecia rápidamente en su mano. Lo deja caer en el bolsillo de su chaqueta. Coger uno no es realmente un robo. Podría ser un recuerdo, una travesura íntima, una tontería.

Está sola en casa de Gordon; él se ha ido temprano, como siempre. La asistenta no llega hasta las nueve. Prue no tiene que estar en la tienda hasta las diez. Se podría hacer el desayuno, quedarse y tomar café con la asistenta, que es amiga suya de antaño. Pero en cuanto tiene el gemelo en el bolsillo no se detiene. La casa parece un lugar demasiado desolado como para pasar ni un sólo momento más en ella. Fue Prue, en realidad, quien ayudó a escoger el terreno para la construcción, pero ella no es la responsable de la aprobación de los planos… la esposa estaba de vuelta para entonces.

Cuando llega a su casa pone el gemelo en una vieja lata de tabaco. Sus hijos compraron esta lata de tabaco en una chatarrería y se la regalaron. En aquel tiempo ella fumaba y sus hijos estaban preocupados por ella, así que le dieron esta lata llena de toffees, de caramelos y de pastillas de gelatina, con una nota que decía: «Por favor, en vez de fumar, engorda». Eso fue para su cumpleaños. Ahora la lata tiene “dentro varias otras cosas además del gemelo. Todo cosas pequeñas, no de gran valor, pero tampoco despreciables. Un pequeño plato de esmalte, una cuchara de sal de plata de ley, un pez de cristal. No son recuerdos sentimentales. Ella nunca se los mira, y se olvida a menudo de lo que tiene allí. No son botines, no tienen un significado ritual. Ella no se lleva algo cada vez que va a casa de Gordon, ni cada vez que se queda, ni para señalar lo que ella podría llamar visitas memorables. Ella no lo hace ofuscada y no parece sentir ningún apremio. Sencillamente coge algo de vez en cuando, y lo oculta en la vieja lata de tabaco, y más o menos se olvida de ello.

 

 

 

Prue

 

 

 

Prue used to live with Gordon. This was after Gordon had left his wife and before he went back to her—a year and four months in all. Some time later, he and his wife were divorced. After that came a period of indecision, of living together off and on; then the wife went away to New Zealand, most likely for good.

Prue did not go back to Vancouver Island, where Gordon had met her when she was working as a dining-room hostess in a resort hotel. She got a job in Toronto, working in a plant shop. She had many friends in Toronto by that time, most of them Gordon’s friends and his wife’s friends. They liked Prue and were ready to feel sorry for her, but she laughed them out of it. She is very likable. She has what eastern Canadians call an English accent, though she was born in Canada—in Duncan, on Vancouver Island. This accent helps her to say the most cynical things in a winning and lighthearted way. She presents her life in anecdotes, and though it is the point of most of her anecdotes that hopes are dashed, dreams ridiculed, things never turn out as expected, everything is altered in a bizarre way and there is no explanation ever, people always feel cheered up after listening to her; they say of her that it is a relief to meet somebody who doesn’t take herself too seriously, who is so unintense, and civilized, and never makes any real demands or complaints.

The only thing she complains about readily is her name. Prue is a schoolgirl, she says, and Prudence is an old virgin; the parents who gave her that name must have been too shortsighted even to take account of puberty. What if she had grown a great bosom, she says, or developed a sultry look? Or was the name itself a guarantee that she wouldn’t? In her late forties now, slight and fair, attending to customers with a dutiful vivacity, giving pleasure to dinner guests, she might not be far from what those parents had in mind: bright and thoughtful, a cheerful spectator. It is hard to grant her maturity, maternity, real troubles.

Her grownup children, the products of an early Vancouver Island marriage she calls a cosmic disaster, come to see her, and instead of wanting money, like other people’s children, they bring presents, try to do her accounts, arrange to have her house insulated. She is delighted with their presents, listens to their advice, and, like a flighty daughter, neglects to answer their letters.

