jesús quintero y antonio gala

13 noches

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A Joana Bonet Camprubi

noche quintalos mitos

 

     —El cementerio está lleno de mitos, Gala.

            —El cementerio está lleno de todo, Quintero. ¡A ver si van a ser sólo los mitos los que se mueren! Lo que sucede es que los mitos se mueren más deprisa, porque ya en nuestra corta vida (¡fíjese usted qué elogio!), hemos visto caer muchos.

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             —Antonio, ¿qué mitos poblaron su infancia?

            —Yo no he sido dado a los mitos, ésa es la verdad. El mito que tenía yo en mi infancia, y que luego he seguido teniéndolo, es por mi nombre, porque yo siempre he preferido creer que Antonio viene de Anteo. Anteo era hijo de la Tierra y tenía la facultad de volar, pero necesitaba de cuando en cuando volver, aunque sólo fuese para tocar a su madre con la punta del dedo gordo del pie, para recibir fuerzas y poder, con el nuevo impulso, volar otra vez. En mi infancia ya estaba Anteo y tuve, sobre todo, mitos literarios, como El Capitán Tormenta, de Salgari, El Principito, de Saint-Exupéry y el Dante… Lo leía en italiano, sin saber italiano para nada, pero lo leía en voz alta porque me emocionaba tanto oír ese idioma tan bello saliendo de mi boca…

            —Pues, lo siento, señor Gala, porque, aunque no sea muy dado a los mitos, usted es un mito para la sociedad española.

            —Mire usted, señor Quintero, yo soy mucho más asequible que un mito. Hace poco, cuando leí que yo era un mito viviente, estuve a punto de dejar de ser viviente, porque mito no lo era. No, no… Además, ¿en qué sentido lo dice usted: en el bueno o en el malo?

            —En el bueno, por supuesto. Yo no suelo empezar agrediendo.

            —Es que la palabra mito tiene, como mínimo, tres sentidos: uno, una fábula religiosa que procura explicar determinados ritos o determinadas situaciones humanas; dos, un invento para disfrazar una realidad; y tres, una especie de realidad transfigurada para hacerla más variada o más hermosa. Es decir, hay un sentido grande del mito y un sentido pequeño.

            —¿Y usted qué clase de mito es: grande o pequeño?

            —¡Y dale!… Estamos viviendo en una sociedad profundamente mitómana. Ella se inventa sus mitos, pero son unos mitos como cotidianos, unos mitos desprovistos de la grandeza de los anteriores, de la grandeza de los mitos griegos, de la mitología romana, de todas las mitologías olímpicas.

            —Por ejemplo…

            —Pues el rey Midas, que todo lo que toca lo convierte en oro, lo cual verdaderamente es peligroso para la alimentación y la nutrición diaria.

            —¿Quién sería hoy Midas? ¿Qué serían otros mitos?

            —Quizá los banqueros, que son los únicos que vienen convirtiendo en oro para ellos todo lo que tocan. O, por ejemplo, Aquiles, el de los pies ligeros, que había sido imbuido de inmortalidad y sólo le habían dejado una zona vulnerable. El talón. O Prometeo, un personaje maravilloso. Robó el fuego del cielo para dárselo a los hombres. Es el mito de la invención del fuego. Yo diría que hoy los prometeos son esos hombres que suben hasta Dios y le roban también un poco de fuego para dárselo a los más necesitados, a los más enfriados, a los más pobres. Me gustaría que los prometeos de hoy fuesen los teólogos de la liberación.

            —¿Quiere decir que los grandes mitos clásicos de algún modo nos representan a todos?

            —Claro. Por ejemplo, Tántalo: el pobre estaba viendo pasar de continuo los alimentos y la bebida y no podía comer ni beber; todo estaba ahí, pero fuera de su alcance. Es el proletario, el pobre, el humilde. O Sísifo, que lo trasladó a nuestra época Albert Camus. Ese hombre que subía una piedra hasta lo alto de una montaña y, cuando estaba arriba, rodaba la piedra de nuevo hasta abajo para que él volviera a empezar el eterno trabajo. Eso es un poco la monotonía de los trabajadores de hoy y de ese trabajo moderno tan abrumador, tan ensordecedor.

