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ocho monólogos
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dario fo
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Título original: Tutta casa, Ietto e chiesa, e altri
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LA VELA LATINA
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Tercera edición: octubre de 1990
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EDICIONES JÚCAR, 1990
8. una madre
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Necesito no sólo vuestra atención, sino sobre todo vuestra imaginación. Imaginad
que estáis sentados a la mesa, comiendo, y escuchando el telediario, y de pronto
aparece en la pantalla una foto tamaño carnet, y una voz que dice: «Uno de los
terroristas capturados tras el asesinato»…, nombre y apellidos…, «despiadado
criminal que ha perpetrado horribles delitos». Aparece la foto en el televisor: «¡Dios
mío!», ¡es alguien a quien conocéis! Y antes de que os dé tiempo de reflexionar:
¡zas!, os estalla el cerebro… «¡Es él!»…, el corazón se detiene de golpe: «¡Dios!
¡Dios! ¡No es posible!»… Y no es alguien a quien conocéis de casualidad, no sé, el
hijo de una vecina, por ejemplo… ¡No! ¡Es vuestro hijo! Es vuestro hijo. Os estoy
hablando a vosotros…, «vuestro» hijo.
¿Es absurdo? ¿No puede ser?
¿Por qué? ¿No tenéis un hijo?
Un hermano entonces…, una hermana… Imagináoslo…, sí, él…, ella…, sí…,
¡ terrorista!
Ni se os pasaba por la cabeza. Ni una sospecha.
Y no hay esperanza…, posibilidad de error…, una equivocación… No: capturado
con las manos en la masa…, hay pruebas…, lo han cogido en un enfrentamiento
armado…, con una pistola en la mano…, ha disparado… y ha herido de gravedad a
un agente.
Imaginad…, imaginad…
¿No lo conseguís? ¿No puede ser? ¿Es demasiado absurdo? Claro…, vuestro hijo,
vuestro hermano…, ¡imposible! Lo veis todos los días, habláis con él…, conocéis sus
ideas.
Además, con ese carácter que tiene, no le haría daño a una mosca. Estaba en
contra de toda violencia…, quería ser objetor de conciencia…
Eso es precisamente lo que yo seguía repitiendo siempre que veía en la tele la
cara de uno de esos muchachos detenidos: ¡Mi hijo no será jamás, jamás uno de ellos!
Y en cambio… el chico al que estáis viendo en vuestro televisor, con su cara de
buena persona, es mi hijo. Sí, mi hijo: veinticuatro años… Yo lo he hecho, lo he
parido, lo he amamantado. No con biberón, sino con mi pecho, de mis pezones…,
aunque mis amigas me lo desaconsejaban, me decían que se me iban a estropear los
pechos…
Porque yo pensaba: ¿y si de mayor me sale anormal…, diferente…, y es por culpa
de la carencia afectiva causada por la falta de teta? ¿Los celos del pezón?
Muchas madres no lo saben, pero yo sí. Yo me lo leí todo durante el embarazo: no
debes negarle a un niño el roce de tu piel con la suya…, los mimos, la voz…, la
presencia constante (no opresiva), constante… Y cuando descubrí, leyendo esos
textos, que el niño necesita jugar con su caquita…, sí, que si no luego tiene
traumas…, y también con el pis…, porque lo descarga de toda violencia…, pues yo le
dejé hacerlo.
Lo dice también Laverghue en su ensayo El periodo fecal: «Dejad que el niño
pruebe su caca, que se la restriegue por la cara…, se acostumbrará a lo que recibirá
de los demás cuando sea mayor.» Yo a mi niño lo he tenido en la cuna lo menos
posible…, le he dejado que rompiera platos y vasos, como decía la pediatra, le he
dejado que jugara con su caquita siempre que ha querido…, y sin embargo se ha
convertido en una persona violenta. Y no se ha conformado con entrar a formar parte
de una banda de delincuentes, quemar un autocar…, pegar a algún viandante a
bastonazos…, violar a alguna muchacha, así, para desahogarse…, que los juguetes
son muy comprensivos con esas cosas… ¡No, se ha convertido en un terrorista!