Her children hope she is not staying on in Toronto because of Gordon. Everybody hopes that. She would laugh at the idea. She gives parties and goes to parties; she goes out sometimes with other men. Her attitude toward sex is very comforting to those of her friends who get into terrible states of passion and jealousy, and feel cut loose from their moorings. She seems to regard sex as a wholesome, slightly silly indulgence, like dancing and nice dinners—something that shouldn’t interfere with people’s being kind and cheerful to each other.

Now that his wife is gone for good, Gordon comes to see Prue occasionally, and sometimes asks her out for dinner. They may not go to a restaurant; they may go to his house. Gordon is a good cook. When Prue or his wife lived with him he couldn’t cook at all, but as soon as he put his mind to it he became—he says truthfully—better than either of them.

Recently he and Prue were having dinner at his house. He had made Chicken Kiev, and crème brûlée for dessert. Like most new, serious cooks, he talked about food.

Gordon is rich, by Prue’s—and most people’s—standards. He is a neurologist. His house is new, built on a hillside north of the city, where there used to be picturesque, unprofitable farms. Now there are one-of-a-kind, architect-designed, very expensive houses on half-acre lots. Prue, describing Gordon’s house, will say, “Do you know there are four bathrooms? So that if four people want to have baths at the same time there’s no problem. It seems a bit much, but it’s very nice, really, and you’d never have to go through the hall.”

Gordon’s house has a raised dining area—a sort of platform, surrounded by a conversation pit, a music pit, and a bank of heavy greenery under sloping glass. You can’t see the entrance area from the dining area, but there are no intervening walls, so that from one area you can hear something of what is going on in the other.

During dinner the doorbell rang. Gordon excused himself and went down the steps. Prue heard a female voice. The person it belonged to was still outside, so she could not hear the words. She heard Gordon’s voice, pitched low, cautioning. The door didn’t close—it seemed the person had not been invited in—but the voices went on, muted and angry. Suddenly there was a cry from Gordon, and he appeared halfway up the steps, waving his arms.

“The crème brûlée,” he said. “Could you?” He ran back down as Prue got up and went into the kitchen to save the dessert. When she returned he was climbing the stairs more slowly, looking both agitated and tired.

“A friend,” he said gloomily. “Was it all right?”

Prue realized he was speaking of the crème brûlée, and she said yes, it was perfect, she had got it just in time. He thanked her but did not cheer up. It seemed it was not the dessert he was troubled over but whatever had happened at the door. To take his mind off it, Prue started asking him professional questions about the plants.

“I don’t know a thing about them,” he said. “You know that.”

“I thought you might have picked it up. Like the cooking.”

“She takes care of them.”

“Mrs. Carr?” said Prue, naming his housekeeper.

“Who did you think?”

Prue blushed. She hated to be thought suspicious.

“The problem is that I think I would like to marry you,” said Gordon, with no noticeable lightening of his spirits. Gordon is a large man, with heavy features. He likes to wear thick clothing, bulky sweaters. His blue eyes are often bloodshot, and their expression indicates that there is a helpless, baffled soul squirming around inside this doughty fortress.

“What a problem,” said Prue lightly, though she knew Gordon well enough to know that it was.

The doorbell rang again, rang twice, three times, before Gordon could get to it. This time there was a crash, as of something flung and landing hard. The door slammed and Gordon was immediately back in view. He staggered on the steps and held his hand to his head, meanwhile making a gesture with the other hand to signify that nothing serious had happened, Prue was to sit down.

“Bloody overnight bag,” he said. “She threw it at me.”

“Did it hit you?”

“Glancing.”

“It made a hard sound for an overnight bag. Were there rocks in it?”

“Probably cans. Her deodorant and so forth.”

“Oh.”

Prue watched him pour himself a drink. “I’d like some coffee, if I might,” she said. She went to the kitchen to put the water on, and Gordon followed her.

“I think I’m in love with this person,” he said.

“Who is she?”

“You don’t know her. She’s quite young.”

“Oh.”

“But I do think I want to marry you, in a few years’ time.”

“After you get over being in love?”

