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La mujer más pequeña del Mundo
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A menor mulher do Mondo,
(Lazos de Familia, 1960)
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En las profundidades del África Ecuatorial, el explorador francés Marcel Petre, cazador
y hombre de mundo, se encontró con una tribu de pigmeos de una pequeñez sorprendente.
Mas sorprendido, pues, quedó al ser informado de que un pueblo de tamaño aún menor
todavía, existía más allá de florestas y distancias. Entonces, él se adentró aún más.
En el Congo Central descubrió, realmente, a los pigmeos más pequeños del mundo. Y
—como una caja dentro de otra caja, dentro de otra caja— entre los pigmeos más pequeños
del mundo estaba el más pequeño de ellos, obedeciendo, tal vez, a una necesidad que a
veces tiene la Naturaleza de excederse a sí misma.
Entre mosquitos y árboles tibios de humedad, entre las hojas ricas de un verde más
perezoso, Marcel Petre se topó con una mujer de cuarenta y cinco centímetros, madura,
negra, callada. «Oscura como un mono», informaría él a la prensa, y que vivía en la copa de
un árbol con su pequeño concubino. Entre los tibios humores silvestres, que temprano
redondean los frutos y les dan una casi intolerable dulzura al paladar, ella estaba
embarazada.
Allí en pie estaba, pues, la mujer más pequeña del mundo. Por un instante, en el
zumbido del calor, fue como si el francés hubiese, inesperadamente, llegado a la conclusión
última. Con certeza, sólo por no ser loco, es que su alma no desvarió ni perdió los límites.
Sintiendo la necesidad inmediata de orden y de dar nombre a lo que existe, la apellidó
Pequeña Flor. Y para conseguir clasificarla entre las realidades reconocibles, pasó
enseguida a recoger datos en relación a ella.
Su raza está, poco a poco, siendo exterminada. Pocos ejemplares humanos restan de esa
especie que, si no fuera por el disimulado peligro de África, sería un pueblo muy numeroso.
A más de la enfermedad, el infectado hálito de aguas, la comida deficiente y las fieras que
rondan, el gran riesgo para los escasos likoualas está en los salvajes bantúes, amenaza que
los rodea en silencioso aire como en madrugada de batalla. Los bantúes los cazan con
redes, como lo hacen con los monos. Y los comen. Así, tal como se oye: los cazan con
redes y los comen. La pequeña raza de gente, siempre retrocediendo y retrocediendo,
terminó acuartelándose en el corazón del África, donde el afortunado explorador la
descubriría. Por defensa estratégica, habitan en los árboles más altos. De allí descienden las
mujeres para cocinar maíz, moler mandioca y cosechar verduras; los hombres, para cazar.
Cuando un hijo nace, se le da libertad casi inmediatamente. Es verdad que, muchas veces,
la criatura no aprovechará por mucho tiempo de esa libertad entre fieras. Pero también es
verdad que, por lo menos, no lamentará que, para tan corta vida, largo haya sido el trabaja.
Incluso el lenguaje que la criatura aprende es breve y simple, apenas esencial. Los likoualas
usan pocos nombres, llaman a las cosas por gestos y sonidos animales. Como avance
espiritual, tienen un tambor. Mientras bailan al son del tambor, mantienen una pequeña
hacha de guardia contra los bantúes, que aparecerán no se sabe de dónde.
Fue así, pues, que el explorador descubrió, toda en pie y a sus pies, la cosa humana más
pequeña que existe. Su corazón latió, porque esmeralda ninguna es tan rara. Ni las
enseñanzas de los sabios de la India son tan raras. Ni el hombre más rico del mundo puso
ya sus ojos sobre tan extraña gracia. Allí estaba una mujer que la golosina del más fino
sueño jamás pudiera imaginar. Fue entonces que el explorador, tímidamente, y con una
delicadeza de sentimientos de la que su esposa jamás lo juzgaría capaz, dijo:
—Tú eres Pequeña Flor.
En ese instante, Pequeña Flor se rascó donde una persona no se rasca. El explorador —
como si estuviese recibiendo el más alto premio de castidad al que un hombre, siempre tan
idealista, osara aspirar—, tan vivido, desvió los ojos.
La fotografía de Pequeña Flor fue publicada en el suplemento a colores de los diarios
del domingo, donde cupo en tamaño natural. Envuelta en un paño, con la barriga en estado
adelantada La nariz chata, la cara negra, los ojos hondos, los pies planos. Parecía un perro.
En ese domingo, en un departamento, una mujer, al mirar en el diario abierto el retrato
de Pequeña Flor, no quiso mirarlo una segunda vez «porque me da aflicción».
En otro departamento, una señora sintió tan perversa ternura por la pequeñez de la
mujer africana que —siendo mucho mejor prevenir que remediar—, jamás se debería dejar
a Pequeña Flor a solas con la ternura de aquella señora. ¡Quién sabe a qué oscuridad de
amor puede llegar el cariño! La señora pasó el día perturbada, se diría que poseída de la
nostalgia. A propósito, era primavera, una bondad peligrosa rondaba en el aire.
