andrés neuman

 

anatomía sensible:            trascendencias de la piel

 

 

 

 

2019

 

Nadie está por encima de la ropa sucia.

cynthia ozick

 
La sensibilidad pertenece a esa área de las impresiones
que precede al ego, una clase de reacción que es y no es mi reacción.

judith butler

 

 

 

 

trascendencias de la piel

 

 

 

 

Más que recubrirlo, entrega el cuerpo. Expone lo mismo que protege. La piel es lo más propio y, sin embargo, confirma la aparición ajena. Motor hipersensible, colecciona agresiones. Propaga las caricias. Y parece condenada a exagerar. Se le atribuyen aproximadamente cuatro kilogramos y dos metros cuadrados de infinito.

Además de constituir un solo, omnipresente órgano, la piel posee memoria absoluta, como un oído que sintiese el daño en todas las frecuencias. Recuerda cada día con rencor justiciero. En este sentido, representa una suerte de divinidad anatómica. Por eso la adoramos.

Intercambia líquidos, toxinas, intuiciones y afectos con el mundo exterior. Vive rozando sus límites: es su vicio ontológico. Gracias a esa insistencia sabemos que el dolor y el placer son profundidades de superficie, buceos en el reino del ahora. Que no hay frío ni calor, solo pieles que buscan abrigo o se zambullen.

Observada con lente cobra un aire de soga náutica, acaso porque nace sospechando las tormentas de la edad. En etapas ancianas, su sequedad desprende partículas de experiencia y cada mancha adquiere cierta cualidad de Altamira. Al otro extremo, la piel de bebé se nos derrite casi entre los dedos y opera un pequeño prodigio: la cosquilla la siente quien la toca.

Una sedosa nos cautivará con sus brillos de papel de regalo, pero su carácter resbaladizo tenderá a escabullirse. Mejor tracción presenta una piel áspera, por sus terrenos propicios para la escalada del tacto. Las sebosas se dejan amasar con paciencia panadera. Admiten amontonamientos, pliegues y todo género de pellizcos. Las sudorosas emergen al ritmo de las uvas bajo el agua. La falta de prestigio ha empañado su generosidad, que accede a confundir nuestra suciedad con la suya. Sumando otro relieve a su relato, la tatuada se enorgullece de refundarse. Algunos especialistas la llaman metapiel.

En materia de colores, las cegueras políticas suelen eclipsar las realidades ópticas. ¿No parece ridículo postular la hegemonía del color más tenue, el menos destacado en la escala cromática? El don de una piel clara reside en que la luz pasa a través de ella, dejando que las venas se iluminen. El de una piel oscura, en que absorbe esa misma luz, reforzando sus contornos. Otras destellan en función del horario: las aceitunadas se inspiran por las tardes, cuando el sol se hace tierra, mientras que las trigueñas agradecen las mañanas y su brío de yema de huevo.

El capitalismo no ha tardado en explotar las mudanzas de tono, desde obsesivos tratamientos blanqueadores al chamuscado ultravioleta. Nadie ignora el abismo que separa las pigmentaciones de una modelo afro o una estrella del hip-hop y las de un inmigrante cualquiera. También la claridad tiene sus gamas. Nunca serán iguales la lividez malnutrida, la palidez del estudiante y esa blancura preservada bajo parasol.

Quizá la mayor impropiedad consista en reducir la piel a su primera capa. Que es, dermatológicamente hablando, anecdótica para su estructura. Si recurrimos a un dibujo longitudinal, su aspecto puede resultar desconcertante: un colchón por el que asoman los resortes del vello; un acuario poblado de algas psicodélicas; y un apacible suelo cereal. Examinemos estos tres estratos.

En la epidermis se manifiestan los accidentes de la identidad. Unos cuantos fanáticos han creído ver jerarquías en sus índices de melanina, convirtiendo prejuicios en esencias. Ni siquiera la piel escapa al autoengaño.

Aparte de multiplicarla en grosor, la dermis la supera en sensaciones. En esta área se localiza el tejido conectivo o social. De ahí que en ella proliferen glándulas laborales y concentraciones elásticas. Acciones nerviosas y vasos sangrientos. Golpes y traumatismos. Todo eso, en síntesis, que somos más al fondo.

En los espesos yacimientos de la hipodermis aguarda otra clase de energías. La reserva del peso de las cosas. La despensa general, con una convicción de abuela de provincias. Ya no hay pose que valga en sus dominios, lo que impera aquí abajo es pura franqueza. Grasa. Vida. Verdad.

Las patologías de la piel conquistan, poro a poro, nuestra predisposición. Van trabajando la susceptibilidad hasta causarnos lesiones autorreferenciales. Ensayos clínicos realizados por los más rigurosos poetas demuestran que la dermatitis es un temperamento; la urticaria, un rubor que no cesa; el herpes, un regreso del fantasma; la psoriasis, una performance de la angustia; el vitíligo, un olvido en expansión; y el acné, una crisis ante el paso del tiempo.

Precisamente el tiempo va imprimiendo, como en código morse, su interés por la piel. Puntos, rayas. Gozos, sustos. Celebramos y tememos esos mensajes. Narramos el argumento de cada marca. Sobrevolamos archipiélagos de lunares. Y a veces, conteniendo el aire, confiamos en la elipsis de alguna extirpación.

Procedería preguntarse si en la piel hay heridas o si, en términos históricos, la piel es una herida en movimiento. Desde la trinchera que separa las batallas del pasado y la supervivencia presente, responden las cicatrices.

 

 

 

 

 

 

 

 

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