Pero ¿cómo ha podido ocurrir?… ¿Qué ha pasado? Quiero entender… Me paso
noches enteras recordando toda nuestra vida… Vuelvo a verlo todo, como en una
pelicula… Nosotros somos demócratas, y mi hijo ha crecido con nuestras ideas… Sí,
en el colegio se metió en política, la contestación juvenil…, las manifestaciones…
Por su dormitorio han desfilado los pósters de todos los mitos de aquellos años, Mao,
el Che, Ho Chi Min… Recuerdo un póster grande, lo habéis visto todos: una
muchacha vietnamita apunta con su metralleta a un gigantesco piloto americano con
los brazos en alto. ¡La niña que vence a Goliat!
¡Entonces se puede hacer lo imposible!
Qué claro estaba todo entonces: a un lado los buenos pobres, pero de ideología
correcta: ¡en primer lugar siempre el hombre, la justicia y la libertad!
Al otro los malvados, prepotentes y ávidos, fuertes pero podridos, que siempre
ponen en primer lugar la máquina y el beneficio.
¡Ellos son el mal!
¡El mal pierde, el bien triunfa! ¡Está claro!
¡Retórica! ¡Populismo triunfalista! Si, yo también lo pienso…
¡Claro que ahora es fácil comentar que entonces empezáramos!
¿Vosotros lo habíais entendido?
¿Todos?
¿Sabíais que nos dejábamos llevar demasiado por la pasión? ¡Una masa de
idealistas, con el mito del héroe!
¡Solidaridad! ¡Generosidad! ¡Colectividad!
¿Vosotros, todos, habíais previsto ya entonces que nos íbamos a estrellar con esos
conceptos? ¡Pues qué suerte! ¡Enhorabuena!
Pero perdonad…, no me convence del todo…, porque precisamente hace unos
días, ciertos discursos que se burlaban del sesenta y ocho…, del triunfalismo…, de
las chorradas que, es verdad, hicimos…, se los he oído hacer a un tipo…, un
conocido intelectual, ¡uno de esos que siempre lo han entendido todo antes que nadie!
«El sesenta y ocho fue una enorme estupidez…, todos como pequeños Lenin…,
jugando a la revolución.»
Luego cayó en mis manos una foto suya, del intelectual, con su casco en la
cabeza, su anorak, una barra en las manos, en el servicio de orden de la Universidad
Estatal de Milán.
Ahora dirige un programa cultural en el tercer canal: «Gastronomía», donde nos
enseña a hacer albóndigas.
A propósito de servicio de orden…, ¿os acordáis de las manifestaciones? Quisiera
tener aquí un proyector, para que vierais alguna manifestación de las de entonces…,
porque se nos ha olvidado a todos cómo eran…, así veríais cuántos éramos…, el
entusiasmo, la fuerza…, las banderas rojas…, los puños alzados…
¿Y los funerales? Cuando caía uno de nuestros compañeros… Tensión, emoción y
rabia…, los ataúdes transportados en brazos sin que nos avergonzáramos de llorar.
Pero las consignas que gritábamos en esos momentos…, ¿las gritábamos así, sólo
para asustar a las viejecitas y a los comerciantes…, o bien éramos conscientes de lo
que decíamos?
Cosas como para acabar en la cárcel…¡ahora!
¿Estabais también vosotros, no?
¿O no estabais?
Pensad que puedo gastaros la broma de traeros realmente un proyector, y
plantificaras ante los ojos una hermosa manifestación, con sus enfrentamientos, sus
pedradas… ¡y mucho más!, ocurrida aquí, precisamente en vuestra ciudad.
Y podríais encontraras con alguna cara conocida…
¡Puede que la vuestra!
Tranquilos, tranquilos… No, no puedo gastaros esa broma…, porque en cuanto
empiece a proyectar, como por arte de magia, aparece un juez que me secuestra la
pelicula…, monta en un sí es no es una hermosa encuesta…, emite uno, dos, cien
mandatos de captura…, ¡y el proceso dentro de cuatro años!
¡Y yo quedo como la típica espía búlgara tan socorrida!