En otra casa, una niña de cinco años, viendo el retrato y escuchando los comentarios,
quedó espantada. En aquella casa de adultos, esa niña había sido hasta ahora el más
pequeño de los seres humanos. Y si eso era fuente de las mejores caricias, era también
fuente de este primer miedo al amor tirana La existencia de Pequeña Flor llevó a la niña a
sentir —con una vaguedad que sólo años y años después, por motivos bien distintos, habría
de concretarse en pensamiento—, en una primera sabiduría, que «la desgracia no dene
límites».
En otra casa, en la consagración de la primavera, una joven novia tuvo un éxtasis de
piedad:
—¡Mamá, mira el retratito de ella, pobrecita!, ¡mira como ella es tristecita!
—Pero —dijo la madre, dura, derrotada y orgullosa—, pero es tristeza de bicho, no es
tristeza humana.
—¡Oh, mamá! —dijo la joven desanimada.
En otra casa, un niño muy despierto tuvo una idea inteligente:
—Mamá, ¿y si yo colocara esa mujercita africana en la cama de Pablito, mientras él
está durmiendo? Cuando despierte, qué susto, ¿eh? ¡Qué griterío, viéndola sentada en su
cama! Y nosotros, entonces, podríamos jugar tanto con ella, haríamos de ella nuestro
juguete, ¿sí?
La madre de este niño estaba en ese instante enrollando sus cabellos frente al espejo del
baño y recordó lo que una cocinera le contara de su tiempo de orfanato Al no tener una
muñeca con qué jugar, y ya la maternidad pulsando terrible en el corazón de las huérfanas,
las niñas más despiertas habían escondido de la monja, la muerte de una de las chicas.
Guardaron el cadáver en un armario hasta que salió la monja, y jugaron con la niña muerta,
le dieron baños y comiditas, le impusieron un castigo solamente para después poder
besarla, consolándola. De eso se acordó la madre en el baño y dejó caer las manos, llenas
de horquillas. Y consideró la cruel necesidad de amar. Consideró la malignidad de nuestro
deseo de ser felices. Consideró la ferocidad con que queremos jugar. Y el número de veces
en que habremos de matar por amor. Entonces, miró al hijo sagaz como si mirase a un
peligroso desconocida Y sintió horror de su propia alma que, más que su cuerpo, había
engendrado a aquel ser apto para la vida y para la felicidad. Asi fue que miró ella, con
mucha atención y un orgullo incómodo, a aquel niño que ya estaba sin los dos dientes de
adelante: la evolución, la evolución haciéndose diente que cae para que nazca otro, el que
muerda mejor. «Voy a comprar una ropa nueva para él», resolvió, mirándolo, absorta.
Obstinadamente adornaba al hijo desdentado con ropas finas, obstinadamente lo quería bien
limpio, como si la limpieza diera énfasis a una superficialidad tranquilizadora,
obstinadamente perfeccionando el lado cortés de la belleza. Obstinadamente apartándose y
apartándolo de algo que debía ser «oscuro como un mono». Entonces, mirando al espejo del
baño, la madre sonrió intencionadamente fina y pulida, colocando entre aquél su rostro de
lineas abstractas y la cruda cara de Pequeña Flor, la distancia insuperable de milenios. Pero,
con años de práctica, sabía que éste sería un domingo en el que tendría que disfrazar de sí
misma la ansiedad, el sueño y los milenios perdidos.
En otra casa, junto a una pared, se dieron al trabajo alborotado de calcular, con cinta
métrica, los cuarenta y cinco centímetros de Pequeña Flor. Y fue allí mismo donde,
deleitados, se espantaron: ella era aún más pequeña de lo que el más agudo en imaginación
la inventaría. En el corazón de cada uno de los miembros de la familia nació, nostálgico, el
deseo de tener para sí aquella cosa menuda e indomable, aquella cosa salvada de ser
comida, aquella fuente permanente de caridad. El alma ávida de la familia quería
consagrarse. Y, entonces, ¿quién ya no deseó poseer un ser humano sólo para sí? Lo que es
verdad, no siempre sería cómodo, hay horas en que no se quiere tener sentimientos:
—Apuesto a que si ella viviera aquí, terminaba en pelea —dijo el padre sentado en la
poltrona, virando definitivamente la página del diario—. En esta casa todo termina en
pelea.
—Tú, José, siempre pesimista —dijo la madre.
—¿Ya has pensado, mamá, de qué tamaño será el bebé de ella? —dijo ardiente la bija
mayor, de trece años.
El padre se movió detrás del diario.
—Debe ser el bebé negro más pequeño del mundo —contestó la madre, derritiéndose
de gusto—. ¡Imagínense a ella sirviendo a la mesa aquí en casal ¡Y con la barriguita
grande!
