A Carmen, que está en su propia longitud de onda, tal vez camino de Damasco, se la pueden comer

los intensos y bonitos colores que la rodean por todas partes.

El blanco o el más blanco o el mayor pedazo de blanco está en su blanco pecho; sabemos también

que del rojo al verde, todo el amarillo se muere –lo dijo el poeta.

Carmen tiene una manera muy suya de caminar por los trapecios: escolar y fresca, rotunda de inocencia.

Su sombrero es un nido azul de alondras que murieron al nacer y ahora todos los azules en línea,

de acuerdo, simpáticos, cuidan su cabeza para que le crezca suave el pelo y estén cómodas sus neuronas

tiernas.

Abajo, por abajo, los pantalones vibran en unos rosas lamentables.

El verde sillonero es cambiante, del color de la sustancia pero virando hacia batracio.

La chaqueta está más bien histérica, como una planta extraña, indócil, indecisa, que llama a todas las puertas.

Carmen está hermosa, enrojecida de mejillas, subida de colores, brillante de ojos y pálida de labios,

como una rosa azul.

 

 

 

 


 

 

 

 

 

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