Lispector

11 de noviembre

a favor del miedo

Estoy segura de que durante la edad de piedra fui sin duda maltratada por el amor de algún hombre. De ese tiempo data

cierto pavor que es secreto. Pues bien, cierta noche cálida, estaba sentada conversando cortésmente con un caballero que era

civilizado, de traje oscuro y uñas prolijas.

Estaba, como diría Sérgio Porto, a la sombra y comiendo unas frutas frescas. Y he aquí que el Hombre dice: “¿Vamos a

dar un paseo?”. No. Voy a decir la cruda verdad. Lo que él dijo fue: “¿Vamos a dar un paseíto?”. Por qué paseíto jamás se me dio

el tiempo de saberlo. Y he ahí que de inmediato, de una altura de millares de siglos, rodó con estruendo la primera piedra de una

avalancha: mi corazón.

¿Quién? ¿Quién en la edad de piedra me llevó a un paseíto del cual nunca volví porque me quedé viviendo allá? No sé

qué elemento de terror existirá en la delicadeza monstruosa de la palabra paseíto. Rodado mi primer corazón, engullida atrozmente

la guayaba —estaba ridículamente asustada ante un improbable peligro. Improbable, digo hoy, por lo muy protegida que estoy por

las suaves costumbres, la ruda policía, y por mí misma, huidiza que ni la más mimética de las anguilas. Pero bien que me gustaría

saber qué diría en otros tiempos, en la edad de piedra, cuando me sacudían, casi simio, de mi frondoso árbol.

Qué nostalgia, necesito pasar un tiempo en el campo. Engullida, pues, la primera guayaba, empalidecí sin que el color

civilizadamente abandonase mi rostro: el miedo era demasiado vertical en el tiempo para dejar vestigios en la superficie. Y no era

miedo. Era terror.

Era en verdad la caída de todo mi futuro. El hombre, este par mío, que me ha asesinado por amor, y a eso se lo llama

amar, así es. ¿Paseíto? Así también le decían a Caperucita Roja, que recién tarde se cuidó de cuidarse. “Voy a ser cautelosa,

y por las dudas debajo de las hojas he de vivir” —¿de dónde me venía esta cantinela?

No sé, pero la boca del pueblo en Pernambuco no se equivoca. Que me disculpe el Hombre que tal vez se reconozca

en este relato de un miedo. Pero que no dude de que “el problema era mío”, como se dice. Que no dude que era yo quien debía

tomar la invitación como lo que en verdad debía de ser, como el haberme mandado rosas antes: una gentileza, la noche era cálida,

él tenía un coche en la puerta.

Y que no dude que —en la simple división a que los siglos me obligaron entre el bien y el mal— sé que él era Hombre

Bueno Caverna Derecha Solamente Cinco Mujeres No Golpea a Ninguna Todas Contentas. Y por favor entiéndame —apelo a su

buen humor— sé que un hombre de frontera, como él, usa sencillamente la 23 palabra paseíto, lo cual para mí, sin embargo, tuvo

la terrible amenaza de una caricia.

Le agradezco exactamente esa palabra que, por ser nueva para mí, me produjo tal escándalo. Le expliqué al Hombre

que no podía dar el paseíto, fina como soy. Siglos me adiestraron, y hoy soy una fina entre las finas, aun en el caso, sin necesidad,

por las dudas debajo de las hojas deba vivir.

El Hombre este no insistió, aunque no pueda yo decir en verdad que no se haya molestado. Nos enfrentamos por menos

de una milésima de segundo —con el transcurso de los milenios, el Hombre y yo nos fuimos comprendiendo cada vez mejor, y hoy

con menos de una milésima de segundo nos basta—, nos enfrentamos, y el no, si bien sólo balbuceado, hizo eco escandalosamente

contra las paredes de la caverna que siempre favorecieron más los deseos  del Hombre.

Después que el Hombre se retiró, heme a salvo y todavía asustada. ¿Por un tris un paseíto donde yo tal vez perdiera la

vida? Hoy en día siempre se pierde la vida en vano. Tras la partida del Hombre, me di cuenta de que estaba completamente alegre,

toda vivificada.

