chuck palahniuk 

 

el club de la lucha

 

 

 

Traducido del inglés por

Pedro González del Campo

 

 

A Carol Meader,

que soporta mi mal comportamiento

 

 

 

– 

 uno

dos

tres

.

cuatro

cinco

seis

siete 

ocho

nueve

diez

once

doce

trece

catorce

quince

dieciséis

diecisiete

dieciocho

diecinueve

veinte 

veintiuno

veintidós

veintitrés

veinticuatro

veinticinco

veintiséis

veintisiete

veintiocho

veintinueve

y  treinta

 

 

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veintidós

 

Paso toda la noche cavilando.

¿Estoy durmiendo? ¿He dormido algo? Así es el in­somnio. Intenta relajarte un poco más al expulsar el aire de los pulmones, pero tu corazón sigue al galope y tus ideas se arremolinan en la cabeza. Nada funciona. Ni la meditación guiada. Estás en Irlanda. Ni contar ovejas.

Cuentas los días, las horas, los minutos desde que te dormiste por última vez. Tu médico se rió. Nadie se ha muerto por falta de sueño. Con la cara como fruta madura y magullada, cualquiera pensaría que estás muerto. A las tres de la mañana en la cama de un motel de Seattle, es demasiado tarde para encontrar algún grupo de apoyo a enfermos de cáncer. Demasiado tarde para encontrar capsulitas azules de Amital Sodio o Seconals del color del carmín: todo el muestrario de El Valle de las muñecas. Más tarde de las tres de la mañana, no pue­des entrar en un club de lucha.

Tienes que encontrar a Tyler. Tienes que dormir un rato. Entonces te despiertas y Tyler está de pie, a oscuras junto a la cama. Te despiertas. En cuanto te quedaste dormido, Tyler estaba ahí di­ciendo:

—Despierta. Despierta, hemos resuelto el problema con la policía de Seattle. Despierta.

El jefe de policía quería iniciar una campaña contra lo que él llamaba actividad mafiosa organizada y clubes de boxeo nocturnos.

—Pero no te preocupes —dice Tyler—. El señor jefe de policía ya no es un problema —dice Tyler—. Lo te­nemos cogido por los huevos.

Pregunto si Tyler me ha estado siguiendo.

—¡Tiene gracia! —dice Tyler—. Lo mismo te quería preguntar yo. Le has hablado a otras personas de mí, ca­brón. Has roto la promesa.

Tyler se estaba preguntando cuándo le descubriría.

—Cada vez que te duermes —dice Tyler— me es­capo y hago alguna salvajada, alguna locura, algún dis­parate.

Tyler se arrodilla junto a la cama y me susurra:

—El jueves pasado te dormiste y cogí un avión a Seattle para echar un vistazo a un club de lucha. Para com­probar el número de personas rechazadas y cosas así. A la búsqueda de nuevos talentos. También tenemos el Pro­yecto Estragos en Seattle.

Las yemas de los dedos de Tyler recorren mis cejas hinchadas.

—Tenemos el Proyecto Estragos en Los Ángeles y en Detroit; un grupo importante del Proyecto Estragos sigue adelante en Washington D.C., en Nueva York. Tenemos un Proyecto Estragos en Chicago que no te puedes ni imaginar.

»No puedo creer que hayas roto la promesa. La pri­mera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha. Estuvo en Seattle la semana pasada y un camarero con collarín le dijo que la policía planeaba una redada con­tra el club de lucha. El jefe de policía en persona quería que fuera una redada especial.

—Lo cierto es que tenemos miembros de la policía que acuden al club de lucha y les gusta. Tenemos perio­distas, agentes judiciales y abogados, y lo sabemos todo antes de que ocurra. Nos van a cerrar los clubes.

—Por lo menos en Seattle —dice Tyler.

Pregunto qué hizo Tyler al respecto.

—Qué hicimos nosotros —dice Tyler.

Convocamos una reunión del Comité de Asalto.

—Ya no hay un tú y un yo —dice Tyler pellizcán­dome la punta de la nariz—. Creo que ya te has dado cuenta.

Utilizamos el mismo cuerpo pero en momentos dis­tintos.

—Organizamos una misión especial —dice Tyler—. Les dijimos: «Traednos los testículos aún calientes del honorable jefe de policía de Seattle».

No estoy soñando.

—Sí —dice Tyler—. Estás soñando.

Esta noche hemos reunido un equipo de catorce mo­nos espaciales, y cinco de estos monos espaciales eran policías, y estábamos solos en el parque donde su seño­ría saca a pasear el perro.

—No te preocupes —dice Tyler—: el perro está bien.

El ataque se realizó en tres minutos menos que nues­tra mejor marca anterior. Habíamos calculado doce mi­nutos. Nuestro mejor tiempo era de nueve minutos. Cinco monos espaciales lo echaron al suelo y lo su­jetaron. Tyler me cuenta eso, pero, no sé cómo, yo ya lo sé. Tres monos espaciales montaron guardia.  Uno de los monos espaciales se encargó del éter. Otro de los monos espaciales le bajó sus queridos pantalones. Es un perro de aguas y no para de ladrar y ladrar. Ladrar y ladrar. Ladrar y ladrar. Uno de los monos espaciales le dio tres vueltas a la tira de goma hasta que quedó bien tensa en torno a su querido escroto.

—Uno de los monos está entre sus piernas con el cu­chillo —musita Tyler con la cara agujereada junto a mi oído— mientras yo le susurro al honorable jefe de poli­cía al oído que será mejor que deje la campaña contra los clubes de lucha o le contaremos al mundo entero que su honorable señoría ya no tiene pelotas.

Tyler susurra:

—¿Adonde cree su señoría que llegará?

La tira de goma le ha anulado la sensibilidad allá abajo.

—¿Adonde cree su señoría que llegará en la política si los votantes saben que ya no tiene cojones?

Su señoría ha perdido toda sensibilidad. Colega, sus cojones están fríos como el hielo. Si cierra uno solo de los clubes de lucha, enviaremos sus testículos al este y al oeste. Uno al New York Times y el otro a Los Angeles Times. Uno para cada uno, al es­tilo de los comunicados de prensa. El mono espacial le quitó el paño con éter de la boca y el jefe de policía dijo que no lo hicieran.

Y Tyler dijo:

—No tenemos nada que perder a excepción del club de lucha.

El jefe de policía lo tenía todo. Todo lo que nos quedaba era la mierda y la basura del mundo.  Tyler asintió con la cabeza al mono espacial con el cuchillo entre las piernas del jefe de policía. Tyler dijo:

—Imagínese el resto de su vida con el escroto on­deando como una bolsa vacía.

El jefe de policía dijo que no.

Que no.

Basta.

Por favor.

Oh.

Dios.

Ayuda…

… me

Ayuda…

No.

… me.

Dios.

… me.

Deten…

… los.

Y el mono espacial desliza el cuchillo y corta única­mente la tira de goma.

Seis minutos en total y ya acabamos.

—Recuerde esto —dijo Tyler—: la gente a la que in­tenta pisar son todas personas de las que depende. So­mos quienes le lavamos la ropa y le hacemos la comida y le servimos la cena. Le hacemos la cama. Cuidamos de usted mientras duerme. Conducimos ambulancias. Le pasamos las llamadas. Somos cocineros y taxistas, y lo sabemos todo de usted. Gestionamos sus pólizas del se­guro y los cargos en su tarjeta de crédito. Controlamos cada momento de su vida.

»Somos los hijos medianos de la historia, educados por la televisión para creer que un día seremos millona­rios y estrellas de cine y estrellas de rock, pero no es así. Y acabamos de darnos cuenta —dice Tyler—. Así que no intente jodernos. El mono espacial comprime el paño de éter sobre el rostro sollozante del jefe de policía y lo manda a dormir un rato. Otra cuadrilla lo vistió y se lo llevó a casa con el perro. Tras esto, guardar el secreto era elección suya. Y no, no esperábamos más campañas contra el club de lucha. Su señoría volvió a casa atemorizado pero entero.

—Cada vez que cumplimos estas misiones —dice Tyler— los miembros del club de lucha, que nada tienen que perder, se ven un poco más involucrados en el Pro­yecto Estragos.