Pero él… ¿dónde, cuándo empezó? Porque nosotros hablábamos, discutíamos…
De acuerdo, no siempre comprendíamos…, a veces había unas broncas tremendas.
Un día llega a casa con un chico y me dice: «Mamá, te importa si Aldo —así se
llamaba el chico— se queda unos días con nosotros…» Yo qué iba a decir, si nuestra
casa ha sido siempre como un puerto de mar. Pero después le hago unas preguntas…,
él me contesta con vaguedades…, el chico, Aldo, se ha marchado de casa de sus
padres porque teme que le vayan a buscar allí con una orden de captura. Han detenido
a unos compañeros suyos, con los que había trabajado políticamente hace años.
«¡Te aseguro, mamá, que él no tiene nada que ver!»
«Pues entonces yo, en su lugar, me iría corriendo a ver al juez con un abogado, y
le contaría de pe a pa cómo están las cosas.»
Él se echa a reír, como si le hubiera contado el chiste más gracioso de los últimos
veinte años.
«Pero ¿en qué mundo vives, mamá? Es como si lo estuviera viendo ya en la
prensa: Joven —veinticuatro años, nombre y apellido— se presenta
espontáneamente; el juez lo besa con ternura en la frente y lo envía de inmediato a la
cárcel de máxima seguridad que esté más lejos.»
«No es cierto —estás generalizando— hay montones de jueces honrados. Claro
que si uno tiene algo que ocultar…»
¡Cómo se me habrá escapado esa expresión tan desafortunada! Tuvimos una
bronca.
«No, querida mamá…, la verdad es que tú también te has pasado al grupo de los
de las manos limpias. Los Poncio Pilatos de esta hermosa sociedad de ciudadanos
congelados. No os mancháis las manos, porque las tenéis siempre puestas sobre las
nalgas, ¡para protegeros el culo!»
«¡No te pongas grosero!»
«De acuerdo, seré más elegante: primera regla, sospechar de todo y de todos.
Mejor quedarse al margen. Echarse a un lado. ¿Garantismo? ¿Derechos civiles?
Dejémoslo correr… Te acabas metiendo en líos. Te ponen enseguida etiquetas…
¡Quietos! Todos al suelo… Este gobierno de gelatina ha logrado inculcarles la
psicosis del apestado. Sí, como en la Edad Media, que cuando alguien se moría de
peste… los emparedaban a todos vivos…, parientes, amigos, incluso gente de paso,
en la misma habitación que el muerto. Esta es vuestra lógica… No, yo no quiero que
me empareden vivo el poco tiempo que me queda por vivir en este planeta de
mierda…, ¡quiero hacer algo, a toda costa!»
Eso es…, puede que fuera ahí… Está claro…, pensándolo ahora…, ante la
evidencia de los hechos…, hoy me doy cuenta de que ese «¡a toda costa!» tenía un
significado…, aunque entonces me pareció algo retórico. ¡A toda costa!
Un psicólogo de moda me diría seguramente: «Su hijo lleva en su interior el
terror a la oscuridad. ¡Ha resuelto la angustia de no ser nadie lanzándose a la acción
violenta, impactante, espectacular!»
A ellos en el fondo les da igual.
¡Pero yo me vuelvo loca! Me siento como un buzón donde todos introducen
postales, mensajes. Todos los días escucho la televisión, leo la prensa, hablo con la
gente…, la poca que aún me saluda… Todos quieren convencerme de que en el
cerebro de mi hijo ha anidado un cáncer terrible. Que es una especie de
endemoniado…
Quieren convencerme de que la idea de la lucha armada ha brotado en él como
una seta venenosa, sin que nadie le haya dado un empujón…, le haya echado una
mano… Poco a poco, día tras día, él solo se ha hecho brotar las alas del ángel
vengador, y se ha lanzado a hacer justicia en nombre del pueblo impotente,
adormecido… ¡y estúpido! ¡Él solo!
No. Yo, sin arrogancia…, pido, exijo respeto a mi inteligencia.
¿Cómo es posible que nadie entre nosotros, vosotros, ellos… se sienta
mínimamente responsable?
¡Nadie!