“Yes.”

“Well. I guess nobody knows what can happen in a few years’ time.”

WHEN PRUE TELLS about this, she says, “I think he was afraid I was going to laugh. He doesn’t know why people laugh or throw their overnight bags at him, but he’s noticed they do. He’s such a proper person, really. The lovely dinner. Then she comes and throws her overnight bag. And it’s quite reasonable to think of marrying me in a few years’ time, when he gets over being in love. I think he first thought of telling me to sort of put my mind at rest.”

She doesn’t mention that the next morning she picked up one of Gordon’s cufflinks from his dresser. The cufflinks are made of amber and he bought them in Russia, on the holiday he and wife took when they got back together again. They look like squares of candy, golden, translucent, and this one warms quickly in her hand. She drops it into the pocket of her jacket. Taking one is not a real theft. It could be a reminder, an intimate prank, a piece of nonsense.

She is alone in Gordon’s house; he has gone off early, as he always does. The housekeeper does not come till nine. Prue doesn’t have to be at the shop until ten; she could make herself breakfast, stay and have coffee with the housekeeper, who is her friend from olden times. But once she has the cufflink in her pocket she doesn’t linger. The house seems too bleak a place to spend an extra moment in. It was Prue, actually, who helped choose the building lot. But she’s not responsible for approving the plans—the wife was back by that time.

When she gets home she puts the cufflink in an old tobacco tin. The children bought this tobacco tin in a junk shop years ago, and gave it to her for a present. She used to smoke, in those days, and the children were worried about her, so they gave her this tin full of toffees, jelly beans, and gumdrops, with a note saying, “Please get fat instead.” That was for her birthday. Now the tin has in it several things besides the cufflink—all small things, not of great value but not worthless, either. A little enamelled dish, a sterling-silver spoon for salt, a crystal fish. These are not sentimental keepsakes. She never looks at them, and often forgets what she has there. They are not booty, they don’t have ritualistic significance. She does not take something every time she goes to Gordon’s house, or every time she stays over, or to mark what she might call memorable visits. She doesn’t do it in a daze and she doesn’t seem to be under a compulsion. She just takes something, every now and then, and puts it away in the dark of the old tobacco tin, and more or less forgets about it.[/ezcol_2third][ezcol_1third_end][/ezcol_1third_end]

 

 

 

 

Para Bob Weaver

 

Alice Munro
Las lunas de Júpiter
Título original: The Moons of Jupiter
Alice Munro, 1982
Traducción de Esperanza Pérez Moreno

 

 

 

 

 

La ganadora del premio Nobel de literatura 2013 es una cuentista canadiense
con una extensa obra, la mayoría traducida al español. Nacida en 1931, su
primer cuento fue publicado en 1950, a los 19 años, cuando estudiaba en la
Universidad de Wester Ontario. En 1963 abrió con su primer esposo Munro’s
Book, una librería en Victoria, Canadá. Desde 1977 se convirtió en una de las
autoras más publicadas en el New Yorker, donde han seguido apareciendo
sus cuentos hasta hoy.

Entre los temas recurrentes de su obra están el paso de la infancia a la
adolescencia y a la vida adulta, las ambigüedades del afecto y el odio en las
familias, los relatos de las experiencias que dieron sentido a la vida de mujeres
y hombres, la vejez y las relaciones con los viejos. Casi todos los cuentos ocurren
en Ontario o en la costa pacífica del Canadá y los personajes, muchos de los
cuales se repiten en diversas narraciones, van conformando una compleja y
muy matizada descripción de las costumbres regionales y de su cambio a lo
largo del siglo XX. En muchos se cuenta cómo el significado de una experiencia,
de una muerte, una enfermedad, una infidelidad o una separación, cambia
con el tiempo y cambia a los personajes. Los hechos son con frecuencia muy
dramáticos, pero la sobriedad del lenguaje, la falta de ostentación en el relato
los hacen aún más conmovedores, pero sin gritos ni exaltaciones.