Tyler, arrodillado junto a la cama, me dice:

—Cierra los ojos y dame la mano.

Cierro los ojos y Tyler me coge la mano. Siento los labios de Tyler sobre la cicatriz de su beso.

—Te dije que si hablabas de mí a mis espaldas nun­ca me volverías a ver —dice Tyler—. No somos dos hombres distintos; cuando estás despierto tienes el con­trol y te puedes llamar como quieras, pero en cuanto te duermes, soy yo quien manda y tú te conviertes en Ty­ler Durden.

Pero si luchamos, le digo, la noche en que inventa­mos el club de lucha.

—En realidad, no luchabas contra mí —dice Ty­ler—. Te lo dijiste a ti mismo. Luchabas contra todas las cosas que odias en la vida.

Pero si te veo.

—Estás dormido.

Pero si has alquilado una casa. Tienes un trabajo. Dos trabajos.

—Pídele al banco tus cheques cancelados —dice Ty-ler—. Alquilé la casa a tu nombre. Comprobarás que la caligrafía en tus recibos del alquiler coincide con las de las notas que me has mecanografiado.

Tyler ha estado gastando mi dinero. No me extraña que siempre esté en números rojos.

—Y por lo que respecta a los trabajos, bueno, ¿por qué te crees que estás tan cansado? Tío, no es insom­nio. En cuanto te duermes, me adueño de ti y me voy a trabajar o al club de lucha o a cualquier sitio. Tienes suerte de que no cogiera un trabajo de encantador de serpientes.

Le pregunto: ¿Qué pasa con Marla?

—Marla te quiere.

Marla te quiere.

—Marla no conoce la diferencia entre tú y yo. Le diste un nombre falso la noche en que os conocisteis. Nunca has dado tu nombre verdadero en los grupos de apoyo, embustero de mierda. Desde que le salvé la vida, Marla cree que te llamas Tyler Durden.

Bueno, ahora que he descubierto a Tyler Durden, ¿desaparecerá?

—No —dice Tyler mientras me coge la mano—. En primer lugar, no estaría aquí si no me quisieras. Seguiré viviendo mi vida mientras duermes, pero si intentas ju­gármela, si te encadenas a la cama por las noches o to­mas dosis masivas de pastillas para dormir, seré tu ene­migo. Y me las pagarás.

No son más que chorradas. Estoy soñando. Tyler es una proyección. Es un trastorno disociativo de la personalidad. Un estado de fuga psicogénica. Tyler Durden es una alucinación.

—¡Y una mierda! —dice Tyler—. Tal vez seas tú mi alucinación esquizofrénica.

Yo estaba aquí primero.

—Sí, sí, sí, veremos quién se quedará aquí el último —dice Tyler.

Esto no es real. Es un sueño y me despertaré.

—Pues despiértate.

Y entonces el teléfono suena y Tyler ha desaparecido. El sol se filtra por las cortinas. Es el servicio de despertador telefónico que pedí para las siete de la mañana, y cuando levanto el auricu­lar, la línea se ha cortado.

 

veintitrés

 

 

 

Cojo apresurado un avión para estar de vuelta en casa con Marla y la Compañía Jabonera de Paper Street. Todo sigue desmoronándose. En casa me siento demasiado asustado para abrir la nevera. Imagínate docenas de bolas de plástico etiqueta­das con el nombre de ciudades como Las Vegas, Chica­go o Milwaukee, en las que Tyler cumplió su amenaza de proteger las juntas del club de lucha. Cada bolsa con­tiene un par de bocados escogidos, solidificados y conge­lados. En una esquina de la cocina, un mono espacial en cuclillas sobre el linóleo agrietado se estudia en un espejito:

—Soy la mierda más grande que jamás haya pisa­do la Tierra —le dice el mono espacial al espejo—. Soy un desperdicio tóxico, un subproducto de la creación divina.

Otros monos espaciales deambulan por el jardín re­cogiendo algunas cosas y matando otras. Con una mano en la puerta del congelador, respiro hondo y trato de equilibrar mi entidad espiritual ilu­minada:

Gotas de lluvia sobre rosas, felices animales de Disney; me duelen las partes.

El congelador está unos centímetros abierto cuando Marla echa un vistazo por encima de mi hombro y pre­gunta:

—¿Qué hay para cenar?

El mono espacial en cuclillas se mira en el espejito.

—Soy una escoria humana, un desperdicio infeccio­so de la creación.

Un círculo completo. Hace un mes más o menos, tenía miedo de que Marla mirara en la nevera. Ahora soy yo quien tiene miedo a mirar.

¡Oh, dios! Tyler.

Marla me quiere. Marla desconoce la diferencia.

—Me alegro de que hayas vuelto —dice Marla—. Tenemos que hablar.

Oh, sí, le digo. Tenemos que hablar. No tengo valor para abrir el congelador. Soy la Entrepierna Encogida de Mengano. Le digo a Marla:

—No toques nada del congelador. Ni siquiera lo abras. Si encuentras algo dentro, no te lo comas ni se lo des a un gato ni nada parecido.

El mono espacial del espejito nos mira por el rabillo del ojo, así que le digo a Marla que nos vayamos. Esta conversación habrá que mantenerla en otra parte. Abajo, al final de las escaleras del sótano, uno de los monos espaciales les está leyendo a otros monos espacia­les «Las tres formas de fabricar napalm»:

—Primera, mezclas a partes iguales gasolina y con­centrado de zumo de naranja congelado. Segunda, mezclas a partes iguales gasolina y Coca-Cola light. Tercera, disuelves en gasolina inmundicias de gato desmenuza­das hasta que la mezcla se espese.

—Marla y yo emprendemos el tránsito corporal desde la Compañía Jabonera de Paper Street hasta un reservado en Planet Denny’s, el planeta naranja.

Era algo de lo que hablaba Tyler, cómo desde lo de Inglaterra inició sus exploraciones y fundó colonias y trazó mapas, la mayoría de los puntos geográficos tie­nen esos nombres ingleses de segunda mano. Los ingle­ses le ponían nombre a todo. O a casi todo.

Como a Irlanda.

New London, Australia.

New London, la India.

New London, Idaho.

New York, New York.

A toda prisa hacia el futuro.

Así, cuando se dé el salto en las exploraciones espa­ciales, serán con toda probabilidad las compañías mega-tónicas las que descubran todos esos nuevos planetas y tracen sus mapas.

La Esfera Estelar IBM.

La Galaxia Philip Morris.

Planet Denny’s.

Todos los planetas tomarán el nombre comercial de la corporación que los haya saqueado primero.

El mundo Budweiser.

El camarero tiene en la frente un enorme huevo de oca y se cuadra entrechocando los tacones:

—¡Señor! —dice el camarero—. ¿Desea pedir ahora, señor? —dice—. Todo lo que pida es gratis, señor.

Puedes imaginarte que las sopas de todos huelen a orina.

Dos cafés, por favor.

Marla me pregunta:

—¿Por qué nos da gratis la comida?

El camarero cree que soy Tyler Durden, le digo.

En ese caso, Marla pide almejas fritas y almejas en salsa, y una cazuelita de pescado y pollo frito, y una patata cocida con todo, y tarta de chocolate. A través de las puertas transparentes de la cocina, tres cocineros, uno con puntos de sutura en el labio su­perior, nos observan a Marla y a mí y susurran aproxi­mando sus cabezas magulladas. Le digo al camarero:

—Dadnos la comida bien limpia, por favor. No ha­gáis porquerías con lo que pidamos.

—En ese caso, señor —dice el camarero— le reco­miendo a la señora que no pida las almejas en salsa.

Gracias. Nada de almejas en salsa. Marla me mira y le digo:

—Confía en mí.

El camarero gira sobre sus talones y desfila en direc­ción a la cocina con nuestro pedido. A través de la ventana de la cocina los tres cocineros nos saludan levantando el pulgar.

—No están nada mal las ventajas de ser Tyler Dur­den —dice Marla.

—A partir de ahora —le digo a Marla—, tienes que seguirme dondequiera que vaya por las noches y anotar los sitios adonde voy. A quién veo. Si castro a alguien importante y ese tipo de detalles.

Saco la cartera y le muestro el carné de conducir con mi nombre verdadero. No el de Tyler Durden.

—Pero si todos saben que eres Tyler Durden —dice Marla.

