No es solamente que uno ame al bisonte de Altamira: se trata más bien de que su color sangre está
mezclado con mi sangre desde antes de que yo empezara a caminar: o, más que a caminar, cuando
entonces, yo quería hacer un ruido propio y sonoro con los zapatos: estaba ya jugando —seriamente—
a autoafirmarme.
Su color sangre está disuelto en lo rojo de mi sangre: y es que mi padre fumaba Bisonte como un
carretero y, cada tanto, yo procuraba comerme el papel del paquete de cigarrillos y, con cierta frecuencia,
llegaba a devorar el lomo del gran bisonte que estaba estampado sobre blanco. De los muchos bisontes
de Altamira, los fabricantes del tabaco habían elegido a uno erguido, de pie, tranquilo, grandote.
Después, durante algunos años, sobre todo en invierno, al ir y volver de la escuela, esperé, busqué con la
vista, en la niebla de la mañana y en la penumbra del anochecer, la roja silueta del bisonte.
Siempre supe que estaba ahí, ¿dónde iba a estar?, pero yo quería, deseaba, necesitaba verlo:
saber que estaba bien.
Más tarde, otros días, mucho después, encontré otros símbolos, y tabaco y mundo y carne, con un
horizonte de entrada: no me quedó más remedio que elegir entre el todo y la parte.
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