Caroline está evidentemente fumando como si éste fuera el primero o el último de los cigarrillos

de su vida, que tal vez lo es. Recostada en un sofá más bien incómodo, Caroline, que es una mujer

excesiva, está a su bola, a su aire, como si bombardeara Cartagena mirando hacia Compostela,

viviendo entre la humareda densa del humo de los cañones.

Tiene el color general de la luz del sol, cuando amanece o atardece en los montes imantados.

Tiene el color particular de la rotación de las tardes modernas sobre los campos de la tierra, cuando

hasta las plantas más verdes se secan en un rubio doloroso, dejando un polvo dorado que llena

el aire de oro.

Caroline aborrece todo lo que no está en ella misma, es (como) una niña castigada a quedarse toda

la tarde en casa o en su habitación: se ha recostado en un aburrimiento inquieto y provocativo,

cómoda de ropa y práctica de pies, fumando de ida y vuelta, enfurruñada en alguna convicción solitaria

y borde.

Tal vez le guste la sensación de ser ella: aunque los demás veamos que todo lo que hace es prefabricado,

repetido innumerables veces, un desperdicio o una inercia hacia la rutina o un desmoronamiento

anónimo: una vida que se podría contar sin conocerla: una vida sin riesgo, ajena al amor o al alma.

 

 

 


 

 

 

 

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