            —¿Cómo nace un mito?

            —Yo encuentro que no nace. El mito, si es verdadero, siempre procede del misterio, es como si fuese congénito, como las coplas populares. El hombre se lo encuentra. El hombre tiene la explicación de aquello que va a hacer y el ánimo para hacerlo. Lo ha hecho ya un dios o un semidiós antes que él. El cuenta con la colaboración de los dioses. Por eso, normalmente, los mitos son religiosos siempre, porque la religión es de alguna forma lo que más une (lo que más religa) el corazón de los hombres, puesto que les quita el terror, que es lo que lo caracteriza. Y luego los otros mitos, los chiquitos piconeros, estos de que hablaremos probablemente, los mitos recortables, pues a ellos los crea cualquier listillo, no nos hagamos ilusiones.

            —Incluso esta listilla, la televisión.

            —¡Qué me va usted a decir! Pero la televisión es un medio: depende de quien lo maneje, de quien lo utilice, de quien lo manipule. Su intención previa es buena.

            —Pero alimenta mitos…

            —¡Cómo que alimenta…! Pare, alimenta, los hace crecer y los pone en casa.

            —Porque los mitos hoy no los crea el pueblo, ¿no?, sino los medios, el marketing, los diseñadores de imagen…

            —Sí, a veces sí los crean los pueblos. Usted, yo y gran parte de nuestros amigos semejantes hemos vivido el mito de «El Lute», por ejemplo. Ese loco solitario dando la vida por la libertad, aullando entre trenes y cárceles… ¿Qué hicieron los medios de comunicación? No crearon ese mito, sino que lo destruyeron. No convenía en aquel momento que nadie fuese el adalid de la libertad y se destruyó. Se destruyó también un poco él, porque se hizo abogado y un mito no puede ser abogado. Luego hay mitos que ya existen y que los medios de comunicación promueven. Hay uno que a mí me hace mucha gracia: el de los Reyes Magos. Sabemos que fueron maravillosos porque donde todo el mundo veía un niño chico llorando, una pobre mujer, un viejo, una mula y un buey ellos vieron a Dios. Eso es viajar y lo demás son cuentos. Pero ese mito ya estaba creado y, de pronto, hace muy poco tiempo, se intentó quitar del calendario de fiestas la de los Reyes Magos y pusieron muchos el grito en el cielo; sobre todo, los fabricantes de juguetes.

            —Nuestra sociedad es propensa a los mitos, naturalmente.

            —Mitómana total. Ella vive de eso y, como es trivial, como en nuestra época ya no hay ni héroes ni dioses, sus mitos son mucho más cercanos. Son mitos que en realidad uno puede alcanzar. Ese eslogan de «Usted también puede disfrutar de ella», y aparece una señora, que generalmente anuncia una colonia. Un mito es la presidencia de Estados Unidos. Su eslogan es: «Cualquier americano puede llegar a presidente de Estados Unidos», y es verdad, porque ahí está… cualquiera, no hay más que verlo.

            —Es verdad, Reagan, Nixon, el rey del cacahuete… Cualquiera… Pero eso sí, ¿no? Los mitos cada vez duran menos.

            —Cada vez son menos compartidos, menos colectivos y, por tanto, menos duraderos. Es como si se produjese un ansia de devorar a nuestros propios mitos. A la manera del otro mito glorioso, el de Cronos, el tiempo, que se comía a sus hijos. Pues como el tiempo aquí nos urge, como nos conmueve la prisa en esta sociedad nuestra, también nosotros devoramos nuestros mitos. Nuestros mitos son casi un producto alimenticio perfectamente enlatado, del que hacemos consumo o lo guardamos en los frigoríficos, que son a su vez otros mitos.

            —¿El fin de semana es un mito del progreso y la modernidad?

