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accidentes de tráfico
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dino buzzati
las noches difíciles
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[ezcol_1half]—Dime, profesor, al otro lado de la verja, ¿qué hay?
—Al otro lado de la verja hay algo que es mejor no saber.
—Y a la vuelta de la esquina, ¿qué hay?
—A la vuelta de la esquina están los disgustos. En fila, uno detrás de otro, esperan, alguien pasará. ¿Quién de vosotros quiere pasar?
—Y detrás del seto, ¿qué hay?
—Detrás del seto está la carretera, piedras y polvo, polvo y piedras o también alquitrán, asfalto, con toda la señalética prescrita por la ley. Y a los lados los mojones que dicen al transeúnte: mira, han pasado veinte metros, luego otros veinte metros, polvo, piedras y asfalto ardientes bajo el sol y nunca se termina, la carretera vuela, atraviesa montañas y bosques, hasta desaparecer en el horizonte. ¿Dónde os llevará?
—Sí, sí, profesor, cuéntanos las historias de la larga carretera, quien sabe cuántas habrá visto, quién sabe cuántos habrán caminado sobre el polvo, sobre las piedras y sobre el asfalto, y a lo mejor hasta corrían, tanta era la prisa que llevaban, para llegar. ¿A dónde? ¿A dónde? Cuéntanos las historias.
—Voy a contaros, chicos, la del adelantamiento infortunado. Pues bien, había un seiscientos que quiso adelantar a un carro parado mientras por el otro lado venía un camión. Qué es lo que pasó exactamente no se sabe. En el coche iban cinco, parece que todos andaban entre los treinta y los cuarenta años, se habla de una rubia bellísima con una larga melena sobre los hombros. El hecho es que del camión salieron bien parados, pero justo en el último momento, por la prisa en volver a la derecha, con el parachoques posterior tocan una rueda del carro, apenas la han rozado, sólo un ligero toquecito pero ya sabéis qué frágiles son esos coches, tal vez el asfalto estaba mojado, en fin empiezan a dar bandazos, a uno y otro lado, en el fondo nada irreparable porque, pasado el camión, no venía nadie más y la carretera estaba completamente vacía. ¿Un viraje brusco del volante? ¿Un frenazo a destiempo? Quién sabe. El coche, sin ningún desperfecto, estaba a punto de detenerse, cuando debe haber topado con un socavón, con un saliente, vete a saber. Se ladea y cae de costado. Pero sin ninguna sacudida violenta, muy despacito, nadie podía hacerse mucho daño. Pero estas cosas nunca se sabe cómo van a acabar. Al tumbarse algo debe haber pasado porque el depósito de gasolina explota, el coche entero se convierte en una antorcha. Dentro los cinco se ponen a gritar, intentan abrir una puerta pero la puerta ha quedado bloqueada. Llegan los campesinos del carro, llegan los camioneros de un camión, llegan los camioneros de otro camión. Era invierno, se estaba haciendo de noche. Pero ¿quién puede acercarse a las llamas? Un camionero lo intenta dos veces, ocultando su cara bajo una manta, pero lo único que consigue es quemarse las manos. Y los cinco, allí dentro, están vivos, son jóvenes, están intactos y vivos, y se vuelven locos ante la idea de morir tan estúpidamente, como ratas. «¡Socorro! ¡Socorro!», gritan, «¡venid a abrirnos!» «¡Deprisa, deprisa, sacadnos de aquí!». Los campesinos del carro y los camioneros del camión lo intentan pero no pueden ni siquiera acercarse. Se ve cómo la ropa de los cinco se vuelve negra, se ve cómo la cabellera de la rubia arde como si fuera paja. «¡Venid a abrirnos, canallas!» gritan. «¡Malditos, malditos, no nos dejéis morir así!». Conocí a uno de aquellos camioneros; me dijo que había hecho tres guerras, que las había pasado de todos los colores, y que nunca había visto algo tan horrible como aquel coche con aquellos cinco jóvenes dentro que se retorcían en la muerte maldiciendo al mundo: «¡Cochinos, malditos, asquerosos!» gritaban, sobre todo la mujer. «Ojalá os dé un cáncer y vuestros hijos revienten.» Luego las palabras se confundieron en un único alarido que más tarde fue ronquido y después nada. Cuestión de segundos. Hasta los huesos se quemaron, hasta la matrícula, quiénes fueran los cinco infelices nunca se supo. Pero aquel camionero dice que al final —aunque el coche seguía envuelto en llamas— al final vio llegar de los campos de los alrededores a seis o siete tipos negros que parecían bailarines, así me los describió, y llevaban largas colas. Pues bien, estos últimos pasaron a través de las llamas y sacaron de allí a aquellos monstruos, porque se habían convertido en verdaderos monstruos y el camionero me dijo que eran las ánimas. Y aquellos tipos negros eran los demonios que se los llevaban al infierno. Pero quién sabe si este último particular es cierto.
—Profesor, qué bonito es oírte contar historias de la carretera. Anda, sé bueno, cuéntanos otra.