—¡Basta de esas conversaciones! —dijo confusamente el padre.
—Tú has de concordar —dijo la madre inesperadamente ofendida— que se trata de una
cosa rara. Tú eres el insensible.
¿Y la propia cosa rara?
Mientras tanto, en África, la propia cosa rara tenia en el corazón —quién sabe si
también negro, pues en una Naturaleza que se equivocó una vez ya no se puede confiar más
—, algo más raro todavía, algo como el secreto del propio secreto: un hijo mínimo.
Metódicamente, el explorador examinó, con la mirada, la barriguita del más pequeño ser
humano madura. Fue en ese instante que el explorador, por primera vez desde que la
conoció, en lugar de sentir curiosidad o exaltación o victoria o espíritu científico, sintió
malestar.
Es que la mujer más pequeña del mundo estaba riendo.
Estaba riéndose, cálida, cálida. Pequeña Flor estaba gozando de la vida. La propia cosa
rara estaba teniendo la inefable sensación de no haber sido comida todavía. No haber sido
comida era algo que, en otras horas, le daba a ella el ágil impulso de saltar de rama en rama.
Pero, en este momento de tranquilidad, entre las espesas hojas del Congo Central, ella no
estaba aplicando ese impulso a una acción —y el impulso se había concentrado todo en la
propia pequeñez de la propia cosa rara—. Y entonces ella se reía. Era una risa de quien no
habla pero ríe El explorador incómodo no consiguió clasificar esa risa, y ella continuó
disfrutando de su propia risa apacible, ella que no estaba siendo devorada. No ser devorado
es el sentimiento mas perfecto. No ser devorado es el objetivo secreto de toda una vida. En
tanto ella no estaba siendo comida, su risa bestial era tan delicada como es delicada la
alegría. El explorador estaba perturbado.
En segundo lugar, si la propia cosa rara estaba riendo era porque, dentro de su
pequeñez, una gran oscuridad se había puesto en movimiento.
Es que la propia cosa rara sentía el pecho tibio de aquello que se puede llamar Amor.
Ella amaba a aquel explorador amarilla. Si supiera hablar y le dijese que lo amaba, él se
inflaría de vanidad. Vanidad que disminuiría cuando ella añadiera que también amaba
mucho el anillo del explorador y que amaba mucho la bota del explorador. Y cuando éste se
sintiera desinflado, Pequeña Flor no entendería por qué. Pues, ni de lejos, su amor por el
explorador —puédese incluso decir su «profundo amor», porque, no teniendo otros
recursos, ella estaba reducida a la profundidad—, habría de quedarse desvalorizado por el
hecho de que ella también amaba su bota. Hay un viejo equívoco sobre la palabra amor y, si
muchos hijos nacen de ese equívoco, muchos otros perdieron la única posibilidad de nacer
solamente por causa de una susceptibilidad que exige que sea de mí, ¡de mí! que el otro guste
y no de mi era. Pero en la humedad de la floresta no existen esos refinamientos crueles y
amor es no ser comido, amor es hallar bonita una bota, amor es gustar del color raro de un
hombre que no es negro, amor es reír del amor a un anillo que brilla. Pequeña Flor guiñaba
sus ojos de amor y rió, cálida, pequeña, grávida, cálida.
El explorador intentó sonreírle en retribución, sin saber exactamente a qué abismo su
sonrisa contestaba y entonces se perturbó como solamente un hombre de tamaño grande se
perturba. Disfrazó, acomodando mejor su sombrero de explorador, y enrojeció púdico. Se
tornó de un color lindo, el suyo, de un rosa-verdoso, como el de un limón de madrugada. Él
debía de ser agrio.
Fue, probablemente, al acomodar el casco simbólico cuando el explorador se llamó al
orden, recuperó con severidad la disciplina de trabajo y recomenzó .a hacer anotaciones.
Había aprendido a entender algunas de las pocas palabras articuladas de la tribu y a
interpretar sus señales. Ya lograba hacer preguntas.
Pequeña Flor le respondió que «sí». Que era muy bueno tener un árbol para vivir, suyo,
suyo misma. Pues —y eso ella no lo dijo, pero sus ojos se tornaron tan oscuros que ellos lo
dijeron—, es bueno poseer, es bueno poseer, es bueno poseer. El explorador pestañó varias
veces.Marcel Petre tuvo varios momentos difíciles consigo misma. Pero, al menos, pudo
ocuparse de tomar notas. Quien no tomó notas, tuvo que arreglarse como pudo:
—Pues mire —declaró de repente una vieja cerrando con decisión el diario—, yo sólo
le digo una cosa: Dios sabe lo que hace.
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Clarice Lispector
©2008, Siruela
Colección: Libros del tiempo, 275
Relatos
Prólogo de Miguel Cossío Woodward
Traducciones del portugués de
Cristina Peri Rossi, Juan García Gayó,
Marcelo Cohen y Mario Morales
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