            —El fin de semana es el momento de disfrutar toda la mitología actual, de hacer eso que se llama cocuning (casi todas las gansadas tienen nombre extranjero, ¿se ha dado usted cuenta?), cocuning, que es el encapullamiento, en el buen sentido, querido Quintero, porque usted es muy dado al mal sentido. Llega el hombre de su trabajo, compra unos vídeos, les compra helados a los niños, la mujer ha hecho todo lo posible por no tener de ninguna manera que meterse en la cocina, hincan lo que sea en el skay, y se ponen a ver la televisión incesantemente. Abren el frigorífico, ponen un poco de música, las cadenas musicales, los discos, no sé qué… Toda la parafernalia mitológica de la época: el fin de semana. El hombre que tenía el fin de semana que olvidarse del trabajo y salir con sus compañeros o con su mujer del brazo a tomarse unas copas en una taberna, a vociferar, a reírse, a comunicarse, se encierra en su casa y, como mucho, viene algún matrimonio amigo y echan unas partiditas. Pero acaban mal porque acaban discutiendo de quién tiene más mitología doméstica y electrodoméstica, y eso no sienta bien.

            —¿A usted la modernidad qué le parece?

            —Mire usted, la modernidad me parece mal, pero lo que es la posmodernidad…, eso ya me da dentera. La modernidad es un mito que ya ha pasado. No sé si se ha dado usted cuenta de verdad de la velocidad a que los mitos se extinguen en estos momentos. Basta sentarse un momento y de pronto los mitos de ayer pasan hoy por la puerta camino del cementerio. La posmodernidad incluso, y me alegro, fue sustituida por algo que no sé cómo se han atrevido a darle un nombre tan importante: el neobarroco. La posmodernidad nos inundó de reiteraciones, de repeticiones ilimitadas porque puso en manos de cualquiera los medios de comunicación de masas y la tecnología, y con eso se puede hacer ya arte. Difusos modistas, confusos diseñadores, escaparatistas, floristas, vagos líricos, reprimidos liberados, directores de cine más o menos genialoides constituían ese fenómeno llamado posmodernidad. Un arte y una vida hechos con despojos de otra vida y de otro arte. A mí la posmodernidad siempre me ha parecido como esas bag-ladies, esas mendigas que van con todo lo que tienen a cuestas, como tristes caracoles escarbando en los cubos de basura, entre los desperdicios, olvidadas, a propio intento, de si tuvieron un pasado más hermoso. Nunca la sociedad me ha producido una sensación de agotamiento tan grande como con la posmodernidad.

            —¿Y qué se pretende con eso?

            —Supongo que se pretende sustituir la creación por el tibio ingenio, por la burla de los que han creado antes que nosotros. Me da la impresión de que es el producto de una fábrica que se distingue por el envoltorio y que dentro está el vacío. Y ese vacío le habla al vacío común, al vacío de los otros. Y todos nos consolamos porque nada significa nada y porque uno no significa más que el otro y todos somos iguales, de la misma estatura, bajitos todos… No me gusta. Creo que el arte y la vida son el producto de un esfuerzo, de un trabajo, de una búsqueda, de una creación. Nada se nos da de balde. Y la reproducción nunca enriquece.

            —¿Pero de dónde nace ese culto a la mediocridad?

            —De esta situación, de esta falta de mitos altos, de metas lejanas, de esta proximidad. Todos somos ya artistas. Todo está promovido, supongo, por una cierta forma de publicidad. Lo mediocre existe; pero no me gusta su exaltación, esa patente de corso de que todo el mundo ya es igual y todo el mundo es un gran creador que puede hacer cualquier cosa. El que hacía no sé qué pinta ahora, el que pintaba hace escaparates… Todo está en manos de una especie de narcisos sin esperanza. Quizá yo estoy fuera del tiempo, quizá me he quedado antiguo, pero prefiero de verdad haberme quedado antiguo en ese sentido y sentarme a esperar. Por lo pronto, la modernidad y la posmodernidad han pasado. ¡A tomar morcilla!

