Tenía catorce años. Caminaba a casa
y a la altura de siempre, de lo eterno,
sus ojos y los míos se fijaban imantadamente
a una distancia del corazón
de unos tres o cuatro metros.
La respiración se entrecortaba
y esa conformada parte soterrada
– donde todo es menos superfluo –
tomaba las riendas de ese mágico momento.
Y aquellos ojos verdes pasaban de largo
sonriendo, tímidos, la cabeza inclinada; tal vez
dolida en el pecho, como yo.
Ángel Ferrer
inédito
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