Todos menos yo. Nadie me llama Tyler Durden en la oficina. El jefe me llama por mi verdadero nombre. Mis padres saben quién soy.

—Entonces —pregunta Marla—, ¿por qué eres Ty­ler Durden para cierta gente y no para todo el mundo?

La primera vez que vi a Tyler, yo estaba dormido. Estaba cansado, loco y abrumado, y cada vez que cogía un avión quería que se estrellara. Envidiaba a la gente que moría de cáncer. Odiaba mi vida. Estaba can­sado y aburrido de mi trabajo y de mis muebles, y no veía la forma de cambiar las cosas.

Sólo de acabar con ellas. Me sentía atrapado. Era demasiado completo. Era demasiado perfecto. Quería una salida a esa vida minúscula. Ración indi­vidual de mantequilla y asientos atestados en las líneas aéreas de todo el mundo. Muebles suecos. Arte inteligente. Me tomé unas vacaciones. Me quedé dormido en la playa y, al despertar, allí estaba Tyler Durden, desnu­do y sudoroso, rebozado en arena y con el pelo húmedo y desgreñado cubriéndole la cara. Tyler estaba sacando del agua troncos a la deriva y los arrastraba hasta la playa. Tyler había creado la sombra de una mano gigantes­ca y Tyler estaba sentado sobre la palma de la perfección que él mismo había creado.

Un instante era lo máximo que se podía esperar de la perfección. Quizá nunca llegué a despertarme en aquella playa. Tal vez todo esto comenzó cuando meé en la piedra de Blarney. Cuando me quedo dormido, en realidad, no duermo. En el resto de las mesas de Planet Denny’s cuento uno, dos, tres, cuatro, cinco tíos con los pómulos mora­dos o las narices estropeadas, que me sonríen.

—No —dice Marla—, tú no duermes.

Tyler Durden es una personalidad desdoblada que he creado y ahora amenaza con apoderarse de mi vida real.

—Igual que la madre de Tony Perkins en Psicosis —dice Marla—. Es alucinante. Todo el mundo tiene alguna rareza. Una vez salí con un tío al que nunca le parecían bastantes los body piercings que tenía.

Lo que quiero decir es que me quedo dormido y Ty­ler se larga con mi cuerpo y mi cara agujereada y comete algún crimen. Al día siguiente, me despierto hecho polvo, apaleado y estoy seguro de no haber dormido nada. La noche siguiente me voy a la cama más temprano. Esa noche Tyler está en posesión de mi cuerpo un poco más de tiempo. Cada noche que me vaya más y más temprano a la cama, Tyler poseerá mi cuerpo más y más tiempo.

—Pero si tú eres Tyler —dice Marla.

No. No, no lo soy. Me gusta todo lo referente a Tyler Durden: su valor y sus recursos. Su temple. Tyler es divertido, encanta­dor, enérgico e independiente, y los hombres lo admi­ran y esperan que cambie el mundo. Tyler es hábil y ge­neroso, y yo no lo soy. Yo no soy Tyler Durden.

—Sí lo eres —dice Marla.

Tyler y yo compartimos el mismo cuerpo y hasta ahora no lo sabía. Siempre que Tyler hacía el amor con Marla, yo estaba durmiendo. Tyler andaba por ahí y ha­blaba mientras yo creía estar durmiendo. Todos los miembros del club de lucha y del Proyec­to Estragos me conocen como Tyler Durden. Y si cada noche me fuera a la cama más temprano y durmiera hasta más tarde al día siguiente, al final desa­parecería por completo. Me echaría a dormir y nunca volvería a despertar.

—Igual que los animales del Centro de Control de Animales —dice Marla.

El valle de los perros. Donde a pesar de que no te matan y de que alguien te quiere lo suficiente como para llevarte a su casa, aun así te castran. No volvería a despertarme y Tyler se apoderaría de mí. El camarero trae el café, entrechoca los tacones y se va. Huelo mi café. Huele a café.

—Entonces —dice Marla—, incluso en el caso de que me crea todo esto, ¿qué quieres de mí?

Para que Tyler no me controle totalmente necesito que Marla me mantenga despierto. Todo el tiempo. Un círculo cerrado. La noche en que Tyler le salvó la vida, Marla le pidió que la mantuviese despierta toda la noche. En cuanto me quedo dormido, Tyler se apodera de mí y sucede algo terrible. Si me llego a quedar dormido, Marla tiene que se­guirle la pista a Tyler. A dónde va. Qué hace. Para que así, quizá, durante el día, pueda correr de un lado para otro a reparar los daños.

 

veinticuatro

 –

 

 

Se llama Robert Paulson y tiene cuarenta y ocho años. Se llama Robert Paulson y ya siempre tendrá cuarenta y ocho años. Con un plazo suficientemente largo, las expectati­vas de vida de cualquier persona se reducen a cero. Bob el grandullón.

Ese pedazo de pan. El gran oso tenía asignada una misión de congelación y fractura. Así es como entró Tyler en mi apartamento y lo voló con dinamita casera. Coges un bote de pulverizador refrigerante R-12 —si todavía encuentras uno, con la historia esa del agujero de ozono y demás— o R-134a, y rocías el cilindro del cerrojo hasta que el mecanismo se haya congelado. En una misión de congelación y fractura, se rocía la ranura de un teléfono público, o de un parquímetro o de una máquina de venta de periódicos. Luego, con un mar­tillo y un cincel frío se rompe en pedazos el cilindro con­gelado del cerrojo. En una misión de taladro y relleno, se agujerea un teléfono público o un cajero automático, se atornilla una pistola engrasadora en el agujero y se rellenan los orificios de grasa, pastel de vainilla o cemento plástico. No es que se necesite robar un puñado de dólares para el Proyecto Estragos; la Compañía Jabonera de Pa­per Street estaba saturada de pedidos. Dios nos asista cuando se acerquen las vacaciones. Estas misiones son para templar tus nervios. Se precisa algo de astucia. In­vierte en el Proyecto Estragos. En vez de un cincel frío, se puede usar una taladra­dora eléctrica para el cilindro congelado del cerrojo. Funciona igual de bien y hace menos ruido. Fue una taladradora eléctrica sin cable lo que la po­licía confundió con una pistola cuando acabó con Bob el grandullón. No había nada que vinculara a Bob el grandullón con el Proyecto Estragos, ni con los clubes de lucha o el jabón. En un bolsillo llevaba la cartera con una foto en la que aparecía su enorme cuerpo, desnudo, aunque con un tanga, en un concurso de culturismo. Es una forma estúpida de vivir, decía Bob. Te ves cegado por las luces y sordo por el ruido del sistema de sonido hasta que el juez te ordena que extiendas el cuadríceps derecho, lo flexiones y mantengas la postura.

Ponga las manos donde podamos verlas. Extienda el brazo izquierdo, flexione el bíceps y mantenga la postura. Quieto. Tire el arma. Era mejor que en la vida real. En su mano llevaba una cicatriz de mi beso. Del beso de Tyler. El pelo esculpido de Bob el grandullón estaba rapado al cero y le habían quemado las huellas dactilares con lejía. Era mejor que te hirieran que ser arrestado, porque si te arrestaban quedabas fuera del Proyecto Estragos y no te asignaban más misiones. Por un instante Robert Paulson fue el cálido centro a cuyo alrededor se congregaba el mundo y, un segundo después, Robert Paulson era un ser inerte tras los dispa­ros de la policía, el asombroso milagro de la muerte. Esta noche, en todos los clubes de lucha, el jefe de la junta se pasea en la oscuridad ante un grupo de hombres que se miran unos a otros a través del centro vacío de todos los clubes de lucha, y su voz grita:

—Se llama Robert Paulson.

Y la multitud grita:

—Se llama Robert Paulson.

El jefe grita:

—Tiene cuarenta y ocho años.

El jefe grita:

—Tiene cuarenta y ocho años.

Tiene cuarenta y ocho años y formaba parte del club de lucha. Tiene cuarenta y ocho años y formaba parte del Pro­yecto Estragos. Sólo muertos tenemos nuestros propios nombres; porque sólo muertos dejamos de formar parte de la lu­cha. Con la muerte nos convertimos en héroes.