            —Me gustaría que hablásemos, Antonio, de esta fábrica de mitos que es la televisión. Hoy parece que nada existe si no sale en la tele: ni un producto, ni un hombre…

            —Ni una noticia, nada, nada; eso es verdad. En lo privado, yo creo que la televisión ha sustituido al rosario en familia o a las antiguas sobremesas. Es una especie de comensal barato, porque en realidad no se le sirve comida, pero imprescindible. La familia está alrededor de ella como alrededor del fuego sagrado. La televisión representa los lares, los penates, los manes, los dioses del hogar. Cosa tremenda. Y en lo público… Mire usted: la semana pasada asistí, fuera de España, a la entrega de un premio importantísimo internacional. Se retrasó un poco la llegada de las televisiones internacionales y se aplazó la entrega del premio. Cuando llegaron las televisiones entraron como unas reinas, irreverentes y desdeñosas, empujando al premiado (al que trastearon, hasta ponerlo donde había luz, donde querían), a los eximios invitados y a todo quisque. ¿Y por qué esperaron? Porque si no hubiesen ido las televisiones, realmente la entrega de aquel premio hubiera sido inútil; peor, hubiera sido inexistente.

            —Ella manda, compramos lo que nos dice, decide por los indecisos y hasta nos indica lo que debemos pensar o no pensar.

            —Hombre, sabemos perfectamente lo que tenemos que hacer, gracias a que ella es la gran ordenadora, a la manera de la Iglesia en el medioevo. La televisión manda, la televisión decide, crea determinadas necesidades que no existían, para cubrirlas inmediatamente con un producto beneficioso para alguien. Y es que la publicidad acaba con la libertad de elección dirigiéndose no a la razón, que es su espacio, sino a la emoción, más fácil de seducir. Emplea, pues, métodos irracionales de sugestión: la repetición, la confusión del atractivo con un perfume, de la realización con un coche, del amor con un piso.

            —¿Usted ve mucha televisión?

            —Veo poca, pero considero que es un medio absolutamente alucinante. Yo siempre he animado a todos los intelectuales del mundo a actuar en televisión, a trabajar para televisión, aunque sea rebajando un poco sus techos, sus altos techos mentales, para ser más entendidos, más comprendidos. La televisión es un medio que quizá todavía no se ha encontrado a sí mismo. Quizá no sabe lo que puede hacer consigo misma, como el cine, que ya lo ha aprendido. Ese vehículo maravilloso que podía ser la televisión, esa especie de sucursalita que tiene una emisora en cada casa, si pudiese orientar, si pudiese hablar, si pudiese decir lo que debe ser dicho… Mire usted: es mentira que la cultura sea aburrida. Eso es falso. La cultura puede ser extraordinariamente atractiva porque ningún pueblo es apenas nada más que su propia cultura. Entonces la televisión podría ser un medio no sólo de información, de formación y de entretenimiento, sino un medio de hacer algo por la cultura de la gente, por recordarle su cultura a la gente, o sea, su identidad, su origen y su proyecto, su memoria y su profecía. Estamos perdiendo la guerra de la televisión antes de dar la última batalla. Estamos adaptándonos a la zafiedad, a la vulgaridad, a los concursos, a toda esa bazofia que de verdad no creo que corresponda al último común gusto de la gente. Yo no creo que el pueblo español tenga un gusto tan deplorable.

            —La televisión-basura.

            —Sí, la televisión-basura, al lado de otra televisión que, de repente, da unos documentales admirables, que refleja la realidad de una manera tan clara, tan inmediata, y que consigue algo terrible, peligroso. Porque ¿qué niño se va a admirar hoy de Disneylandia, de Nueva York o las pirámides de Egipto? Le parecerán más pobres, porque las ha visto mejor en la televisión. La televisión ha ampliado el campo de la visión humana fuera de su tiempo, fuera de su geografía. Lo ha ampliado todo. Es el gran descubrimiento. Pero todavía creo que no ha llegado a dar su do de pecho, a cantar su canción.

            —Los programadores y los directivos de las televisiones se escudan, para dar basura en lugar de calidad y cultura, en esa vieja coartada de que hay que darle al público lo que el público quiere. Y, según ellos, lo que el público quiere es bazofia.

            —Mire usted: eso es indignante. Hay artes que son más viejas que la televisión: el teatro, por ejemplo. Tenemos, en España, un sinvergüenza magnífico, un chulo espléndido, que era Lope de Vega. Pues Lope de Vega se pasaba la vida diciendo: «Pues que lo paga el vulgo es justo / hablarle en necio para darle gusto». Pues cuando no le hablaba en necio tenía el mismo éxito. Eso es un tópico, una falsedad. No puede existir tal común mal gusto en un pueblo que ha hecho tantas cosas grandes, tantas cosas hermosas, que ha pasado por sitios tan bellos y que tiene un paisaje físico y espiritual tan rigurosamente inimitable. ¡No puede ser! Yo tengo, al respecto, mi experiencia personal: ¿cómo puede haber decaído tanto el pueblo que aplaudió Paisaje con figuras o Si las piedras hablaran?

