balconcillos: serie b: número 1

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Escúchalos aquí recitados por Tomás Galindo

 

 

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Asómate a estos balconcillos si quieres averiguar qué es lo que amas, qué es lo que besas con o sin prisa —pero tendrás que buscarte la vida: aquí el personal está casi siempre muy ocupado jugando con las ciruelas azules, planchando la ropa de la muerte o escuchando el extraño zumbido de los cables que cruzan el cielo—.

Esta tarde el personal se ha subido a los balconcillos más altos para ver cómo se pone el sol entre oros y sangres: los más listillos dicen que es el fracaso diario del universo, que ni siquiera puede mantener el sol en lo alto del cielo, pero —por otra parte— sienten que si el día tiene que hacerse noche, ésta es una hermosa manera de resolver el asunto.

En cualquier caso, bajan desgarrados de los balconcillos a un mundo que ya está azul, negro y quieto. Desgarrados y quejándose: “he vivido en tantas casas llamadas hogar, he vivido tantos días llamados hoy”.

Dámaso le pregunta —retóricamente— a Luis, refiriéndose a Dios: “Dime, ¿qué huerto quiere abonar con nuestra podredumbre?, ¿teme que se le sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de sus noches?”, a lo que Luis responde sonriendo vagamente, como quien no comprende lo que se le dice y quiere fingir que lo comprende, y Dámaso añade: “Ya sólo nos quedan besos verdes entre moscas ya verdes”, de manera que Luis, además de no entender, no sabe tampoco qué tiene que sentir, y acaba soltando: “Sí, demasiadas moscas verdes”.

En suma: algunos de los muchachos que merodean por estos balconcillos son poetas, más o menos poetas: bueno es, sin duda, mostrar alguna vez a los poderosos de este mundo —aunque sólo sea para humillar un instante su necio orgullo— que hay venturas, destinos superiores a los suyos, más vastos y más refinados.

Claro que, a veces, hay aquí como un olor de casa sola en que los huéspedes vuelven de noche perdidamente ebrios, y un olor de ropa tirada por el suelo, y una ausencia de flores, y llegan, volando lentamente, las palomas horribles, las palomas blancas [como sangre] que pasan bajo la piel, sin pararse en los labios, a hundirse en las entrañas con sus alas cerradas.

Y no es raro que alguno de los muchachos pase el fin de semana arrastrándose entre el frigorífico y el garaje, yendo y viniendo con un cigarrillo en la mano, entre la máquina de café y la caja de herramientas, tontamente.

“¿Todo está hueco, indiscutiblemente todo está hueco o vacío o vaciándose o perdiendo solidez y consistencia? ¿Todo se hace leve, ligero, insustancial, mientras va desapareciendo?.” Se trata, naturalmente, de Antonio M.M. que, respondiéndose a la tremenda angustia que él mismo se ha provocado, se dice, se cuenta, recuerda: “Pienso en mi abuelo Manuel y en mi abuela Leonor y sólo sé imaginarlos aniquilados por la vejez y derribados el uno contra el otro en un sofá tapizado de plástico y dormitando sin dignidad ni recuerdos. Frente a un televisor se extinguen los nombres que fueron la savia de mi vida.” Inmediatamente se toma un orfidal y, enseguida, otro.

Tal vez no te imaginas cuánto trabaja la muerte: cuántas horas cada día, y su pequeña esposa siempre sola: “te veo apagada, paloma”, le dice la muerte sin alegría ni tristeza. La muerte trabaja mucho, quizá demasiado, pero lo peor es aguantar a los supervisores celestiales, que vigilan sus pasos meticulosamente. Su mujercita se casó pensando en una mansión con chófer, un foxterrier y un jardín lleno de petunias: pero enseguida se encontró viviendo en un barrio pobre donde siempre llueve o está a punto de llover y siempre es de noche o está anocheciendo, con siete hijos y poco dinero para comer y calentar la casa, por donde corre sin cesar un viento frío.

La muerte le dice a su esposa con elegancia y amabilidad: “Sabes, honey, el amor de los otros es distinto al nuestro, no son razonables porque se apresuran en pretérito imperfecto, y todo lo que hacen es prefabricado, un desperdicio, un desahucio, con esa inercia hacia la indignidad y ese desequilibrio de columpio descompuesto.”

La mujercita, sin dejarse ensoberbecer, sin aceptar el discurso narcisista de su esposo, le replica: “Pero cuando llega el verano todos se van el fin de semana a la colina, al valle, al puerto, etcétera, no como tú y yo que nunca fuimos ni iremos a ninguna parte.” Pero ya la muerte se ha quitado las orejas y las ha dejado bien plegadas encima de la mesita de noche.

Este es el ambiente de los balconcillos, entre la memoria y las hojas de menta; y el personal que va y viene, y al atardecer se sube a la azotea a envenenarse con el viento del ocaso, que huele a sangre espesa, abundante, derramada.

No es un lugar tranquilo: las palomas blancas [como la sangre] pasan bajo la piel, sin pararse en los labios, a hundirse en las entrañas con las alas cerradas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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