  • la multitud grita: —Robert Paulson.
  • la multitud grita: —Robert Paulson.
  • la multitud grita: —Robert Paulson.

Voy esta noche al club de lucha para cerrarlo. Estoy bajo la luz solitaria en el centro de la habitación y el club me vitorea. Para todo el mundo soy Tyler Durden. Inteligente, fuerte, valiente. Levanto las manos para im­poner silencio y sugiero:

—¿Por qué no suspendemos la sesión del club por esta noche? Id a casa y olvidaos del club de lucha.

»Creo que el club ya ha cumplido su propósito, ¿no?

»El Proyecto Estragos queda cancelado.

»He oído que hay un buen partido de fútbol ameri­cano en la televisión…

Cien hombres clavan su mirada en mí.

—Un hombre ha muerto —les digo—. El juego se ha acabado. Ya no tiene gracia.

Entonces, procedente de la oscuridad, más allá de la multitud, surge la voz anónima del jefe de la junta:

—La primera regla del club de lucha es que no se ha­bla del club de lucha.

Grito:

—Iros a casa.

—La segunda regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.

—Se disuelve el club de lucha. Se cancela el Proyec­to Estragos.

—La tercera regla es dos hombres por combate.

—¡Soy Tyler Durden —grito— y os ordeno que os vayáis!

Nadie me mira. Los hombres se miran unos a otros a través del centro de la habitación. La voz del jefe de la junta se oye moviéndose con len­titud alrededor de la habitación. Dos hombres por com­bate, nada de camisas. Nada de zapatos.

—El combate dura lo que haga falta.

Imaginaos esta escena repetida en cien ciudades y en media docena de idiomas. Se acaban las reglas y yo sigo en el centro de la luz.

—El combate registrado en primer lugar, a la pales­tra —grita la voz en la oscuridad—. Despejad el centro del club.

No me muevo.

—¡Despejad el centro del club!

No me muevo. La luz solitaria se refleja en cien pares de ojos, to­dos clavados en mí, a la espera. Trato de mirarlos como los miraría Tyler. Escoge a los mejores luchadores para entrenarlos en el Proyecto Estragos. ¿A quiénes podría invitar Tyler a trabajar en la Compañía Jabonera de Paper?

—¡Despejad el centro del club!

Es un procedimiento establecido en el club de lucha. Después de tres avisos del jefe de la junta, me expulsa­rán del club. Pero soy Tyler Durden. Yo inventé el club de lucha. El club de lucha es mío. Yo escribí esas reglas. Ninguno es­taría aquí de no ser por mí. Y digo: ¡Se ha acabado!

—Preparados para expulsar al miembro del club dentro de tres segundos, dos, uno.

El círculo de hombres se echa sobre mí y doscientas manos atenazan cada centímetro de mis brazos y pier­nas y me alzan abierto en cruz hacia la luz. Preparado para evacuar el alma dentro de cinco se­gundo, cuatro, tres, dos, uno. Me llevan en volandas por encima de sus cabezas, de mano en mano. La multitud se abalanza hacia la puerta. Estoy flotando. Vuelo. Chillo:

—El club de lucha es mío. El Proyecto Estragos fue idea mía. No podéis expulsarme. Yo tengo el mando. Volved a casa.

La voz del jefe de la junta grita:

—El combate registrado en primer lugar, a la pales­tra. ¡Ya!

No me iré; no voy a tirar la toalla. Ganaré la partida. Tengo el mando.

—Expulsad al miembro del club de lucha, ¡ya!

Evacuad el alma, ¡ya! Y vuelo lentamente por la puerta hacia la noche con las estrellas allá en lo alto y el aire frío, y caigo sobre el hormigón del aparcamiento. Las manos desaparecen, una puerta se cierra detrás de mí y se oye el chirrido de un cerrojo. En cien ciudades distintas los clubes de lu­cha siguen sin mí.

 

veinticinco

 

 

 

Durante años he querido dormir. Sentir esa especie de caída, abandono o pérdida que embarga al sueño. En es­tos momentos dormir es lo último que quiero hacer. Es­toy con Marla en la habitación 8G del hotel Regent. Con todos los ancianos y yonquis encerrados en sus ha­bitaciones, mi creciente desesperación parece normal y esperable.

—Oye —dice Marla, sentada con las piernas cruza­das en la cama mientras se esfuerza por sacar media do­cena de anfetaminas del envase plastificado—. Salí con un tío que tenía unas pesadillas horribles. Él también odiaba dormir.

¿Qué le pasó al tío con el que salías?

—¡Oh! Se murió. Un ataque al corazón. Sobredosis. Demasiadas anfetaminas —dice Marla—. Sólo tenía die­cinueve años.

Gracias por contármelo. Cuando entramos en el hotel, el tío de recepción lle­vaba la mitad de la cabeza rapada. El cuero cabelludo en carne viva y lleno de costras. Me saludó. Los ancianos que veían la televisión en el vestíbulo se giraron a ver quién era yo para que el tipo de recepción me llamara «señor».

—Buenas tardes, señor.

En este momento me lo imagino llamando al cuartel general del Proyecto Estragos para informarles sobre mi paradero. Deben de tener un mapa de la ciudad donde se­ñalan mis movimientos con alfileres de colores. Me siento acechado como un ganso migratorio en el Reino animal. Todos me espían, me pisan los talones.

—Tómate si quieres seis pastillas de éstas; no te ha­rán daño al estómago —dice Marla—, pero tienes que metértelas por el culo.

Qué agradable. Marla dice:

—No lo estoy inventando. Dentro de un rato con­seguiremos algo más potente. Alguna droga de verdad: estrellas, bellezas negras, dragones.

No me voy a meter esas pastillas por el culo.

—Entonces tómate sólo dos.

¿A dónde vamos ir?

—A la bolera. Abre toda la noche y no dejarán que te duermas allí.

—A dondequiera que vaya —le digo—, los tíos se creen que soy Tyler Durden.

—¿Por eso el conductor del autobús nos dejó pasar sin pagar?

Sí. Y por eso los dos tíos del autobús nos cedieron sus asientos.

—Y bien; ¿qué te propones?

No creo que sea suficiente con escondernos. Tene­mos que hacer algo para desembarazarnos de Tyler.

—Una vez salí con un tío al que le gustaba ponerse mi ropa —dice Marla—. Vestidos. Sombreros con velo y todo eso. ¿Y si te disfrazara para pasar inadvertido?

No me voy a travestir ni me voy a meter pastillas por el culo.

—Peor —dice Marla—. Una vez salí con un tío que quería que fingiera una escena lésbica con su muñeca hinchable.

Me imagino convertido en una de las historias de Marla. Una vez salí con un tío con desdoblamiento de per­sonalidad.

—También salí con ese otro tío que usaba uno de esos aparatos para alargar el pene.

Le pregunto: ¿Qué hora es?

—Las cuatro de la mañana.

Dentro de tres horas tengo que ir a trabajar.

—Tómate las pastillas —dice Marla—. Siendo Tyler Durden, seguramente nos dejarán jugar gratis en la bo­lera… ¡Oye! ¿Por qué no vamos de compras antes de deshacernos de Tyler? Podríamos hacernos con un buen coche. Algo de ropa, unos cd. Hay que verle el lado el lado bueno a tanta cosa gratis.

Marla.

—Vale, olvídalo.

