clarice lispector

 

 

revelación de un mundo

a descoberta do mundo

 

traducción: Amalia Sato

Adriana Hidalgo editora

octubre de 2005 Buenos Aires

 

 

 

 

las caridades odiosas

 

 

 

 

¿Fue una tarde de sensibilidad o de susceptibilidad?

Pasaba por la calle de prisa, enmarañada en mis pensamientos, como a veces sucede.

Fue cuando mi vestido me retuvo: algo se había enganchado en mi pollera. Me volví y

vi que se trataba de una mano pequeña y oscura.

Pertenecía a un niño a quien la suciedad y la sangre interna le daban un tono caliente

de piel. El niño estaba de pie en el escalón de la gran confitería. Sus ojos, más que sus

palabras medio entrecortadas, me informaban de su paciente aflicción.

Demasiado paciente. Noté vagamente un pedido, antes de comprender el sentido concreto.

Un poco aturdida lo miraba, todavía dudando si había sido la mano del niño lo que me

había segado los pensamientos.

 

—Un dulce, señorita, cómpreme un dulce.

 

Finalmente me desperté. ¿Qué había estado pensando antes de encontrarme con el niño?

El hecho es que el pedido pareció llenar una laguna, dar una respuesta que podía servir

para cualquier pregunta, así como una gran lluvia puede matar la sed de quien quería unos

tragos de agua.

Sin mirar a los costados, por pudor tal vez, sin querer espiar las mesas de la confitería

donde posiblemente algún conocido tomaba helado, entré, fui al mostrador y dije con una

dureza que sólo Dios puede explicar: un dulce para el niño.

¿De qué tenía miedo? No miraba al niño, quería que la escena, humillante para mí, acabara

pronto. Le pregunté: ¿qué dulce?…

Antes de terminar, el niño dijo apuntando rápido con el dedo: aquél de allí, con chocolate

arriba. Por un instante perpleja, me recompuse enseguida y ordené, con aspereza, a la

vendedora que lo atendiera.

 

—¿Qué otro dulce quieres? —le pregunté al niño oscuro.

 

Éste, que agitando las manos y gesticulando todavía esperaba con ansiedad el primero,

se quedó quieto, me miró un instante y dijo con insoportable delicadeza, mostrando los

dientes: no necesito otro. Me ahorraba el gesto de bondad.

 

—Sí que lo quieres —lo interrumpí jadeando, empujándolo hacia delante.

 

El niño dudó y dijo: aquel amarillo de huevo. Recibió un dulce en cada mano, levantando

las dos por encima de su cabeza, con miedo quizás de apretarlos. Hasta los dulces se

veían tan por encima del niño oscuro.

sin mirarme, más que retirarse, huyó. La empleada, que todo lo observaba:

 

—Por fin, un alma caritativa apareció. Este niño estaba en la puerta hace más de

una hora, tironeando de todas las personas que pasaban, pero nadie le hizo caso.

 

Me fui, roja de vergüenza. ¿Realmente avergonzada? Era inútil querer volver a mis

pensamientos anteriores. Estaba llena de un sentimiento de amor, de gratitud, de

rebelión y de vergüenza.

Pero, como se suele decir, el Sol parecía brillar con más fuerza. Y

o había tenido la oportunidad de… Y para eso había sido necesario un niño flaco y

oscuro… Y para eso había sido necesario que otros no le hubieran dado un dulce.

¿Y las personas que tomaban helado? Ahora, lo que yo quería saber con autocrueldad

era lo siguiente: ¿había temido que los otros me vieran o que los otros no me vieran?

El hecho es que, cuando crucé la calle, lo que habría sido piedad ya se había

estrangulado bajo otros sentimientos.

Y, ahora sola, mis pensamientos volvían a ser los anteriores, sólo que inútiles.

En lugar de tomar un taxi, tomé ómnibus. Me senté.

 

—¿Los paquetes le molestan?

 

Era una mujer con un niño en el regazo y, a los pies, varios paquetes envueltos con

papel de diario. Ah no, le dije. “Dadadá”, dijo la niña extendiendo la mano y

agarrando la manga de mi vestido. “Usted le gusta”, dijo la mujer riendo.

Yo también sonreí.

—Estoy desde la mañana en la calle —informó la mujer—. Fui a buscar a unas

amistades que no estaban en casa. Una había salido a almorzar, la otra se había

ido afuera con la familia.

—¿Y la niña?