La culpa es de las malas lecturas…
¡Lenin mal digerido!
¿Y los procesos-farsa que han durado docenas de años, tapando masacres de
cientos de muertos? Como las de Piazza Fontana, Brescia, Bolonia, y el tren
Italicus…
Corrupciones en cadena…
¡Injusticias por todas partes!
Despidos masivos… Miles de obreros a la calle… Miles de jóvenes
marginados…, criminalizados !
Basta…, basta… ¡Qué aburrimiento! Son cosas que nos sabemos de memoria…
¿Es que nos vamos a montar un mitin, a estas alturas?
¡Siiii!
Perdonad…, perdonadme…, me incomoda la incomodidad que os he creado.
Perdonadme.
Puedo incluso adivinar lo que estáis pensando…
«Pobre mujer…, hay que comprenderla…, es una madre…, no se le puede pedir
que haga discursos racionales, políticos… en el estado en que está. Hay que dejar que
se desahogue, pobre mujer…»
¡No! Nada de «pobre mujer», no me gusta. Cambiemos de clave. Dejemos lo de
mi hijo, y hablemos de otro muchacho, un amigo de mi hijo.
Un chico racional, metido en política de manera concreta.
Se droga. En plan duro. Heroína. Estaba a punto de acabar la carrera de ingeniero.
Trabajaba ya con su padre, que también es ingeniero, y tiene una empresa bien
encauzada…, de pronto… ¡estalló! ¿Queréis explicarme qué le ha ocurrido?
¿Lecturas equivocadas de Lenin también en este caso? Se inyecta dos gramos de
heroína por día. Lo llaman chutes… Y su padre, el ingeniero, cuando el chico tiene el
mono, para evitar que se mate con material cortado, o que trafique, que robe…, coge
el coche y se va a buscarle la droga… Conoce a todos los camellos del barrio…
Hace dos meses le detuvieron por llevar droga. ¡Al ingeniero! Le ha dado
absolutamente igual… Y pensar que antes él y su mujer eran dos personas que se
hubieran dejado matar por el buen nombre y el honor… ¡Y ahora nada! Son dos
guiñapos humanos, sin moral, sin principios, ¡esclavos del hijo drogadicto!
Antes de descubrir que tengo un hijo terrorista, yo pensaba: «Yo en su lugar, es
que a un hijo como ése lo ato a una silla, ¡lo encadeno! Antes lo mato. Le pego un
martillazo en la cabeza…, ¡qué es eso de ir a buscarle la droga! La culpa es de ellos,
de los padres, son demasiado blandos. Le han educado metido en algodones, sin
espina dorsal.»
Hace unos días hablé con su madre. Yo le contaba mi desesperación, ella a mí la
suya.
«Sabe lo que le digo —me dice—, que la envidio… Usted por lo menos tiene un
hijo que cree en algo. El mío sólo cree en el agujero que se hace con la jeringa.»
«Pero qué está diciendo, es horrible… Mi hijo cree en una utopía demencial,
dispara, mata…, ¡su hijo sólo se hace daño a sí mismo, no mata a nadie!»
«¿Usted cree? ¿Mi marido y yo le parecemos acaso personas aún vivas? Por
supuesto, nadie detiene a mi hijo por habernos eliminado… Mírenos: dos larvas
humanas. A veces pienso en cuando lo llevaba en mi vientre…, ojalá se hubiese
muerto…, un aborto…, ¡maldito!»
Me dijo exactamente eso, con una voz dura, de cristal. «¡Maldito!»
«¡Yo también, se lo juro…, si pensase en tener otro hijo…! ¡antes lo estrangulo!»
¡Qué bastardos los que han inventado el mito de la madre!
He ido a ver a mi hijo a Cerdeña. Cárcel especial, moderna…, ¡yo iba con una
rabia en el cuerpo! Pero muy decidida: ni una sola lágrima me verá en los ojos mi
hijo. ¡Ni una! Es más, le diré• «Te está bien empleado, imbécil, fanático…, ¡ya te
habrás realizado, por fin!»
¿Ni emoción, ni piedad? Nada. Y antes me fui aposta a ver el cadáver expuesto de
uno de los policías asesinados por los «compañeros» de mi hijo.