 

veintiséis

 

 

 

Aquel antiguo refrán de que siempre que se mata lo que más se quiere funciona en ambas direcciones. Y vaya que si funciona en ambas direcciones. Esta mañana fui a trabajar y había un cordón poli­cial rodeando el edificio y el aparcamiento, y la policía en las puertas de entrada tomando declaración a mis compañeros de trabajo. Todo el mundo se arremolinaba alrededor. Ni siquiera me bajé del autobús. Soy el Sudor Frío de Zutano. Desde el autobús veo que en el edificio de mi despa­cho han estallado las ventanas del tercer piso, que llegan desde el suelo hasta el techo, y dentro un bombero con un impermeable amarillo y sucio golpea un panel que­mado del falso techo. Una mesa humeante sobresale centímetro a centímetro por la ventana rota empujada por dos bomberos, se inclina, resbala y cae salvando con rapidez los tres pisos hasta la acera, donde aterriza más con un temblor que con ruido. Se parte y sigue humeando. Soy la Boca del Estómago de Fulano. Es mi despacho. Sé que el jefe ha muerto. Las tres formas de fabricar napalm. Sabía que Tyler iba a matar a mi jefe. En cuanto olí la gasolina en mis manos; en cuanto dije que quería dejar el trabajo. Le es­taba dando permiso. Vía libre. Mata al jefe. Oh, Tyler. Sé que estalló un ordenador. Lo sé porque Tyler lo sabe. No quiero saberlo, pero sé que se emplea un berbi­quí de joyero para abrir un agujero en la tapa del mo­nitor del ordenador. Todos los monos espaciales lo sa­ben. Yo mecanografié las notas de Tyler. Es una nueva versión de la bombilla-trampa; haces un agujero en una bombilla y la llenas de gasolina. Sellas el agujero con cera o silicona, enroscas de nuevo la bombilla en la lám­para y dejas que alguien entre en la habitación y encien­da el interruptor. El tubo de un ordenador puede contener muchísima más gasolina que una bombilla. En el caso de un tubo de rayos catódicos, o bien qui­tas la cubierta de plástico que rodea el tubo, lo cual es bastante fácil, o entras a través de los paneles de ventila­ción de la parte superior de la cubierta. Primero hay que desenchufar el monitor de la corrien­te y del ordenador. Esto también se puede hacer con un televisor. Entérate bien: si se produce un chispazo, aunque sólo sea la electricidad estática de la alfombra, habrás muerto; arderás vivo y chillarás hasta morir. Los tubos de rayos catódicos pueden retener tres­cientos voltios de electricidad pasiva; por eso, antes que nada, utiliza un destornillador grueso para llegar al con­densador del suministro de energía. Si te mueres en este punto, no has utilizado un destornillador aislante. El interior del tubo de rayos catódicos tiene hecho el vacío, así que en cuanto lo taladras, el tubo succiona­rá aire como si soplaras un silbato. Escarias el agujero con una broca mayor y luego con otra aún más gruesa, hasta que quepa por el agujero el tubo de un embudo. A continuación, llenas el tubo con el explosivo elegido. Un napalm casero está bien. Gaso­lina o gasolina mezclada con un concentrado de zumo de naranja congelado o con inmundicias de gato. Un explosivo interesante es el permanganato potási­co mezclado con azúcar en polvo. La idea consiste en mezclar un ingrediente que se queme con rapidez con un segundo ingrediente que aporte oxígeno suficiente para la combustión. Al arder tan rápido se produce la explosión.

Peróxido de bario y polvo de zinc. Nitrato de amoníaco y aluminio en polvo. La nouvelle cuisine de la anarquía. Nitrato de bario con salsa de azufre y guarnición de carbón vegetal. Ya tienes un compuesto de pólvora básica. Bon appétit. Vuelve a cerrar el monitor con todo esto y, cuando alguien lo encienda, estos dos o tres kilos de pólvora le estallarán en la cara. El problema es que apreciaba bastante a mi jefe. Si eres varón, y eres cristiano y vives en Estados Unidos, tu padre es tu modelo de Dios. A veces, en­cuentras ese padre en el trabajo. Pero a Tyler no le gustaba mi jefe. La policía me estará buscando. Fui la última persona en salir del edificio el viernes por la noche. Me desper­té en el despacho, con el aliento condensado sobre la mesa y Tyler al teléfono diciéndome:

—Sal de la oficina. Tenemos un coche.

Tenemos un Cadillac. Aún tenía gasolina en las manos. El mecánico del club de lucha me preguntó: «¿Qué querría haber hecho antes de morir?». Quería dejar el trabajo. Le estaba dando permiso a Tyler. Vía libre. Mata a mi jefe. Desde la oficina siniestrada el autobús me lleva has­ta la rotonda de gravilla al final de la línea. Aquí se aca­ban las parcelas y se convierten en plazas de aparca­miento o en campos de cultivo. El conductor saca una tartera y un termo y me observa por el retrovisor. Intento pensar dónde ir que no me busque la poli. Desde el fondo del autobús veo a unas veinte personas sentadas entre el conductor y yo. Cuento las espaldas de veinte cabezas. Veinte cabezas rapadas. El conductor se da la vuelta en su asiento y me dice en voz alta:

—Señor Durden, señor, de veras admiro lo que hace.

Nunca lo había visto antes.

—Tendrá que perdonarme por esto —dice el con­ductor—. El comité afirma que la idea es suya, señor.

Las cabezas rapadas se van girando una tras otra. Luego, uno por uno, se levantan. Uno lleva en la mano un trapo que huele a éter. El más cercano tiene un cu­chillo de caza. El del cuchillo es el mecánico del club de lucha.

—Es usted un hombre valiente —dice el conductor del autobús— para convertirse en objetivo de una misión.

El mecánico le dice al conductor:

—Cállate. El centinela no dice una mierda.

Sabes que uno de los monos espaciales lleva una tira de goma para retorcerte los cojones. Entre todos ocu­pan la parte delantera del autobús. El mecánico dice:

—Usted conoce la misión, señor Durden. Usted mismo lo ordenó. Dijo que si alguien intentaba cerrar el club, aunque fuera usted, tendríamos que cogerlo por los cojones.

Las gónadas. Las pelotas. Los huevos.

Imagínate la mejor parte de tu anatomía congelada dentro de una bolsa en la Compañía Jabonera de Paper Street.

—Ya sabe que es inútil oponer resistencia —dice el mecánico.

El conductor del autobús masca su sandwich y nos observa por el retrovisor. Una sirena de policía aulla, se acerca. Un tractor traquetea en un campo, a lo lejos. Pájaros. Una de las ventanillas de la parte trasera del autobús está medio abierta. Nubes. Crece la hierba en las cunetas de la ro­tonda de gravilla. Abejas o moscas zumbando entre la hierba.

—Queremos una garantía adicional —dice el mecá­nico del club de lucha—. Esta vez no es una amenaza, señor Durden. Esta vez tenemos que cortárselos.

El conductor del autobús anuncia:

—La pasma.

El ruido de la sirena se detiene en alguna parte de­lante del autobús.

¿Cómo resistirme?

Un coche de la policía se acerca al autobús; las luces rojas y azules lanzan destellos a través del parabrisas del autobús y alguien grita fuera:

—¡Alto!

Estoy salvado. Eso creo. Les hablaré a los polis de Tyler. Les contaré todo sobre el club de lucha y quizá vaya a la cárcel. Y enton­ces serán ellos quienes tengan que resolver el problema del Proyecto Estragos y no tendré que enfrentarme a un cuchillo. Los polis suben los escalones del autobús y el pri­mer poli dice:

—¿Aún no se los habéis cortado?

El segundo poli dice:

—Hacedlo rápido; hay una orden de detención con­tra él.

Entonces se quita la gorra y me dice:

—No es nada personal, señor Durden. Es un placer haberlo conocido al fin.

Les digo, estáis cometiendo una equivocación. El mecánico dice:

—Usted nos advirtió de que seguramente nos di­ría eso.

No soy Tyler Durden.

—De eso también nos advirtió.

Voy a cambiar las reglas. Podéis conservar el club de lucha, pero no vamos a castrar a nadie más.

—Sí, sí, sí —dice el mecánico. Está a mitad de cami­no en el pasillo del autobús esgrimiendo el cuchillo—. Usted nos dijo que con toda seguridad nos diría eso.

Está bien. Soy Tyler Durden. Lo soy. Soy Tyler Durden y yo dicto las reglas; así que digo: «Suelta ese cu­chillo». El mecánico les pregunta a los de atrás:

—Hasta la fecha, ¿cuál ha sido el mejor tiempo de una castración?

Alguien grita:

—Cuatro minutos.

El mecánico grita:

—¿Alguien está cronometrando?

Los dos polis han subido al autobús y uno de ellos mira el reloj y dice:

—Un instante. Esperad a que el segundero llegue a las doce.

El poli cuenta:

—Nueve.

»Ocho.

»Siete.

Me tiro por la ventanilla abierta. Mi estómago choca contra el antepecho metálico de la ventanilla y detrás de mí grita el mecánico del club de lucha:

—¡Señor Durden! Nos va a joder la marca.