Oh, no a causa de la invitación al paseo, todas nosotras hemos sido durante milenios continuamente invitadas a paseos,

estamos habituadas y contentas, raramente azotadas. Estaba alegre y revolucionada —pero era por el miedo. Pues estoy a favor

del miedo. Pues ciertos miedos —aquéllos no mezquinos y que tienen raíz de raza inextirpable— me vienen dando mi más

incomprensible realidad.

La ilogicidad de mis miedos me encanta, me da un aura que hasta me avergüenza. Apenas logro ocultar, bajo la sonriente

modestia, mi gran capacidad de caer en miedos. Pero en el caso de este miedo particular, me pregunto de nuevo qué me habrá

sucedido en la edad de piedra.

No fue algo natural, o no habría yo conservado hasta hoy esa mirada de soslayo, y no me habría vuelto delicadamente invisible,

asumiendo disimulada el color de las sombras y los verdes, andando siempre del lado de adentro de las veredas, y con un falso andar

seco. Algo natural no habrá sido, aunque, siendo yo por fuerza y sin elección natural, lo natural no me habría asustado. ¿O ya entonces

— en la propia edad de las cavernas que aún hoy es mi más secreto hogar— hice yo una neurosis sobre lo natural de un paseíto? Sí,

pero tener un corazón oblicuo es lo correcto: es faro, dirección de vientos, sabiduría, astucia de instinto, experiencia de muertes,

adivinación en lagos, inadaptación inquietantemente feliz, pues descubro que ser una inadaptada es mi fuente.

Pues bien se sabe que lloverá mucho cuando los mosquitos lo anuncian, y cortar mi cabellera con luna nueva le da nuevamente

fuerzas, decir un nombre que no oso provoca atraso y mucha desgracia, atar al diablo con hilo rojo al pie del mueble ha por lo menos

atado a mis demonios. Y sé —con mi corazón que por nunca haberse 24 atrevido a exponerse en el centro, y que, hace siglos, se

mantiene a la sombra a la izquierda—, bien sé que el Hombre es un ser tan extraño a sí mismo que, sólo por ser inocente, es natural.

No, quien tiene razón es este corazón mío indirecto, aunque los hechos inmediatamente me desmientan. Paseíto suena a muerte segura,

y la cara espantada está con un ojo sin brillo que mira a la luna llena de sí. 

 

 

 

 

A favor do medo

 

Estou certa de que através da idade da pedra fui exatamente maltratada pelo amor de algum homem. Data desse tempo

um certo pavor que é secreto. Ora, em noite cálida, estava eu sentada a conversar polidamente com um homem cavalheiro que

era civilizado, de terno escuro e unhas corretas.

Estava eu, como diria Sérgio Porto, posta em sossego e comendo umas goiabinhas. Eis senão quando diz o Homem:

“Vamos dar um passeio?” Não. Vou dizer a verdade crua. O que ele disse foi: “Vamos dar um passeíto?” Por que passeíto jamais

tive tempo de saber. Pois que imediatamente, da altura de milhares de séculos, rolou em fragor a primeira pedra de uma avalancha:

meu coração.

Quem? Quem já me levou na idade da pedra para um passeíto do qual nunca mais voltei porque lá morando fiquei? Não

sei que elemento de terror existirá na delicadeza monstruosa da palavra passeíto. Rolado o meu primeiro coração, engolida atrozmente

a goiabinha – estava eu ridiculamente assustada diante de um improvável perigo.

Improvável digo eu hoje, muito da assegurada que estou pelos brandos costumes, pela polícia áspera, e por mim mesma

fugidia que nem a mais mimética das enguias. Mas bem queria saber o que eu outrora diria, na idade da pedra, quando me sacudiam,

quase macaca, da minha frondosa árvore. Que nostalgia, preciso passar uns tempos no campo. Engolia, pois, a minha goiabinha,

empalideci sem que a cor civilizadamente me abandonasse o rosto: o medo era vertical demais no tempo para deixar vestígios na

superfície.

Aliás não era o medo. Aliás era o terror. Aliás era a queda de todo o meu futuro. O homem, este meu igual que me tem

assassinado por amor, e a isto se chama de amar, e é. Passeíto?