            —Sin embargo, las mayores audiencias de estos años las han registrado los culebrones, los reality-shows y los concursos…

            —Otro mito, protagonista de todos los concursos de televisión: el coche. Hay cosas de más precio, pero lo que verdaderamente se aplaude, donde verdaderamente la gente se despendola es ante el coche. No se sabe por qué. Le pueden regalar un castillo en la Renania, por ejemplo. ¿Comprende? Un castillo en la Renania es un regalo un poquito difícil de sobrellevar, pero, vamos, una casa preciosa en las afueras de no sé qué ciudad. Bueno, pues no: ¡el coche! Y vale diez veces menos: ¡el coche! ¿Por qué? Está divinizado: es el becerro de oro. Ese coche, que es un simple medio de transporte, representa, al mismo tiempo, una ayuda magnífica para el ligue, una consagración total, la demostración de un standing (¡que se dice muy pronto!), el reflejo de una personalidad, del éxito, la velocidad que lleva nuestra propia vida… Total, la caraba. Y resulta que ese móvil maravilloso no tiene, por lo visto, más que un inconveniente: dónde coño pararlo, porque no hay nunca sitio para aparcar el coche. Vamos a tener que acabar comiéndonoslo… Pero así es el mito, el mal mito. Y así es la sociedad que estamos todos ayudando a construir, en vez de destruir.

            —Se nos manipula a través de la televisión, ¿no?

            —Ya me contará usted… Somos una despensa. El hombre se abandona, atado de pies y manos, a los verdugos de la publicidad. No sé quién ha dicho (o no sé si no lo ha dicho nadie y yo me lo estoy inventando) que la política normalmente es considerada como un fraude y la publicidad también. Entonces se entienden divinamente. Por una parte, la televisión tiende a ser utilizada por los políticos, con toda la razón del mundo. Ahora empiezan los americanos a darse cuenta de que quizá un techo excesivo de publicidad en televisión hace decaer las elecciones, porque se han pasado… Pero yo creo que usted recuerda, como profesional excelso de televisión, las elecciones norteamericanas del año setenta y las elecciones del año ochenta. En las primeras, aparecieron en el debate último, en el que precedió exactamente al día de las elecciones, Nixon y Kennedy. Nixon estaba mucho más preparado, pero Kennedy tenía actitudes de presidente, era «visualmente» el presidente. En el debate entre Cárter y Reagan, en el año ochenta, Cárter tenía muchos más datos, había sido presidente, sabía mucho más, pero estaba balbuceante y tenso. Reagan era un actor, sabía sonreír, con cara de papier-maché, de acuerdo, pero sabía sonreír. Y ganó. ¿Cómo la política no va a utilizar la televisión, si sabe que es decisiva? La propaganda comercial y la política usan los mismos métodos contra la libertad de quien elige; lo hacen creerse imprescindible, lo adulan, lo envuelven, lo manejan, lo engañan. Por otro lado, hay que vender. La publicidad tiene que sostener la televisión y, cuanta más publicidad haya, mejor para el canal.

            —Y convierten una lavadora en un sueño dorado.

            —Yo quisiera decirles a nuestros amigos, de todo corazón, en voz baja, como le hablaría a la oreja más querida (que nunca he conseguido tener a menos de dos kilómetros largos), les diría: ninguna lavadora-secadora puede explicarnos la razón de ser de las más bellas cosas que tenemos al lado; ningún microondas va a darnos la clave del universo; ningún lavavajillas nos podrá poner en tensión con una caricia; todas las videocámaras del mundo no nos van a enseñar el color distinto de los días; y todas las cadenas musicales habidas y por haber no nos van a hacer percibir mejor el latido del cuello de la persona que amamos. Eso es completamente accesorio y debe dársele el papel de lo accesorio. Todos podemos vivir sin un determinado jarrón, sin un determinado cuadro, sin una cadena de televisión y sin un no sé qué. Todos podemos vivir sin lo accesorio, pero no podemos vivir sin nosotros y sin los que nos aman.