Medio colgando de la ventanilla, me agarro al neu­mático trasero. Me aferró a la llanta para impulsarme fuera. Alguien me coge por los pies y tira hacia sí. In­tento llamar la atención del tractor a gritos: «¡Eh, eh!». La cara hinchada por el calor y llena de sangre la cabeza. Estoy colgando boca abajo. Consigo arrastrarme fuera un poco más. Unas manos me cogen por los tobillos y tiran de mí hacia adentro. La corbata cuelga sobre mi rostro; la hebilla del cinturón se engancha en el antepe­cho de la ventanilla. Tengo la hierba y las abejas a unos centímetros de la cara, y grito: ¡Eh! Unas manos me atenazan los pantalones por atrás, tiran y tiran de ellos. Alguien grita dentro del autobús:

—¡Un minuto!

Se me salen los zapatos de los pies. La hebilla del cinturón se desengancha del antepe­cho de la ventanilla. Las manos me juntan las piernas. El antepecho de la ventanilla, calentado por el sol, me abrasa el estómago. La camisa blanca, hinchada por el viento, me cubre la cabeza y los hombros; mis manos siguen aferradas a la llanta y sigo gritando: ¡Eh, eh! Me mantienen las piernas rectas y juntas. Los panta­lones se deslizan por mis piernas y desaparecen. El sol calienta con fuerza mi trasero. La sangre late con fuerza en la cabeza; los ojos me molestan por la presión; no veo más que la camisa blanca que me tapa la cara. El tractor traquetea en alguna parte. Las abejas zumban. En alguna parte. Todo está a millones de kilómetros de distancia. En alguna parte a millones de kilómetros detrás de mí alguien grita:

—¡Dos minutos!

Y una mano se desliza entre mis piernas y me ma­nosea.

—No le hagáis daño —dice alguien.

Las manos en los tobillos están a millones de kiló­metros de distancia. Imagina que están al final de una carretera larguísima. Meditación guiada. No te imagines el antepecho de la ventanilla como un cuchillo romo y caliente abriéndote en canal. No te imagines a una cuadrilla de hombres desmem­brándote las piernas. A un millón de kilómetros de distancia, a tropecientos kilómetros de distancia, una mano áspera y calien­te te coge por ahí y tú tiras hacia atrás y algo te aprieta, te aprieta, te aprieta. Una tira de goma. Estás en Irlanda. Estás en el club de lucha. Estás en la oficina. Estás en cualquier sitio menos aquí.

—¡Tres minutos!

Alguien muy, muy lejos, grita:

—Ya sabe de qué va el rollo, señor Durden. No ande jodiendo al club de lucha.

La mano caliente te coge por debajo. La punta fría del cuchillo. Un brazo te rodea el pecho. Contacto físico terapéutico. La hora de los abrazos.

  • el éter te invade la nariz y la boca, con fuerza.
  • luego, nada, menos que nada. El olvido.

 

veintisiete

 

 

El esqueleto del apartamento reventado y reducido a ceni­zas es un espacio exterior negro y devastado en la noche por encima de las luces de la ciudad. Desaparecidas las venta­nas, la cinta amarilla de la policía para la escena del crimen se retuerce y agita al borde del precipicio de quince pisos. Me desperté en el suelo de hormigón. Una vez hubo aquí un parqué de madera de arce. Antes de la explosión había otras obras de arte en las paredes. Había muebles suecos. Antes de Tyler. Estoy vestido. Meto la mano en el bolsillo del pan­talón y me palpo. Estoy entero. Asustado pero entero. Acércate al borde del apartamento, quince pisos por encima del pavimento y mira las luces de la ciudad y las estrellas, y habrás desaparecido. Todo está más allá de nosotros. Aquí arriba, a kilómetros de oscuridad entre las es­trellas y la Tierra, me siento como uno de esos animales espaciales. Perros. Monos. Hombres. Te limitas a hacer tu pequeño trabajo. Tirar de una pa­lanca. Apretar un botón. En realidad, no entiendes nada. El mundo se está volviendo loco. Mi jefe ha muerto; mi casa ya no existe. No tengo trabajo y soy el respon­sable de todo. No ha quedado nada. Tengo un saldo negativo en el banco. Salta. La cinta de la policía se agita ruidosamente entre el olvido y yo. Salta. ¿Qué más queda? Salta. Está Marla. Salta. Está Marla, y está en medio de todo y no lo sabe. Y te quiere. Quiere a Tyler. Desconoce la diferencia. Alguien tiene que decírselo. Vete. Vete. Vete. Sálvate. Bajas en el ascensor hasta el vestíbulo, y el portero, a quien nunca le gustaste, ahora te sonríe, con tres dien­tes saltados, y te dice:

—Buenas noches, señor Durden. ¿Quiere que llame un taxi? ¿Se encuentra bien? ¿Quiere usar el teléfono?

Llamas a Marla al hotel Regent.

El empleado del Regent te dice:

—Enseguida, señor Durden.

Entonces Marla se pone al teléfono. El portero escucha la conversación por encima de tu hombro. Es probable que el empleado del hotel Regent también esté escuchando. Le dices: Marla, tenemos que hablar.

—¡Y una mierda! —dice Marla.

Le dices que tal vez esté en peligro. Tiene derecho a saber lo que ocurre. Debe verte. Tenéis que hablar.

—¿Dónde?

Debe ir al sitio donde se conocieron. Recuerda; haz memoria. La bola blanca de luz curativa. El palacio de las siete puertas.

—Ya sé —me dice—. Estaré allí dentro de veinte mi­nutos.

No faltes. Cuelgas el teléfono y el portero dice:

—Señor Durden, puedo conseguirle un taxi. Un taxi gratis. Vaya donde vaya.

Los chicos del club de lucha te siguen la pista.

—No —dices—. La noche es tan buena que creo que iré caminando.

Es sábado por la noche; cáncer intestinal en el sótano de la iglesia metodista, y Marla está allí cuando llegas. Marla Singer fumando un cigarrillo. Marla Singer poniendo los ojos en blanco. Marla Singer con un ojo morado. Os sentáis sobre la alfombra frente a frente en el cír­culo de meditación e intentas conjurar a tu animal guía mientras Marla te observa con su ojo morado. Cierras los ojos y meditas hasta el palacio de las siete puertas y todavía sientes la mirada de Marla clavada en ti. Acu­nas el niño que hay en tu interior. Marla te observa. Llega la hora de los abrazos. Abre los ojos. Todos debemos elegir un compañero. Marla cruza la habitación en tres zancadas y me abo­fetea con fuerza. Entrégate por completo.

—¡Maldito hijo de puta! —dice Marla.

Todo el mundo nos está mirando. Entonces los puños de Marla descargan golpes sobre mí desde todas las direcciones.

—Has matado a alguien —chilla ella—. He llamado a la policía y llegará de un momento a otro.

La agarro por las muñecas y le digo:

—Tal vez venga la policía, pero lo más probable es que no.

Marla se zafa de mis manos y me dice que la policía se apresurará a prenderme y a llevarme a la silla eléctri­ca, y que mis ojos se escalfarán hasta salirse de las órbi­tas, o, cuanto menos, me pondrán una inyección mortal. Será como la picadura de una abeja. Una sobredosis de fenobarbital y, luego, el sueño eterno. Al estilo de El valle de los perros. Marla me dice que hoy me ha visto matar a una persona. Si se refiere a mi jefe, le digo, sí, sí, sí; lo sé, la policía lo sabe y todos me buscan para ponerme una inyección letal; pero es que fue Tyler quien mató a mi jefe. Resulta que Tyler y yo tenemos las mismas huellas dactilares, pero eso nadie lo entiende.

—¡Y una mierda! —dice Marla acercándose con su ojo amoratado—. Sólo porque a ti y a tus discípulos os guste pegaros palizas. Si me tocas otra vez, te mato.

»Te he visto matar a un hombre esta noche —dice Marla.

—No, ha sido una bomba —le digo— y ocurrió esta mañana. Tyler hizo un agujero en el monitor del orde­nador y lo llenó de gasolina o pólvora negra.

No nos quita ojo ni uno solo de los enfermos con cáncer intestinal de verdad.

—No —dice Marla—. Te seguí al hotel Pressman y eras camarero en una de esas fiestas con asesinato miste­rioso.

