La conciencia adánica de Clarice Lispector

 

por Andrés Barba

 

Novelista, ensayista, traductor, guionista y fotógrafo español

Marzo 2004 – Nueva Revista número 092

 

 

Yo, que entiendo el cuerpo. Y sus crueles exigencias. Siempre he conocido el cuerpo.

Su vórtice que marea. El cuerpo extraño y grave que no sé de quién es.

                                                                                                            Clarice Lispector

 

 

 

Tengo un hermoso retrato de Clarice Lispector frente a mí, en el que la escritora debe

de rondar la cuarentena. La barbilla ligeramente alzada, la mirada un tanto desafiante, como

desafía una mujer que es perfectamente consciente de su hermosura y la esgrime para burlarse

precisamente de aquellos que la buscan. Está, a la vez, extrañamente, muy bien maquillada.

El rímel negro, colocado con sutileza, aumenta la oblicuidad y hace resaltar el verde marítimo

de los ojos. Diré más aún; los ojos un poco entornados; hay demasiadas pestañas, parece que

la estorbaran para ver, pero a nosotros no nos estorban para verlos a ellos. Y una cosa más:

la sensación de que esos ojos, aun cuando lloren, deben mantener esa impávida frialdad y lentitud,

como si supieran que el acercamiento, a lo que quiera que sea, se hace de un modo gradual y penoso,

atravesando incluso lo contrario de aquello a lo que uno se aproxima y, habiendo hecho ya ese

descubrimiento, no tuvieran ninguna prisa en vivir. Está hermosamente seria; reta y promete al

mismo tiempo. Los labios perfectamente pintados, serios, pero sin la más mínima señal de un fruncido,

se elevan por la posición de la barbilla en un gesto que en cualquier mujer daría el aspecto de un

ofrecimiento, pero que aquí muestran un claro desdén.

El vestido es elegante y blanco, como los pendientes y el collar de perlas. Sus rasgos no son brasileños,

por mucho que el sol le haya dorado la piel o Brasil le haya entrado en la sangre como una bebida

demasiado fuerte. Ha nacido en Ucrania. Hay algo demasiado seguro, demasiado firme en esa mandíbula

que se alza, no ha dejado de ser extranjera. Recluida en sí misma, no permite advertir al fotógrafo ni uno

solo de sus pensamientos. Ya vinieron, antes que él, otros fotógrafos, otros pintores (De Chirico, Scliar)

y fracasaron igualmente. Pero nosotros sí sabemos lo que piensa esta mujer, por mucho que para el fotógrafo

no sea más que la mujer del diplomático, a quien debe hacer unas fotografías, por mucho que el fotógrafo

se burle un poco ridículamente de esta vida que a él le parece molesta, de quien se venga diciéndole cómo

debe ponerse.

 

[…]

 

Si el encuentro con un clásico es el encuentro con un autor que nos hace preguntarnos

cómo hemos podido pretender que comprendemos nuestra propia experiencia antes de

leerlo, entonces Clarice Lispector es indiscutiblemente un clásico. Un clásico, además,

desde esa primera extraña joya de Cerca del corazón salvaje (escrita con la friolera de

diecisiete años) hasta sus obras más maduras como La manzana en la oscuridad, La pasión

según G . H. o el Libro de los placeres. No hay nada en la narrativa de Lispector que salga

de lo estrictamente cotidiano; hombres que abandonan a perros, mujeres que pasean solas

por sus casas en una mañana anodina, haciendas desatendidas, sirvientas simples de las

que sus novios se burlan, gallinas a las que hay que sacrificar para una fiesta, y sin embargo

este espacio de lo real en el que todo se enmarca, es resaltado, agigantado, y roto en su

propia conciencia orgánica del hecho, en una conciencia que es, al mismo tiempo,

profundamente sentimental y sin embargo objetiva.