            —¿Se acuerda de los yupies, aquel mito de los jóvenes triunfadores?

            —Los yupies han desaparecido. Ahora se llaman de otra manera, son un poco más… humanos. Porque, por lo visto, la frialdad del yupi, aparte de conducirlos al infarto de miocardio de una manera radical y velocísima, parece que los hacía antipáticos. Y ellos no pueden ser antipáticos. Ellos cultivan la imagen, porque vale más que mil palabras. Aunque para decir tal frase hagan falta precisamente siete palabras.

            —Los yupies pusieron de moda muchos mitos: la cumbre, el mejor, el éxito…

            —El éxito a mí me da un poco de escalofrío, porque ¿qué es el éxito? Se suele identificar ahora con un poco de dinero, o con mucho dinero, y con un poco de felicidad. Pero el éxito no tiene nada que ver con eso. Me parece que el éxito es una realización personal, algo que nosotros sentimos; el habernos cumplido. Y el éxito, en lenguaje corriente, es algo accesorio, algo que viene de fuera, que sobreviene, que nos dan los otros. Y eso, si nosotros nos sentimos fracasados, no nos consuela. El éxito no es nunca tener, es ser de una manera muy clara. Yo creo que ni el éxito, ni el fracaso tampoco, que son cosa de los otros, sean una garantía de acierto. Una persona con éxito aparente que no se haya realizado, ha hecho un pan como unas hostias.

            —¿Usted conoce el fracaso?

            —Claro que sí. Siempre he dicho que yo me considero un fracasado total. Y soy el fracasado peor, porque soy el fracasado con éxito aparente… A mí me hubiera gustado, sin duda, tener un hijo, por ejemplo. Hubiera sido un mal padre seguro, porque hubiera pesado como una losa sobre él, pero ese hijo hubiera sido para mí mi carnet de identidad.

            —¿Nunca lo intentó?

            —Hay gente que no nace con vocación. Yo creo que soy un solitario nato y me parece que hubiera llevado la desdicha a una persona que me hubiese apasionado y absorbido tanto que yo lo hubiese absorbido a él. Me he tenido que conformar con dirigir un hospicio lleno de niños, pero todos ajenos. Yo hubiera querido decir cosas en voz baja en una oreja querida. Y, sin embargo, me he tenido que conformar con hablar a gritos, con chillar, pero para todas las orejas. Y ya quizá sea tarde, para el niño y para la oreja.

            —¿En qué se nota el éxito?

            —Se nota en los demás, en el exterior. Yo cada vez salgo menos a la calle, porque el éxito es invasor, te transforma en un escaparate, todo el mundo parece que te conoce porque te ha visto en la televisión o te ha leído. Entonces es verdad que la intimidad desaparece, que desaparece esa posibilidad de pasar inadvertido, de poder ver un crepúsculo o de rezarle a la Luna creciente sin que alguien se te acerque, aprovechando que estás parado. Es, como la gente dice, el precio de la fama. Pero yo no he comprado la fama, no debería pagar ese precio.

            —No me diga que no le gusta que lo reconozcan en la calle…

            —A mí me gusta de verdad, bajo palabra de honor, pasar inadvertido. No me complace nada el que se me reconozca, ni los autógrafos, que nunca he sabido para qué sirven. Es un homenaje de cariño que no puedes rechazar. Pero yo, dentro de mí, sé que no he tenido éxito; es decir, que mi presente, que es el futuro de ese niño que yo era, no ha sido como debió ser.

            —¿Usted cree que si esa gente que se le acerca por la calle lo conociera de verdad, lo admiraría?

            —Pues mire usted: eso es una impertinencia de mala leche. Creo que sí. Creo que más, porque me verían mucho más desvalido y la gente quiere a los desvalidos. La gente no llora cuando muere el envidiado, a ése se le sustituye. ¡A rey muerto, rey puesto! Pero al desvalido sí lo quiere, y a mí me quieren como a un niño que no sabe nada de la vida; que es listo, pero desgraciado. Es decir, que es listo, pero a la vez medio tonto. Y eso es así porque ellos tienen, y es verdad, más fuerza que yo; porque ellos saben lidiar la vida mejor que yo, y han llegado a convivir con quienes querían, y yo no.