Las narraciones aparecen a primera vista muy simples y escritas en un lenguaje
transparente, con un mínimo de adorno retórico. La austeridad en el uso de la
metáfora, del decorado poético, está compensada por detalles reveladores,
matices y gestos que dan riqueza a los cuentos. Las estructuras ocultas de
los cuentos son muy complejas, sobre todo por la forma como se superponen
varias cronologías: los acontecimientos van cambiando de carácter con el
paso del tiempo y a veces los personajes descubren que ellos mismos son
del todo distintos.

 

 

 

 

Libros

 

 

Ha publicado 14 colecciones de cuentos, de las cuales se han traducido
al español 11. A continuación se señala la biblioteca bogotana donde se
encuentran: Luis Ángel Arango (LAA), donde están casi todos, o
Universidad de los Andes (UA), Universidad Nacional (UN) o Biblioteca
Nacional (BN).

 

 

– Dance of the Happy Shades, 1968. No en LAA. Algunos de sus cuentos están en Selected Stories (LAA).

– Lives of Girls and Women, 1971. Publicada en español como Las vidas de las mujeres, Lumen 2011. (UA). Relatos entrecruzados, publicados como una novela, la única que habría escrito.

– Something I’ve Been Meaning to Tell you, 1974. No en LAA. Algunos de sus cuentos están en Selected Stories (LAA).

– The Beggar Maid: Stories of Flo and Rose, 1978. LAA. Publicada también como Who Do You Think You Are?

– The Moons of Jupiter, 1982. Publicado como Las lunas de Júpiter, Esperanza Pérez Moreno, Versal, 1990. Su primer libro publicado en español. No en LAA. En BN.

– The progress of love, 1986. Versión castellana como El progreso del amor, de Flora Casas. Madrid, Debate, 1991. LAA.

– Friends of My Youth, 1990. (UA). Publicado como Amistad de juventud, traducción de Esperanza Pérez Moreno, Barcelona, Versal, 1990. No en LAA.

– Open secrets. 1994. Publicado como Secretos a voces, traducción Flora Casas, 1996. LAA.

– The Love of a Good Woman. 1998. Publicado como El amor de una mujer generosa: relatos. Traducción de Javier Alfaya Bula, José Hamad, Javier Alfaya McShane., 2002. LAA.

– Hateship, friendship, courtship, loveship, marriage: stories. 2001. LAA publicado como Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, traducción de Marcelo Cohen, 2003, LAA.

– Runaway. 2004 (UA). Traducido como Escapada, traducción de Carmen Aguilar, 2005. LAA.

– The Views from Castle Rock. 2006. (UA). Publicado como La vista desde Castle Rock; traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla, 2008. LAA. Relatos sobre varias generaciones de sus antepasados escoceses: en uno de los cuentos ella llega en bus al pueblito escocés donde están las viejas casas y las tumbas de sus tatarabuelos.

– Too much happiness. 2009. (UA). Publicado como Demasiada felicidad; Lumen, 2010. No en LAA.

– Dear Life, (UA) publicado como Mi vida querida; Lumen, 2013. No en LAA.

Los cuatro relatos finales forman “una unidad separada, de sensibilidad autobiográfica, aunque no siempre lo sean en cuanto a los hechos. Creo que son las primeras y últimas cosas -y las más cercanas-, que tengo que decir sobre mi propia vida”.

 

 

 

Cuentos notables:

 

 

– “Radicales Libres” “Free radicals”. (2008) http://www.lanacion.com.ar/1627710-un-cuento-de-alice-munro-radicales-libres. De la edición española de Demasiada felicidad.

– “Ficcion” http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/Alice-Munro-Ficcion-Demasiada-Felicidad_0_1008499598.html?utm_source=twitterfeed&utm_medium=twitter

De la edición española de Demasiada felicidad.

– “Material”. 1973. Una mujer separada reconoce que su marido la ha usado como “material” para su obra literaria.

– “Prue”. 1981.http://destinosintermedios.blogspot.com/ traducción de Esperanza Pérez Moreno.

 

 

 

 

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