—Es un niño —corrigió ella—, está con ropa regalada de nena pero es

un niño. Comió algo por ahí. Soy yo la que no almorzó todavía.

—¿Es su nieto?

—Hijo, es mi hijo, tengo tres más. Mire cómo la quiere… ¡Juega con la

señorita, hijito! Imagine que vivimos en un pasaje de corredor y pagamos

una fortuna por mes. El alquiler pasado no lo pagamos todavía. Y este mes

está venciendo. Nos quieren echar. Pero si Dios quiere, conseguiré los dos

mil cruzeiros que faltan. Ya tengo el resto. Pero no me los quieren aceptar.

Piensan que si reciben una parte yo me quedo tranquila diciendo: ya pagué

algo y no pienso pagar el resto.

 

Cómo la vieja mujer estaba al tanto de los caminos de la desconfianza.

Sabía de todo, sólo que tenía que actuar como si no supiera —razonamiento

de gran banquero. Razonaba como razonaría un propietario desconfiado, y no

se irritaba.

Pero de repente me quedé helada: había entendido. La mujer seguía hablando.

Entonces saqué de mi cartera dos mil cruzeiros y con horror de mí se los pasé

a la mujer. Ésta no vaciló ni un segundo, los tomó, se los metió en un bolsillo

invisible entre lo que me parecieron incontables polleras, casi tirando en su

atropellamiento al niño-niña.

 

—Dios nuestro Señor la bendiga —dijo de pronto con el automatismo

de una mendiga.

 

Roja, permanecí sentada con los brazos cruzados. La mujer también seguía

a mi lado.

Sólo que ya no nos hablábamos. Ella era más digna de lo que yo había pensado:

una vez conseguido el dinero, nada más quiso contarme.

Ni yo pude hacerle ya fiestas al niño vestido de niña. Pues cualquier cariño sería

ahora un derecho adquirido: yo lo había pagado de antemano.

Un lazo de malestar se había establecido ahora entre nosotras dos, entre la mujer

y yo, quiero decir.

 

—Deja a la señorita en paz, Zezinho —dijo la mujer.

 

Evitábamos rozar nuestros codos. No había ya nada que decir, y el viaje era largo.

Perturbada, miré de reojo: vieja y sucia, como se dice de las cosas.

Y la mujer sabía que yo la había mirado.

Entonces una punta de rabia nació entre nosotras.

Sólo el pequeño ser híbrido, radiante, llenaba la tarde con su suave martilleo:

“dá dá dá”.

 

 

 

 

 

 

 

as caridades odiosas

 

 

 

 

Foi uma tarde de sensibilidade ou de suscetibilidade?

Eu passava pela rua depressa, emaranhada nos meus pensamentos, como às vezes acontece.

Foi quando meu vestido me reteve: alguma coisa se enganchara na minha saia. Voltei-me e vi que se tratava de uma mão pequena e escura. Pertencia a um menino a que a sujeira e o sangue interno davam um tom quente de pele. O menino estava de pé no degrau da grande confeitaria. Seus olhos, mais do que suas palavras meio engolidas, informavam-me de sua paciente aflição. Paciente demais.

Percebi vagamente um pedido, antes de compreender o seu sentido concreto. Um pouco aturdida eu o olhava, ainda em dúvida se fora a mão da criança o que me ceifara os pensamentos.

 

– Um doce, moça, compre um doce para mim.

 

Acordei finalmente. O que estivera eu pensando antes de encontrar o menino? O fato é que o pedido deste pareceu cumular uma lacuna, dar uma resposta que podia servir para qualquer pergunta, assim como uma grande chuva pode matar a sede de quem queria uns goles de água.

Sem olhar para os lados, por pudor talvez, sem querer espiar as mesas da confeitaria onde possivelmente algum conhecido tomava sorvete, entrei, fui ao balcão e disse com uma dureza que só Deus sabe explicar: um doce para o menino.

De que tinha eu medo? Eu não olhava a criança, queria que a cena, humilhante para mim, terminasse logo.

Perguntei-lhe: que doce você… Antes de terminar, o menino disse apontando depressa com o dedo: aquelezinho ali, com chocolate por cima. Por um instante perplexa, eu me recompus logo e ordenei, com aspereza, à caixeira que o servisse.

 

– Que outro doce você quer? perguntei ao menino escuro.

 

Este, que mexendo as mãos e a boca ainda esperava com ansiedade pelo primeiro, interrompeu-se, olhou-me um instante e disse com delicadeza insuportável, mostrando os dentes: não precisa de outro não. Ele poupava a minha bondade.