Sí, fui a la cámara ardiente. Porque si uno no mira de cerca, no toca, no siente,
luego resulta demasiado cómodo quejarse.
Llegué a la cárcel. Llevaba un paquete con la ropa y la comida. Me lo
rechazaron: articulo 90. Había otros parientes, que insistían, madres, mujeres de
terroristas. Una se peleó con un guardia: «No se dice terrorista…, ¡mi hijo es un
combatiente comunista!»
Me cabreé tanto que casi le pego.
Luego a ella la echaron, a pesar de que tenía permiso del juez. No entendí bien
por qué… su hijo estaba allí, ella tenía permiso, pero no hubo manera.
Tuvo que volverse a casa, a la península, al Norte.
También echaron a otros cuatro parientes: a sus hijos o maridos, no recuerdo bien,
los habían trasladado a otra prisión…, nadie sabía cuál.
Por suerte yo tenía todo en regla, y mi hijo seguía allí, Me dejaron pasar.
Me llevan a una habitación. Entra una mujer, la inspectora.
«Desnúdese», me dice.
«¿Por qué?»
«Registro anal y vaginal. Artículo 90.»
«Perdone, pero yo he leído el reglamento, y me consta que eso ahora está
prohibido… Además antes me han hecho pasar por el detector de metales, y el
coloquio es con cristal. Esto es una vergüenza…, una violencia…»
«Artículo 90. Si quiere ver a su hijo, éstas son las órdenes,»
Me sentí realmente como un animal…, me entraron ganas de largarme.
«Luego los denuncio…», pensaba…, «escribo a la prensa…».
Pero me entró la risa.
A ver qué periódico va a escribir algo sobre mi, sobre lo que estoy pasando… Soy
la madre de un terrorista. El sesenta y cinco por ciento de los italianos está a favor de
la pena de muerte. Abrí las piernas y la dejé hacer.
«Meta el bolso en este armarito. Quítese las horquillas del pelo. La cadena, el
reloj, los cigarrillos… Cierre y guárdese la llave. Pase.»
Pasillos, verjas, llaves…, verjas, llaves…, jamás había visto tantos barrotes
juntos… Por fin me encontré en una sala muy grande, partida por la mitad, hasta el
techo, por un cristal grueso. El cristal estaba dividido, a cada metro, por barrotes de
hierro verticales que delimitaban tu espacio…, parientes, hombres y mujeres
apiñados frente a su metro de cristal, y al otro lado los detenidos… Todos gritaban, a
ambos lados, para que se les oyera…, no había micrófonos…, un follón increíble,
como en el andén de una estación.
Dónde está mi hijo: disculpe…, perdone…
En seguida comprendo dónde está.
Está en ese metro de cristal vacío.
Allá voy.
Ahí está. Tengo que mirarle una y otra vez… Le reconozco por el jersey que
lleva, más que por la cara… hinchada…, con cardenales en los ojos…, las manos en
los bolsillos, no las sacó nunca…, luego comprendí por qué. Se las habían
machacado, a él y a otros ciento doce, antes de un traslado. Esboza apenas un gesto
de saludo…
¿Y éste es mi hijo? Dios…, Dios…, ¿cuántos años le van a caer? Veinte…,
treinta… Pues entonces, ¿por qué «todo esto»?
Por qué no los matan en seguida… cuando los cogen: ¡pam!, un tiro en la
cabeza…
¡Ah! Que no se puede… Estamos en un país democrático.
Por lo menos en la forma.
Pues entonces, mejor los alemanes, que a sus terroristas los han matado a todos en
Stammheim
¿Ese es mi hijo? El que está tras el cristal… También cuando nació lo vi por
primera vez tras un cristal, con los otros recién nacidos. Miro a mi hijo, y lo sigo
viendo de pequeño —me cuesta pensar en él como un hombre.
También en sueños, lo sigo viendo como un niño.
Hace unas noches soñé que lo llevaban al proceso. Avanzaba por la sala del
tribunal entre dos policías que lo llevaban de la mano, uno a cada lado… Era como
cuando tenía cinco años, no más.