 

[…]

 

 

El camino de Lispector es un camino ascético en el que conciencia y erotismo, en sus tres estadios,

se confunden. Un camino en el que el erotismo de lo material (cuerpos y objetos) sirve de base al erotismo

de los afectos y lo impulsa hasta el erotismo de lo místico, que es el más alto de todos y en el que se produce

el encuentro estático ante la cosa o la persona transfigurada. Esta ascesis es muy clara en la estructura

de muchas de sus obras, pero especialmente en las novelas La araña, La hora de la estrella, el libro de relatos

El Vía Crucis del cuerpo y sobre todo en ese extraño texto de Aprendizaje, o el Libro de los placeres.

Cada ingreso en un nuevo estadio se produce a través de la extrañeza, de la curiosidad del ser y de la

incomprensión. Nada como concentrar la atención en un rasgo o un objeto, por muy habitual que éste sea,

para que comience la extrañeza. Un hombre que repita su propio nombre durante un buen espacio de tiempo,

concentrándose en todos los aspectos que lo componen ?su sonoridad, la grafía con la que está escrito,

el timbre de distintas voces que lo pronuncian?, se separará inmediatamente de él, objetivándolo y se

extrañará; le parecerá que ya no es suyo, que nunca lo ha sido.

 

[…]

 

 

Es cierto que existe en Lispector una desbordada fascinación por los simples, los «idiotas», relacionada

no con la espiritualidad o la santidad con la que es habitual encontrarlo en la historia de la literatura

(Dostoievsky, Flaubert, el etcétera sería interminable) sino con una profunda mundanidad. Sin perder su

carácter ejemplar, ya que son precisamente estos «idiotas» quienes más capacitados se muestran para

una perfecta conciencia de la vida y de lo real, en términos sobre todo afectivos, son, sin embargo, sensibilidades

«castradas» para la vida práctica. Con frecuencia se burlan de ellos o los malinterpretan; su veracidad asusta a

los otros, que acaban alejándose de ellos por pura desesperación. La ambigüedad y la ternura con la que Lispector

elabora estos personajes es una de las razones que hacen de esta escritora una conciencia excepcional.

Son dos los casos en los que estos personajes rozan lo prodigioso; el de la innominada mujer, protagonista

de La hora de la estrella, y el personaje de Ermelinda, una de las mujeres de la hacienda en la que se desarrolla

esa obra maestra de La manzana en la oscuridad. De la primera rescato esta descripción, que puede aplicarse a ambas:

«Dos ojos enormes, redondos, saltones e interrogativos, ojos que preguntaban. ¿A quién preguntaba? ¿A Dios?

Ella no pensaba en Dios. Dios es de quien consigue llegar a él. No sabía que ella era lo que era, tal como un cachorro

no sabe que es cachorro. Por eso no se sentía infeliz. Lo único que quería era vivir. N o sabía para qué, no se lo

preguntaba. Quién sabe, tal vez encontraba que había una ínfima gloria en vivir. Pensaba que una persona estaba

obligada a ser feliz. De modo que lo era». La finísima cuerda floja en la que bailan estos personajes es sorprendente;

no se separan de lo material ni un solo instante, y sin embargo, lo trascienden en su «estupidez» con una conciencia

que es fundamentalmente adánica, pura sorpresa del mundo y su pronunciamiento. Como en los niños, los personajes

de Lispector, en cuanto pueden aplicar un nombre a un objeto circundante, asimilan la denominación al descubrimiento

del ser, y se congelan allí, en la contemplación.

 

[…]

 

El amor en Lispector no tiene nada que ver con el lenguaje. El amor más bien es un acontecimiento

que ocurre contra el lenguaje, pero resulta a la vez que la presencia material del signo (de la palabra, del sonido)

asegura de forma indefectible la realidad del significado, Y de esta manera ellos se apegan a la palabra, no por vía

de la significación, sino por la vía de la existencia. La palabra asegura la existencia.

Miremos, ahora por última vez, la fotografía. En este momento su gesto parece un poco más cansado, pero ya no

podemos decir nada sobre él. Se puede decir que la sustancia de Lispector, la que le hace ser la que es,

es inarticulable, que ni siquiera cuando su cuerpo muestra claros síntomas de placer acepta intelectualmente la

idea de estar gozando, como si su propia inteligencia la distrajera de ese placer real de la existencia, que tanto

pronuncia. Por eso calla. Vivir es producir significados, hablar es sufrir.

 

 

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