            —¿Pero usted no cree, Gala, que una vez que se ha probado es muy difícil desengancharse del éxito? El mundo es un hipódromo y la vida, para los que se lo montan así, una carrera hacia el éxito, quien siente el foco ya no puede vivir sin él… Y, sin embargo, dice usted que ya empieza a molestarle…

            —No, perdón. A mí me ha molestado siempre. Yo quiero que se me lea, quiero que se me atienda, pero lejos de mí. Es distinto. Habla usted de hipódromos. Pero ¿qué es un escritor, amigo mío?: un caballo que ha perdido su jinete, un caballo que corre y oye una voz que le dice: «¡Más deprisa, más deprisa!»… Pero ¿adónde?, si no sé por dónde voy… «No importa, tú corre»… Es terrible ese caballo prácticamente desbocado y prácticamente sin meta alguna. Es muy difícil ser escritor. Es muy difícil ser cualquier cosa, pero, claro, yo ésta la tengo más cerca. Y, lo del foco, es cierto. Hace un año, o cosa así, hubo alguien que me vio lamentarme de la apretura de la gente (yo salía de un teatro), y me dijo: «¡Cómo vas a echar de menos esto cuando no lo tengas…!». Porque a él le había sucedido; había tenido una cierta notoriedad y luego la había perdido. ¡El mito del éxito! Quizá no puedo decir de esta agua no beberé. Pero si yo pudiese seguir tranquilamente trabajando, con el reconocimiento, que es distinto que la fama, me conformaría más.

            —Pero nadie quiere irse: ni los toreros, ni los actores, ni los políticos… Todos se aferran.

            —Lo que sucede es que existe una doble consecuencia del éxito, que es un tema distinto. El éxito normalmente va en manos de lo que llamamos la fama, los famosos, esos que están en la cresta de la ola. Que yo no he visto nunca una expresión tan absolutamente exacta, porque están en la cresta de la ola viendo el abismo que tienen debajo y esperando el zambombazo en cualquier momento. La fama siempre tuvo mala prensa. No era una diosa (volvemos a los mitos, si no le importa), era una especie de objeto mudable que el pueblo veneraba, pero no estaba divinizada. Virgilio la pinta como un horror, un ave espantosa llena de plumas y, debajo de las plumas, ojos, y debajo de los ojos, lenguas… Una abominación. Porque la fama, en realidad, aspira a poco. Es como algo muy ruidoso que viene a sustituir la falta de gloria. Es la gloria en calderilla. La fama es vociferante, la gloria es más seria. La gloria es póstuma, siempre se da cuando ya no queda vida. El asentimiento a una obra hecha, a una actitud mantenida durante la vida, es la forma minúscula, perecedera, de inmortalidad que puede alcanzar un hombre. Ser glorificado, digamos, después de muerto, por sus semejantes que lo admiraron, que lo quisieron; vivir en el recuerdo es la mejor forma de inmortalidad que conozco. Pero, sin embargo, fíjese: a Verlaine, el gran poeta simbolista francés, borracho de absenta, una noche le dijeron: «¡Por fin, maestro, tenéis la gloria, por fin es vuestra!» Y él volvió la cara, dejó el vaso en el mostrador y dijo: «La gloire, la gloire… merde!» Estaba solo.

            —¿Aunque está clarísimo, lo quiere traducir?

            —La gloria, la gloria… ¡mierda!

            —No es natural el éxito, ¿verdad? Eso de que la sociedad elija a un hombre y lo suba al pedestal y le exija ser el número uno y le aplauda…

            —No es natural, pero sobre todo es terrible para ese número uno. ¿Usted sabe lo que significa ser el mejor? Ser el mejor es estar solo. Convénzase, Quintero, usted está muy cerca de todas estas cosas y le tienen que tocar muy en el corazón. Si yo tuviese un hijo nunca le exigiría ser el mejor. Siempre le diría: Sé lo mejor posible, pero no el mejor. Los pastores, querido Quintero, adoran al sol, les gustan las estrellas, pero se casan con las pastoras. El sol y las estrellas están allí arriba, solos, gélidos y ardientes, titilando, dando luz, pero solos.

