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Remi Rebillard

 

 

Remi puede ser una mujer fragmentaria, por qué no, como dice [de Sylvia Plath] la contraportada del periódico que no lee.

Ella está más bien como repasando los planos del avión de sí misma, con los pies en una palangana de agua muy caliente,

con vinagre y sal. Está en una dejación, en una ausencia, tal vez se le han acabado la pilas del marcapasos, y su corazón ya

no marca los pasos, sino que corretea o late a la pata coja.

Merodeando, uno aprecia sus hombros pecosos; el pañuelo bonito que tiene algo de estropajo grande, con fibras de zinc

para rascar el fondo de las cacerolas; los labios acorazados, del mismísimo color de las cerezas negras, afiladamente perfilados

como si tuvieran que cortar, con el brillo de la sangre a la luz de la luna.

Uno aprecia su nariz ostensible, rotunda y poderosa; y sus ojos de mirada sumergida a mucha profundidad, allí donde ya no llega

la luz en el mar océano, donde sólo hay asfixia y unos cuantos calamares bravos.

Y los párpados de verde metálico; y las cejas rectas, sencillas y despeinadas; y las orejas en su sitio, con el adorno discreto de

una perla; y el cabello negro y opaco, entrepeinado hacia arriba, hacia atrás, hacia fuera de la cara.

Remi ha escogido la belleza dura, quizá la que sus facciones necesitan, y está oyendo sin oírlos esos goterones gruesos que

le caen desde el alma a los charcos, haciendo un sonido oscuro que resuena y muere.

 

A veces, en estos trances de solemne seriedad, en estas fugas, es cuando la persona, el ser de uno mismo, busca la dureza,

las aristas de los pedregales íntimos, el dolor seco de las piedras. Porque uno puede sentirse fragmentado, disociado, disgregado,

tal vez escindido, y necesita apretarse con fuerza contra algo sólido y reunitivo, hacerse compacto y unitario metiéndose, entrando

en el caballo de sí mismo para reposar -equinamente- en su sangre gorda.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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