Las fiestas con asesinato misterioso, la gente rica acu­de al hotel para celebrar fiestas nocturnas y representar una especie de crimen a lo Agatha Christie. En algún momento entre el pastel de salmón marinado y el lomo de venado, las luces se apagan durante un minuto y al­guien simula haber sido asesinado. Se supone que es una muerte fingida y jovial. Durante el resto de la cena, los invitados se em­borrachan, toman consomé al Madeira y tratan de des­cubrir quién es el asesino psicópata.

Marla chilla:

—Mataste al enviado especial del alcalde, a cargo del reciclaje.

Tyler mató al enviado especial del alcalde a cargo de lo que fuera. Marla dice:

—¡Ni siquiera tienes cáncer!

Sucede así de rápido. Chasquea los dedos. Todo el mundo nos mira. Grito: ¡Tampoco tú tienes cáncer!

—Ha venido aquí durante dos años —grita Marla— y no tiene nada.

—Estoy intentando salvarte la vida.

—¿Cómo? ¿Por qué mi vida necesita ser salvada?

—Porque me has estado siguiendo. Porque me has seguido esta noche; porque viste a Tyler Durden matar a una persona y porque Tyler matará a quienquiera que amenace el Proyecto Estragos.

Todos en la habitación han sido arrancados de sus pequeñas tragedias. Sus cánceres insignificantes. Hasta los que toman analgésicos nos miran con los ojos desor­bitados y alerta. Les digo a los presentes:

—Lo siento. No era mi intención hacer daño a nadie. Será mejor que nos vayamos y hablemos de esto fuera.

Todos gritan:

—¡No, quedaos! ¿Qué más?

—Yo no he matado a nadie —digo—. No soy Tyler Durden. Es el reverso de mi doble personalidad. ¿Al­guien ha visto la película Gemelos?

Marla dice:

—Entonces, ¿quién me va a matar?

Tyler.

—¿Tú?

—Tyler —le digo—, pero yo me ocuparé de él. Tie­nes que evitar a los miembros del Proyecto Estragos. Tal vez Tyler haya dado orden de seguirte, de secues­trarte o de otra cosa.

—¿Por qué he de creerte?

Sucede así de rápido.

—Porque creo que me gustas.

Marla me pregunta:

—¿No me amas?

—Bastante engorroso es esto ya —le digo—. No me lo pongas más difícil.

Todo el mundo sonríe.

—Me tengo que ir. Debo irme de aquí —le digo—. Ten cuidado con los tipos con la cabeza rapada o hechos un Cristo. Ojos morados. Dientes rotos y cosas así.

Marla me pregunta:

—¿A dónde vas?

Tengo que ocuparme de Tyler Durden.

 

veintiocho

 

 

 

Se llamaba Patrick Madden, y era enviado especial del alcalde a cargo del reciclaje. Se llamaba Patrick Madden y era enemigo del Proyecto Estragos.

Salgo de la iglesia metodista, me pierdo en la noche y empiezo a recordarlo todo. Me acuerdo de todas las cosas que sabe Tyler. Patrick Madden estaba confeccionando una lista de bares en los que había clubes de lucha. De repente, sé manejar un proyector de películas. Sé romper cerrojos y sé que Tyler alquiló la casa en Paper Street justo antes de aparecérseme en la playa. Sé la razón de la existencia de Tyler. Tyler amaba a Marla. Desde la primera noche en que la conocí, Tyler, o una parte de mí, necesitaba un medio de estar con Marla. No es que nada de esto importe. Ya no. Pero todos los detalles acuden a mi memoria mientras me adentro en la noche camino del club de lucha más próximo. Los sábados por la noche hay un club de lucha en el sótano del bar El Arsenal. Seguramente lo puedes en­contrar en la lista que estaba confeccionando Patrick Madden. Pobre Patrick Madden, ya muerto. Esta noche, voy a El Arsenal y, al entrar, la multitud se abre a mi paso como los dientes de una cremallera. Para todo el mundo soy Tyler Durden, el grande, el po­deroso. Dios y padre. A mi alrededor escucho:

—Buenas noches, señor.

—Bienvenido al club de lucha, señor.

—Gracias por venir, señor.

Mi rostro de monstruo está empezando a curarse. El agujero de la cara sonríe a través de mi mejilla. Una mueca de mi verdadera boca. Soy Tyler Durden y os podéis ir a tomar por el culo; así que esta noche me apunto a luchar con todos los miem­bros del club. Cincuenta combates. Un combate cada vez. Nada de zapatos ni camisas. El combate dura lo que haga falta. Y si Tyler ama a Marla. Yo amo a Marla. Lo que ocurre no se puede explicar con palabras. De­seo empantanar con petróleo todas las playas francesas que jamás veré. Imagínate cazando alces por los bosques frondosos del cañón en torno al Rockefeller Center. Durante el primer combate, el tipo me hace una llave y me machaca la mejilla, me machaca el pómulo hundido contra el piso de hormigón hasta que se me rompen los dientes y sus raíces melladas se me clavan en la lengua. Ahora recuerdo a Patrick Madden, muerto en el sue­lo, la figura menuda de su esposa, tan sólo una muchachita con moño. Su mujer soltó una risita nerviosa e intentó que su marido muerto bebiera un sorbo de champán. Su mujer dijo que la sangre de mentira era demasia­do roja. La esposa de Patrick Madden metió dos dedos en el charco de sangre junto a su marido y se los llevó a la boca. Los dientes clavados en la lengua. Pruebo la sangre. La mujer de Patrick Madden probó la sangre. Recuerdo que en la fiesta del asesinato misterioso yo estaba un poco apartado con los monos espaciales ca­mareros, que montaban guardia a mi alrededor. Marla, con su vestido estampado de papel pintado de rosas os­curas, vigilaba desde el otro lado del salón de baile. Mi segundo combate, el tipo me pone la rodilla en­tre los omóplatos. El tipo tira de mis brazos por detrás de la espalda y me aplasta el pecho contra el piso de hor­migón. Oigo cómo se quiebra una clavícula. Esculpiría las estatuas de Fidias del Partenón con una almádena y me limpiaría el culo con la Mona Lisa. La mujer de Patrick Madden mantiene en alto los dos dedos ensangrentados; tiene sangre entre los inters­ticios de los dientes, y la sangre le resbala por los dedos, y gotea por la muñeca y la pulsera de diamantes hasta el codo.

Combate número tres, me despierto y es la hora del tercer combate. No hay más nombres en el club de lucha.

No eres tu nombre.

No eres tu familia.

Número tres parece saber lo que necesito y me man­tiene la cabeza en la oscuridad y la asfixia. Hay una llave de estrangulamiento que sólo te deja aire suficiente para mantenerte consciente. Número tres me atenaza la cabe­za en el pliegue del codo, tal como sostendría a un bebé o una pelota de rugby, en el pliegue del codo, y me mar­tillea al cara con la muela gigantesca de su puño cerrado.

Hasta que los dientes rasgan el interior de la mejilla.

Hasta que el agujero de la mejilla se encuentra con la comisura de la boca, una mueca sanguinolenta abierta desde debajo de la nariz hasta debajo de la oreja.

Número tres me golpea hasta dejarse el puño en car­ne viva.

Hasta que grito.

Todo lo que alguna vez amaste te rechazará o morirá.

Todo lo que alguna vez creaste será desechado.

Todo aquello de lo que estás orgulloso terminará convertido en basura.

Soy Ozías, rey de reyes.

Un puñetazo más y mis dientes se cierran con un chasquido sobre la lengua. La mitad de mi lengua cae al suelo y desaparece barrida de una patada. La figura menuda de la mujer de Patrick Madden se arrodilló en el suelo junto al cadáver de su marido mien­tras la gente rica, la gente que supuestamente era amiga, se tambaleaba borracha a su alrededor riendo. La mujer dijo:

—¿Patrick?

El charco de sangre se hace más y más grande hasta mojarle la falda. Ella dice:

—Patrick, ya basta, deja de estar muerto.

La sangre le empapa el dobladillo de la falda, acción capilar y, hebra a hebra, sube por la tela. A mi alrededor los hombres del Proyecto Estragos gritan.

Entonces la señora de Patrick Madden grita.

