diario de un intemperie
domingo 7 de mayo
Temo más, mucho más, al desconocido que al ausente.
Los dos me inquietan, desde luego, pero el desconocido es, por así decirlo, una evidencia,
mientras que el ausente puede quedar como una siniestra sospecha.
Recuerdo bien, demasiado bien, la primera vez que vi a mi desconocido; yo estaba en un una calle
comercial de acera ancha, y esperaba, sin esperar, algo o a alguien, es decir, yo hacía tiempo,
sin más, despistado y desatento, cuando de pronto, en el reflejo de un escaparate, vi a mi desconocido,
que me estaba mirando exactamente como yo lo miraba a él.
Tardé unos larguísimos instantes en darme cuenta de que aquel que me miraba a los ojos era
mi desconocido, porque siendo yo, evidentemente no era yo, sino un completo extraño.
Enseguida volví a reconocerme en mi propio reflejo, en los gestos que me eran familiares, en la mirada
que conocía y que era mi mirada.
No fue, sin embargo, de ningún modo, que durante unos instantes me viera con sorpresa, repentina
e inesperadamente, como otro ciudadano, y tardase un momento en reconocerme como yo mismo,
sino que vi a mi desconocido o, mejor dicho, durante unos instantes yo fui mi desconocido y, además,
me vi y me miré —a mí mismo— en el reflejo del escaparate, desde el desconocido.
Vi al desconocido que me habita, que está siempre en mi interior, ese desconocido que tal vez todos
y cada uno llevamos dentro y que nos habita y está siempre en nuestro interior, más íntimo para nosotros
que nosotros mismos.
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