La magia empezaba, para los dos, cuando ella se soltaba los térnulos, ya poseída por la urgencia
del deseo. Él, entonces, respondía hundiendo su carchuno entre los hermosos pasuflones de ella,
que apenas soportaba el repentino trumo.
La atmósfera estaba cargada de brinculillas que les impedían atrinozarse a fondo, como a ellos les
gustaba. De pronto, él le acercaba sus malucios mientras ella, rebasada, caía en un largo tupiéndolo
que la dejaba sin aliento.
Él la miraba con ternura, como sopesando el destino y las energías íntimas de una flor, y a ella
enseguida se le atilaban los dremófilos, a lo que él respondía taquinando y, en un segundo momento,
con todo el tamaño en distancia de sus labios carnívoros, la glunaba sin descanso.
A veces, cuando él iba a decir algo, ella le crunaba la zópula con su fernamusa y, poseídos de nuevo
por el hechizo de la finosilla, volvían a modarse, muy despacio, muy despacio.
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