  • en el sótano del bar El Arsenal, Tyler Durden res­bala hasta el suelo como un amasijo caliente. Tyler Dur­den el grande, que fue perfecto durante un instante, y que dijo que un instante era lo máximo que se podía es­perar de la perfección.
  • el combate continúa y continúa porque quiero mo­rir. Porque sólo muriendo tenemos nombre. Sólo muer­tos dejamos de formar parte del Proyecto Estragos.

 

veintinueve

 

– 

 

Tyler está de pie, allí, hermoso como un ángel rubio. Mis ganas de vivir me sorprenden. Soy una muestra seca de tejido sanguinolento sobre el colchón desnudo de mi habitación en la Compañía Ja­bonera de Paper Street. Todo cuanto había en la habitación ha desaparecido. El espejo con la fotografía de mi pie de cuando tuve cáncer durante diez minutos. Peor que cáncer. El espejo ha desaparecido. La puerta del armario está abierta y las seis camisas blancas, los pantalones negros, la ropa inte­rior, los calcetines y los zapatos han desaparecido. Tyler dice:

—Levántate.

En todo cuanto daba por supuesto, debajo y detrás y dentro, algo horrible había estado creciendo. Todo se ha desmoronado. Los monos espaciales se han largado. Se lo han lle­vado todo: la grasa de las liposucciones, las literas, el di­nero sobre todo, el dinero. Sólo han dejado atrás el jar­dín y la casa alquilada. Tyler dice:

—Lo último que nos queda por hacer es tu martirio. Una muerte a lo grande.

No una muerte triste o deprimente; tiene que ser una muerte alegre y deseada. Oh, Tyler, me duele. Mátame aquí mismo.

—Levántate.

Mátame ya. Mátame. Mátame. Mátame. Mátame.

—Tiene que ser algo grande —dice Tyler—. Imagí­natelo: en la cima del edificio más alto del mundo, todo el edificio en poder del Proyecto Estragos. El humo sa­liendo por las ventanas. Los despachos cayendo sobre la multitud en la calle. Una verdadera ópera de la muerte, eso es lo que vas a tener.

Le digo: No. Ya me has utilizado bastante.

—Si no cooperas, iremos a por Marla.

Le digo: Vamos allá.

—Entonces sal de la jodida cama —dice Tyler— y mete el culo en el jodido coche.

Así que Tyler y yo estamos en la cumbre del edificio Parker-Morris con la pistola metida en mi boca. Sólo nos quedan diez minutos. El edificio Parker-Morris no estará aquí dentro de diez minutos. Lo sé porque Tyler lo sabe. El cañón de la pistola me presiona en el fondo de la garganta y Tyler me dice:

—En realidad no moriremos.

Desplazo el cañón con la lengua hacia la mejilla y digo: Tyler, estás pensando en vampiros. Sólo nos quedan ocho minutos. La pistola es sólo por si los helicópteros de la policía llegan antes de tiempo. Para Dios es como si hubiera un hombre a solas con una pistola en la boca, pero es Tyler quien empuña el arma y es mi vida. Coge un concentrado con un noventa y ocho por ciento de ácido nítrico gaseoso y añádele el triple de áci­do sulfúrico. Tendrás nitroglicerina. Siete minutos. Mezcla la nitroglicerina con serrín y tendrás un bo­nito explosivo plástico. Muchos monos espaciales mez­clan la nitroglicerina con algodón y le añaden sales Epsom como sulfato. Así también funciona. Algunos monos emplean parafina mezclada con nitroglicerina. A mí, la parafina jamás me ha funcionado. Cuatro minutos.

Tyler y yo estamos en el borde del tejado, con la pis­tola en mi boca. Me pregunto si estará limpia. Tres minutos.

Entonces alguien grita:

—Espera.

Y es Marla que se acerca cruzando el tejado. Marla se aproxima porque Tyler se ha ido. Marica.

Tyler es una alucinación mía, no suya. Tyler ha desapa­recido. Rápido como un truco de magia. Y ahora sólo soy un hombre con una pistola en la boca.

—Te hemos seguido —chilla Marla—, Todos los miembros del grupo de apoyo. No tienes por qué ha­cerlo. Deja la pistola.

Tras Marla, todos los cánceres intestinales, los pará­sitos cerebrales; la gente con melanomas y la gente con tuberculosis, se aproximan andando, cojeando o sobre sillas de ruedas. Y me dicen:
—Espera.

El viento frío me trae sus voces:

—Detente.

—Y podemos ayudarte.

—Déjanos ayudarte.

Llega por el aire el bup, bup, bup de los helicópteros de la policía. Les grito: Marchaos. Largaos de aquí. El edificio va a explotar.

Marla grita:

—Lo sabemos.

Es como un momento de epifanía total para mí.

—No me mato a mí mismo —grito—. Voy a matar a Tyler.

Soy el Disco Duro de Fulano.

Lo recuerdo todo.

— No es amor ni nada de eso — grita Marla— pero creo que tú también me gustas.

Un minuto.

Marla quiere a Tyler.

—No, te quiero a ti —grita Marla—. Conozco la di­ferencia.

Y nada. Nada explota. Con el cañón de la pistola incrustado en la mejilla sana le digo:

—Tyler, mezclaste la nitroglicerina con parafina, ¿no es así?

La parafina nunca funciona. Tengo que hacerlo. Los helicópteros de la policía. Y aprieto el gatillo.

 

treinta

 –

 

 

En la casa de mi padre hay muchas moradas.

Por supuesto, cuando apreté el gatillo, me morí. Mentiroso.

Y Tyler murió.

Con los helicópteros de la policía haciendo un rui­do atronador al acercarse, y Marla y toda la gente del grupo de apoyo que no podían salvarse a sí mismos, con todos ellos tratando de salvarme, tuve que apretar el gatillo.

Era mejor que la vida real.

Y tu instante perfecto no durará para siempre.
Todo en el cielo es blanco sobre blanco.
Farsante.

Todo en el cielo es silencioso, como unos zapatos con suela de goma.

En el cielo puedo dormir.

La gente me escribe al cielo y me dice que se acuer­dan de mí. Que soy su héroe. Que me repondré.

Los ángeles son como los del Antiguo Testamento, con legiones y lugartenientes y con un anfitrión celestial que trabaja por turnos, por días. El camposanto. Te traen la comida en una bandeja y una taza de papel con medicinas. El muestrario de El valle de las muñecas.

He visto a Dios detrás de un largo despacho de no­gal con sus títulos colgados en la pared detrás de él. Dios me pregunta:

—¿Porqué?

—¿Por qué hice tanto daño?

¿No me di cuenta de que todos y cada uno de noso­tros somos sagrados, copos de nieve individuales de una singularidad especial y única?

¿Acaso no veo que todos somos manifestaciones del amor?

Veo a Dios tras su despacho, tomando notas en un bloc, pero Dios se ha equivocado de parte a parte.

No somos especiales.

Tampoco somos escoria o basura.

Simplemente, somos.

Somos y ya está, y lo que pasa, simplemente pasa.

Y Dios dice:

—No, eso no es cierto.

Sí, vale. Lo que quiera. A Dios no se le puede ense­ñar nada.

Dios me pregunta si recuerdo algo.

Lo recuerdo todo.

La bala que salió de la pistola de Tyler me rajó la otra mejilla dejándome una sonrisa desigual de oreja a oreja. Sí, como una calabaza de Halloween enfadada. Un demonio japonés. El dragón de la avaricia.

Marla está aún en la Tierra y me escribe. Algún día, dice ella, me llevarán de vuelta.

Y si hubiera teléfono en el cielo, llamaría a Marla
desde el cielo y en cuanto dijera «¿Diga?», no colgaría.
Le diría: «Hola. ¿Cómo te va? Cuéntamelo todo en de­talle».

Pero no quiero volver. Todavía no. Porque.

Porque de vez en cuando alguien me trae la bandeja con el almuerzo y las medicinas, y lleva un ojo morado o la frente hinchada con puntos de sutura, y dice:

—Lo echamos de menos, señor Durden.

O pasa alguien con la nariz rota limpiando con una fregona y susurra:

—Todo marcha según el plan.

Susurra:

—Vamos a acabar con la civilización para hacer del mundo algo mejor.

Susurra:

—Estamos impacientes por su vuelta.

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