            —Porque, además, ¿quién decide quién es el número uno?, ¿cómo se mide quién es el mejor?…

            —Claro, y luego, una vez reconocido, tiene ese esfuerzo permanente por mantener el puesto, esa envidia de los demás, esa precaución ante los nuevos que puedan llegar a quitárselo. Porque el puesto aquel es público, nadie se lo ha dado en posesión. Tiene que estar luchando como en un ring. Y los espectadores están al fondo, deseando que llegue alguien y lo derríbe en la lona. Y se muere después, habiendo sacrificado su ternura, sus amores defectuosos, su delicadeza, sus desvíos, por ser el mejor. Terrible cosa. No hay que aspirar a eso.

            —¿Que siente usted por las estrellas, por los monstruos sagrados, por los grandes nombres, por los mitos humanos?

            —Siento compasión. Yo estoy completamente convencido de que las estrellas están extraordinariamente solas. Sé que, cuando se retira el brillo del foco, se quedan sin luz, absolutamente mates, y tienen que seguir respetando y viviendo de aquello que precisamente desprecian, que es la opinión de los demás. Me dan mucha pena las estrellas, las estrellas del cine quizá más todavía, porque creo que se han visto impulsadas por esa ola que las sube a la cresta y que las tira y las destroza en el momento menos pensado. «Más dura será la caída». Comprendo perfectamente a esa estrella llamada Garbo, que se retiró del firmamento, se oscureció voluntariamente y dijo: «Para seguir siendo yo, tengo que dejar de ser Greta Garbo».

            —El cementerio está lleno de mitos, Gala.

            —El cementerio está lleno de todo, Quintero. ¡A ver si van a ser sólo los mitos los que se mueren! Lo que sucede es que los mitos se mueren más deprisa, porque ya en nuestra corta vida (¡fíjese usted qué elogio!), hemos visto caer muchos.

            —Hay otros muchos mitos por ahí, de los que ya hemos hablado alguna de estas noches, como la juventud, el dinero, el paraíso, etc., y nos quedan otros mitos menores, como la alimentación sana, el culto al cuerpo…

            —Ése es un mito importado. Aquí no se ha corrido nunca tanto para nada. Yo creo de verdad que, si una persona no ha conseguido, a lo largo de treinta años, hacerse habitable por dentro, ser agradable por dentro, ser acogedora por dentro, por mucho que corra, por mucha cinta que se ponga en la cabeza y por mucho chandal que se coloque, no lo va a conseguir. Es como la gente que se opera las facciones, ¿no?, enmendarle la plana a la naturaleza… La naturaleza, mientras no se demuestre lo contrario, tiene siempre razón.

            —Es que no hay cosmética interior.

            —Eso es. El interior está desprovisto y entonces no estamos contentos con nosotros mismos. Pero no lo vamos a arreglar corriendo, ni acortándonos las narices, ni poniéndonos de otra manera las orejas. Si no estamos contentos con nosotros, no es por eso; es por otra cosa mucho más honda, y eso es lo que hay que rectificar.

            —Por lo que escucho, deduzco que usted no practica el culto al cuerpo.

            —Al mío, no.

            —Resumiendo, ¿un hombre inteligente y libre puede vivir sin mitos?

            —Sí, puede vivir sin mitos, pero le costará mucho trabajo. Porque la independencia y la inteligencia padecen violencia, como el reino de los cielos. A mí me da la impresión de que, por muy inteligente que sea un hombre, nunca lo es suficientemente. Y está la soledad, está el sentirse fuera del rebaño… Puede vivir sin estos pequeños mitos de ahora; sin los grandes, no. Porque los grandes los hizo el hombre para el hombre, y todo hombre que responda a las características del ser humano necesita esas ficciones, esas fábulas, esas glorificaciones, esas grandes explicaciones de la naturaleza, para poder vivir en ella atisbando sus causas fraternales.

            —Gracias, señor Gala. ¿Nos retiramos a nuestros aposentos? Hasta mañana por la noche.

            —Hasta mañana por la noche, señor Quintero.

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