Me vio, esbozó una sonrisa… y luego se echó a llorar: una crisis de gritos y
sollozos, que no podía frenar.
El juez me llamó:
«Señora, cójalo en brazos, a ver si se tranquiliza »
Los guardias lo levantan. Me siento estrechada fuertemente por dos bracitos.
El juez me pide que me siente en la silla de los testigos, ante el micrófono…
«Vuélvalo hacia mí, señora, tengo que interrogarle. Y consiga que deje de llorar, o
no tendré más remedio que suspender el proceso.»
Le acaricio suavemente, le doy golpéenos en la espalda… El niño va espaciando
sus sollozos.
«Tiene que colaborar, señora.»
«¿Yo?»
«Sí, usted también, pero sobre todo su hijo… Convénzale de que colabore. Debe
decir todo lo que sepa…, por poco que sea. Seremos comprensivos, en atención a su
joven edad. Basta con que nos dé algunos nombres…, unas señas. ¡Que se arrepienta,
en resumen!»
«¿Mi hijo, un arrepentido?»
«Claro. Mire Fioroni, Sándalo, que había cometido unos crímenes atroces,
¿recuerda?…, como colaboraron con la justicia los hemos dejado en libertad. Ahora
son felices, contentos, ricos… ¡en el extranjero!»
«Pero es que mi hijo llevaba poco tiempo en las Brigadas Rojas, señor juez…
Ustedes también lo han dicho… Lo detuvieron precisamente en su primera acción…»
«¡Exactamente! Pero hay que decir que eso se vuelve en su contra. Por desgracia,
su hijo no era nadie. Verá, hoy en día saca ventaja de la ley de arrepentidos
precisamente quien organizó personalmente las bandas armadas.
Quien enroló a los combatientes.
Quien los armó.
Quien ordenó sobre qué pierna, sobre qué cabeza disparar.
Piense en Savasta, diecisiete homicidios…, ¡y cómo se ha arrepentido! Ha
denunciado a doscientos cuarenta.
Lo sabía todo. ¡Él lo había organizado todo!
Dentro de dos años quedará en libertad.
Cuando entra en la sala del tribunal, los carabineros se ponen firmes. Y nosotros,
los jueces, nos ponemos en pie, en señal de respeto. ¡Casi le cantamos el himno
nacional!
Pero volvamos a su chico. Tendremos en cuenta su buena voluntad.
Queremos ayudarle. Mire, ésta es una lista de nombres… No importa si no los
conoce a todos personalmente…, basta con que los haya oído nombrar…, y si no está
demasiado seguro… ¡no importa!
Los detenemos, y luego, en el proceso…, ¡ya veremos!»
«¿Cómo que en el proceso ya veremos?… Eso significa meter en la cárcel a unos
inocentes…, montar un escándalo…»
Digo «escándalo», y es como si hubiese dicho una palabra mágica.
De golpe, en el sueño, empieza a salir humo del banco de los jueces.
«¿Qué pasa? ¿Un atentado?»
«¡No, calma! Sólo es vapor…, son las válvulas de descarga de los radiadores.»
«¡Socorro! ¡No veo a mi hijo!»
Los carabineros salen de la nube y se me echan encima.
«Señora, ¿dónde está el detenido-niño? Usted es responsable, ¡lo tenía bajo su
custodia!»
Busco con la mano bajo el nivel de la niebla:
«¡Aquí está! ¡Ya lo tengo, señor juez!»
Pero si éste no es mi hijo… Es el muchacho drogado…, ¡y está sangrando! Tiene
todo el cuerpo lleno de quemaduras… ¿Qué ha ocurrido?
«Me han torturado.
¡Me han quemado hasta los testículos!
¡Quiero presentar denuncia contra cinco policías!»
«¡Calla! ¡Es mi hijo!
¡Ya lo tengo, señor juez!
He capturado a mi hijo.
He hecho mi deber como ciudadana democrática que confía en las instituciones.
¡Oh! Lo siento…
¡Lo he apretado demasiado!
¡Lo he estrangulado!
¡¡Está muerto!!»
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