—Bien, entonces os contaré la de la juventud. Era en América, una noche de mayo, del mayo pasado para ser exactos. Cinco estudiantes, tres chicos y dos chicas, y al volante un tal Danilo, los demás no sé cómo se llamaban. Y este Danilo era hijo de unos ricos industriales, era un chico muy guapo, en la escuela siempre había sido el primero de la clase, en los deportes ganaba todas las competiciones, era una especie de pequeño Dios y por eso los demás chicos le odiaban. Aquella noche iban en coche a gran velocidad porque eran jóvenes, sencillamente. Probablemente habrían ido a hacer el amor. Las dos chicas eran tipas salvajes y decididas a todo, y en un momento dado una de las dos le dice a Danilo: «Oye, tío, ¿te atreves a lanzarte contra los coches que vienen en dirección contraria y luego desviarte en el último momento? Nosotros lo llamamos el juego de las palomas, también las palomas por la calle parece que tengan que ser aplastadas y en cambio se escabullen en el último momento. ¿Te atreves, tío?» «En primer lugar yo no me llamo tío», responde él «y luego ese juego que tú dices lo conozco de sobras, sólo que no me gusta, porque tú sabes perfectamente lo que haces tú, pero no sabes lo que pasa por la cabeza del otro que viene en dirección contraria y a lo mejor en el último momento también él se aparta por el mismo lado y entonces nos hacemos papilla». «Si uno se atreve pero luego no se fía es como si no se atreviese» dice uno de los chicos. «Desde luego hay que tener hígado» dice el otro. En fin empiezan a pincharle, mejor dicho continúan durante kilómetros y kilómetros hasta que él pierde la paciencia y dice: «Muy bien, oídme con atención, mocosos. ¿Veis esos dos faros que se acercan, de color azul?, debe ser un Continental último modelo, un coche sólido. Voy a lanzarme contra él y cuando esté a punto de darle, oídme bien, no me aparto ni un centímetro, me lanzo de lleno a toda velocidad, así vemos qué es lo que pasa. ¿Me he explicado bien?» «Tú, tío, eres el bocazas de turno», responde una de las chicas ye-yé. «Tú sencillamente me das risa, nunca te atreverás a nada parecido.» «¿Ah, no?» Mientras tanto, a aquella velocidad vertiginosa, los dos faros azules se habían ido acercando, no faltarían más de doscientos o trescientos metros. «¿Ah, no?» repitió Danilo. Sólo en el último momento, en el ultimísimo, los cuatro compañeros entienden la horrible broma y se ponen a chillar. En el coche de los faros azules hubo tres muertos; del coche de los estudiantes sólo se salvó uno: el que luego ha contado la historia.
—Ah, es magnífico, profesor, oír cómo cuentas estas preciosas historias de la carretera. Anda, sé bueno, todavía es pronto, ¿por qué no nos cuentas otra?
—Bien, entonces os contaré la del amor materno. Pues bien, había, mejor dicho hay, porque todavía existe, una vieja madre que desde hace más de veinte años espera que su hijo vuelva de Rusia. El hijo había desaparecido durante la gran retirada, alguien dijo que le habían hecho prisionero, pero no es seguro. Ahora bien, ya sabemos lo que es la esperanza de una madre. Un bulldozer, de esos que socavan las montañas, es una hormiga en comparación. Bueno, al cabo de veinte años esa vieja señora espera todavía, y como vive en las afueras de la ciudad, junto a la carretera que viene del norte, se pasa todo el día en la ventana mirando los coches y los camiones que llegan del norte; en alguno de ellos podría estar su hijo. Y con cada coche que aparece en el horizonte y va acercándose, su corazón empieza a latir y como es un continuo desfile, ella está siempre sobresaltada, no tiene un minuto de sosiego y todo esto es tremendo, pero a la vez es lo único que la mantiene viva. Pero precisamente debajo de su casa, que es un enorme edificio de diez pisos, justo debajo hay un cruce tristemente célebre por los terribles choques que se producen. Que se deba a indisciplina, o a que los semáforos no estén bien sincronizados, o que sea uno de esos cruces embrujados donde señales, guardias y controles de nada sirven porque actúa una misteriosa maldición, el hecho es que no hay día en que no se produzca uno de esos atroces accidentes. La vieja señora está en la ventana y ve. ¿Y si a bordo de uno de esos dos coches estaba su hijo que volvía de Rusia? Con el corazón en la garganta, baja precipitadamente a la calle, corre a ver quiénes son los muertos y los heridos. Qué alivio, cada vez. En ese coche nunca está su hijo. ¡Qué suerte! La vieja señora se santigua, lanza una mirada en derredor, radiante: «Bendito sea Dios, demos gracias a Dios.» Durante unos instantes es una mujer feliz. Una vez más, casi por milagro, su hijo está a salvo. Naturalmente todos piensan que está loca.
—Gracias, profesor, ésta tampoco ha estado mal. Pero no es tarde todavía, ¿sabes? Vamos, anda, sé bueno, cuéntanos todavía otra breve historia de la carretera.
—Bien, chicos, entonces os narraré la de los lobos. Es así: hay un bosque negro por el que pasa la carretera y en el bosque viven los lobos, que están eternamente hambrientos y sin hambre serían buenos y mansos, pero las ganas de comer son grandes y entonces los lobos, en la oscuridad, ocultos tras los troncos de los árboles, están al acecho porque un día u otro el emperador tendrá que pasar y ellos han decidido asaltarlo. El emperador viaja con caballos y estandartes, su carroza es de oro, los trompetistas, caracoleando, tocan las trombas y detrás vienen los carros con las provisiones, carne, jamón, faraona, mortadela de Módena, ostras de Ostende, pasteles, dulces de todas clases…
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