 

– Precisa sim, cortei eu ofegante, empurrando-o para a frente.

 

O menino hesitou e disse: aquele amarelo de ovo. Recebeu um doce em cada mão, levantando as duas acima da cabeça, com medo talvez de apertá-los. Mesmo os doces estavam tão acima do menino escuro. E foi sem olhar para mim que ele, mais do que foi embora, fugiu.

A caixeirinha olhava tudo:

 

– Afinal, uma alma caridosa apareceu. Esse menino estava nesta porta há mais de uma hora, puxando todas as pessoas que passavam, mas ninguém quis dar.

 

Fui embora, com o rosto corado de vergonha. De verogonha mesmo? Era inútil querer voltar aos pensamentos anteriores.

Eu estava cheia de um sentimento de amor, gratidão, revolta e vergonha. Mas, como se costuma dizer, o Sol parecia brilhar com mais força.

Eu tivera a oportunidade de… E para isso fora necessário um menino magro e escuro… E para isso fora necessário que outros não lhe tivessem dado um doce.

E as pessoas que tomavam sorvete?

Agora, o que eu queria saber com autocrueldade era o seguinte: temera que os outros me vissem ou que os outros não me vissem?

O fato é que, quando atravessei a rua, o que teria sido piedade já se estrangulara sob outros sentimentos.

E, agora sozinha, meus pensamentos voltaram lentamente a ser os anteriores, só que inúteis. Em vez de tomar um táxi, tomei um ônibus. Sentei-me.

 

– Os embrulhos estão incomodando?

 

Era uma mulher com uma criança no colo e, aos pés, vários embrulhos de jornal. Ah não, disse-lhes eu. “Dá-dádá”, disse a menina no colo estendendo a mão e agarrando a manga de meu vestido. “Ela gostou da senhora”, disse a mulher rindo. Eu também sorri.

– Estou desde manhã na rua, informou a mulher. Fui procurar umas amizades que não

estavam em casa. Uma tinha ido almoçar fora, a outra foi com a família para fora.

– E a menina?

– É menino, corrigiu ela, está com roupa dada de menina mas é menino. O menino comeu

por aí mesmo. Eu é que não almocei até agora.

– É seu neto?

– Filho, é filho, tenho mais três. Olhe só como ele está gostando da senhora… Brinca com a

moça, meu filho! Imagine a senhora que moramos numa passagem de corredor e pagamos uma

fortuna por mês. O aluguel passado não pagamos ainda. E este mês está vencendo. Ele quer

despejar. Mas se Deus quiser, ainda arranjarei os dois mil cruzeiros que faltam. Já tenho o resto.

Mas ele não quer aceitar. Ele pensa que se receber uma parte eu fico descansada dizendo: alguma

coisa já paguei e não penso em pagar o resto.

 

Como a mulher velha estava ciente dos caminhos da desconfiança. Sabia de tudo, só que tinha de agir como se não soubesse – raciocínio de grande banqueiro. Raciocinava como raciocinaria um senhorio desconfiado, e não se irritava.

Mas de repente fiquei fria: tinha entendido. A mulher continuava a falar. Então tirei da bolsa os dois mil cruzeiros e com horror de mim passei-os à mulher. Esta não hesitou um segundo, pegou-os, meteu-os num bolso invisível entre o que me pareceram inúmeras saias, quase derrubando na sua rapidez o menino-menina.

 

– Deus nosso Senhor lhe favoreça, disse de repente com o automatismo de uma mendiga.

 

Vermelha, continuei sentada de braços cruzados. A mulher também continuava ao lado. Só que não nos falávamos mais.

Ela era mais digna do que eu havia pensado: conseguido o dinheiro, nada mais quis me contar.

E nem eu pude mais fazer festas ao menino vestido de menina. Pois qualquer agrado seria agora de meu direito: eu o havia pago de antemão.

Um laço de mal-estar estabelecera-se agora entre nós duas, entre a mulher e eu, quero dizer.

 

– Deixe a moça em paz, Zezinho, disse a mulher.

 

Evitávamos encostar os cotovelos. Nada mais havia a dizer, e a viagem era longa.

Perturbada, olhei-a de través: velha e suja, como se dizem das coisas.

E a mulher sabia que eu a olhara.

Então uma ponta de raiva nasceu entre nós duas.

Só o pequeno ser híbrido, radiante, enchia a tarde com o seu suave martelar: “dá dá dá.”

 

 

 

 

 

 


 

 

 

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