diario de un intemperie

 

 

 

un día de junio

 

 

Anticipando la soledad y los largos ratos vacíos de las vacaciones,
con los ahorros del mes he comprado una casita de modelismo,
una miniatura para construir, con sus pequeños ladrillos y sus tejas
minúsculas. Aún no he abierto la caja, ni siquiera la he sacado del plástico
que la envuelve, porque de repente me ha dado miedo, he sentido
un temor extraño a no sé qué.

 

Creo que se trata de verla despedazada en cientos o en miles de fragmentos
muy pequeños, como si hubiera estallado por completo, como si la hubiera
alcanzado un obús y la hubiera hecho añicos. En realidad, es como si la casita
hubiera sufrido un bombardeo intenso y continuado, a conciencia, a fondo,
hasta la demolición completa de su estructura, de sus habitaciones y
sus ventanas, del tejado y los balcones. Como si fuera una casa del
bombardeo de Guernica.

 

En el dibujo que hay en la caja parece una casa bonita, por eso la compré,
con dos torreones encima de un amplio tejado; un pórtico de cinco arcos en
la fachada principal, que tiene muchas ventanitas cuadradas, y un
ábside semicircular.

 

¿Podré superar o sobreponerme a la angustia de ver semejante destrucción
masiva? ¿Podré, por lo menos, abrir la caja y mirar las pequeñas piezas
tiernas e inocentes, aunque no pueda llegar a reunirlas y juntarlas para
construir la casita, o una parte de la casita, por lo menos?

 

Son tantos los fragmentos que no sé si podré enfrentarme a tanta devastación.

 

–Oh, es sólo un entretenimiento —me dijo el tipo que me vendió
la casita de modelismo—, pero en esta caja va a encontrar muchos ratos,
muchas horas de ocio y diversión, se lo aseguro, es una casita preciosa
y podrá construirla usted mismo desde la nada, a partir de un montón
de pequeños ladrillos y de tejas y de minúsculas
losas de piedra de distintos
tamaños.

 

En ese momento, en la tienda, no se me ocurrió pensar, imaginar —ni
durante un solo instante— que la casita estaba totalmente despedazada
dentro de la caja.

 

Supongo que el vendedor no podía sospechar que realmente
me estaba vendiendo una casa destruída, una masacre, los minúsculos
restos de un bombardeo llevado a cabo metódicamente para demoler
la casita por completo.

 

Sin embargo, cuando me siento delante de la caja e imagino su interior,
no puedo evitar la sospecha de que el tipo de la tienda conocía mis temores
íntimos y entonces se me aparece frotándose las manos, satisfecho, no
solamente por haberme vendido la casita, sino porque, de alguna
manera, sabía, y había supuesto y anticipado mi terror cuando yo abriera
la caja y me encontrase con esa enorme cantidad de restos de una
sangrienta batalla, todos esos pedacitos que tendría que esparcir encima
de la mesa, delante de mí, y observarlos atentamente antes de
comenzar a reunirlos y juntarlos y pegarlos unos a otros, una tarea
que tal vez él ya sabía, cuando me vendió la casita, que me superaba
y que para mí no sería, de ningún modo, un entretenimiento ni una diversión.

 

 

 

 

 

 

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