Assim também diziam para o chapeuzinho vermelho, que esta só mais tarde cuidou de se cuidar. “Vou é me acautelar,

por via das dúvidas debaixo das folhas hei de morar” – de onde me vinha essa toada? Não sei, mas boca de povo em Pernambuco

não erra. Que me desculpe o Homem que talvez se reconheça neste relato de um medo. Mas nem tenha ele dúvida de que eu

deveria tomar o convite pelo que ele na verdade devia ser, igual a ter me mandado antes rosas: uma gentileza, a noite estava tépida,

ele tinha carro à porta. E nem tenha dúvida de que – na simplória divisão a que os séculos me obrigaram entre o bem e o mal – sei

que ele era Homem Bom Caverna Direita Só Cinco Mulheres Não Bate Nenhuma Todas Contentes.

E por favor me entenda – apelo para o seu bom humor – sei que homem de fronteira, como ele, usa com simplicidade a palavra

passeíto, o que para mim, no entanto, teve a terrível ameaça de uma doçura. Agradeço-lhe exatamente essa palavra que, por ser nova

para mim, veio me dar o bom escândalo. 

Expliquei ao Homem que não podia dar o passeíto, fina que sou. Séculos adestraram-me, e hoje sou uma fina entre as finas,

mesmo como no caso, sem necessitar, por via das dúvidas debaixo das folhas hei de morar. O Homem, esse não insistiu, se bem que

não me pareça poder dizer com verdade que ele se agradou. Defrontamo-nos por menos de um átimo de segundo – com o decorrer dos

milênios, eu e o Homem fomo-nos compreendendo cada vez melhor, e hoje menos de um átimo de segundo nos chega -, defrontamo-nos,

e o não, apesar de balbuciado, ecoou escandalosamente contra as paredes da caverna que sempre favoreceram mais às vontades do

Homem.

Depois que o Homem imediatamente se retirou, eis-me salvaguardada e ainda assustada. Por um triz um passeíto onde eu

talvez perdesse a vida? Hoje em dia sempre se perde a vida à toa. Retirando-se o Homem, percebi então que estava toda alegre,

toda vivificada. Oh, não por causa do convite ao passeio, nós todas temos sido durante milênios continuamente convidadas a passeios,

estamos habituadas e contentes, raramente açoitadas.

Estava alegre e revolucionada – mas era pelo medo. Pois sou a favor do medo. Então certos medos – aqueles não mesquinhos

e que têm raiz de raça inextirpável – têmme dado a minha mais incompreensível realidade. A ilogicidade de meus dedos me tem

encantado, dá-me uma aura que até me encabula. Mal consigo esconder, sob a sorridente modéstia, meu grande poder de cair em

medos.

Mas no caso deste medo particular, pergunto-me de novo o que me terá acontecido na idade da pedra? Algo natural não foi,

ou eu não teria conservado até hoje esse olhar de lado, e não me teria tornado delicadamente invisível, assumindo sonsa a cor das

sombras e dos verdes, andando sempre do lado de dentro das calçadas, e com falso andar seco.

Algo natural não terá sido, posto que, sendo eu por força e sem escolha uma natural, o natural não me teria assustado. Ou já

então – na própria idade das cavernas que ainda hoje é o meu mais secreto lar – ou já então eu fiz uma neurose sobre o natural de um

passeíto? É, mas ter um coração de esguelha é que está certo: é faro, direção de ventos, sabedoria, esperteza de instinto, experiência

de mortes, adivinhação em lagos, desadaptação inquietantemente feliz, pois descubro que ser desadaptada é a minha fonte.

Pois bem se sabe que vai chover muito quando os  mosquitos anunciam, e cortar minha cabeleira em lua nova dá-lhe de novo

as forças, dizer um nome que não ouso traz atraso e muita desgraça, amarrar o diabo com linha vermelha no pé do móvel tem pelo menos

amarrado os meus demônios. E sei – com meu coração que por nunca ter ousado expor-se no centro, e há séculos, mantém-se em sombra

à esquerda -, bem sei que o Homem é um ser tão estranho a si mesmo que, só por ser inocente, é natural. Não, quem tem razão é este

meu coração indireto, mesmo que os fatos me desmintam diretamente. Passeíto dá morte certa, e a cara espantada fica de olho vidrado

olhando para a lua cheia de si.

 

 

 

 

Clarice Lispector

Revelación de un mundo

Título original: A descoberta do mundo

Traducción: Amalia Sato

Adriana Hidalgo editora S.A. 2005

Buenos Aires

1967

Jornal do Brasil

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

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