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Aymeline se ha instalado en modo promiscuo en un callejón del mundo, bien apalancada
contra la pared y con un vestido largo de sangre apenas coagulada que es una roja detonación
en medio de un escenario de blancos y negros y grises cojos de pata.
Su alma es hembra, pero díscola a pedradas como la de un chico arisco de los barrios más
periféricos, allí donde acaba la ciudad y empieza el campo y los desmontes y las escombreras.
Está flaca y todavía sin domar, como un diamante implacable: aún no ha aprendido a saborear
la canción estupenda de la cordialidad.
Sus pechos no llenan las copas del vestido, que se pliegan ordenadamente como dos párpados
cerrados. Aymeline está cautelosa en su curiosidad y no nos mira a los ojos; sus brazos de abrazar
están recíprocos, y las clavículas son una percha de la que cuelga su cosa flaca y el vestido que
se derrama calle abajo, manando sangre sin cesar del corazón de Aymeline, de su íntimo crepúsculo,
de sus seis dialectos enteros.
Es una hierba purísima, absurda, que sólo sabe amar todavía en corto y en actualidad, con un cariño
animal y tozudo, insobornable, sin reflexiones técnicas, oscuramente y aparte.
Aymeline viene a ser una metafísica del mundo universo -o de su barrio pedregoso-, y no hay nadie
en su experiencia mortal, y mis ojos descienden suavemente por la longitud angulosa de sus brazos.
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