dino buzzati

las noches difíciles

«LE NOTTI DIFFICILI»

Traducción Carmen Artal

Editorial Argos Vergara, S. A.

Barcelona

1983

la torre

 

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En la época de las grandes invasiones, un joven y rico ciudadano llamado Giuseppe Godrin se construyó, en los lindes septentrionales de la ciudad, una altísima torre, con una habitación en la cúspide, para pasar en ella la mayor parte de sus días.

Desde allí arriba podía dominar un largo tramo de la carretera que llevaba al norte, en dirección a las montañas por donde pasaba la frontera.

Muchos pueblos belicosos y nómadas recorrían entonces el mundo, llevando la guerra, las matanzas y la destrucción. Pero la más temida de todas era la horda de los Saturnos, contra los cuales ningún ejército regular, reclutado en defensa de la patria, había sido capaz de oponer resistencia.

Pues bien, Godrin desde su más tierna infancia vivía agobiado por este temor y por eso se había hecho construir la torre, para poder ser el primero en dar la alarma.

El arma más peligrosa de los Saturnos era en efecto la sorpresa. Caían sobre las ciudades imprevisiblemente, a galope tendido. Y ni siquiera a las milicias más aguerridas les daba tiempo de formar filas. En cuanto a las murallas de la ciudad, aquellos bárbaros eran maestros en escalarlas, por altas y lisas que fueran.

Gracias a la visibilidad que se disfrutaba desde la cúspide de su torre, Godrin no sólo sería el primero en señalar oportunamente la incursión, sino que habría podido prepararse para combatir —eso es lo que decía— con gran antelación sobre todos los demás. Para ello había adquirido una gran cantidad de armaduras, espadas, lanzas, trabucos y culebrinas. Y en el patio subyacente a la torre, tres veces a la semana, hacía adiestrarse a la numerosa servidumbre en el uso de las armas.

La gente, cuando la construcción de la torre estaba bastante avanzada y el armazón de la obra ya despuntaba sobre todos los edificios de la ciudad, empezó a susurrar que Godrin estaba algo chiflado. Hacía más de un siglo que los bárbaros invasores no habían dado señales de vida. Los Saturnos, además, eran una historia de la noche de los tiempos, más bien legendaria, y era probable, en opinión de muchos, que ya no existieran.

No faltaban los malintencionados: Godrin no se había hecho la torre para poder ser el primero en la batalla, sino para tener todo el tiempo necesario para esconderse. E insinuaban que se había construido, en el subsuelo de la torre, un refugio inexpugnable, con provisiones de agua y de alimentos más que suficientes para resistir un asedio de varios años. Nadie, no obstante, pudo presentar pruebas.

Con el paso del tiempo, sin embargo, se le dejó de hacer caso y las habladurías cesaron. Era una época de paz, la ciudad disfrutaba de una vida próspera y tranquila. Godrin, que pertenecía a una de las familias más importantes, participaba de vez en cuando en las celebraciones y en los festejos de la buena sociedad, pero por lo general llevaba una existencia retirada, sin dejar de escrutar, desde su observatorio, con un potente catalejo, la carretera del norte: por la que sólo descendían pacíficos carruajes, carretas de mercancías, rebaños de ovejas y solitarios caminantes. Por la noche, cuando las tinieblas lo invadían todo y las observaciones debían ser interrumpidas, Godrin, antes de acostarse, se dirigía a una taberna cercana, donde se tomaba unas copas de aguardiente y escuchaba las anécdotas de los viajeros que estaban de paso.

Así transcurrieron los años a una velocidad terrible y Godrin un día se encontró con que era ya viejo, y que para subir los cuatrocientos treinta y ocho empinados escalones de su torre tuvo que ser ayudado por sus criados por vez primera.

Con las fuerzas, también había empezado a flaquear su espíritu emprendedor, y sus esperanzas juveniles, y hasta sus viejos temores. Transcurrían días enteros sin que ni siquiera se acercase al catalejo, orientado desde tiempo inmemorial hacia la carretera del norte.

Pero una noche, mientras desde un rincón de la taberna prestaba oídos a un forastero, un tratante de caballos que contaba maravillosas historias de países extranjeros, le dio un vuelco al corazón. Porque aquél en un determinado momento dijo:

—… sí, ya me acuerdo, todavía era un niño, fue el mismo año en que llegaron aquí los Saturnos.

Godrin nunca intervenía en la conversación, pero esta vez no pudo contenerse:

—Perdone, señor —preguntó— ¿cómo ha dicho? El otro le miró, desconcertado: —Eso, el año de la invasión de los Saturnos. —Y reanudó sin más su relato.

Godrin se hallaba demasiado sorprendido para atreverse a seguir haciendo preguntas. Por otra parte, ¿por qué dar importancia a un fanfarrón de paso? Desde luego había hablado sin ton ni son, confundiendo ridículamente nombres y fechas.

Sin embargo no pudo evitar la sombra de una duda: ¿cómo se explica que, oyendo relatar una invasión de los Saturnos jamás ocurrida, el público del lugar a quien él conocía perfectamente al menos de vista, no hubiese dicho esa boca es mía?

Así, en días sucesivos, como quien no quiere la cosa, fue sondeando el terreno aquí y allá, deteniéndose para hablar de todo un poco con el boticario, con el comerciante de cigarros, con el librero; como no hacía casi nunca. Ninguna pregunta concreta, sino observaciones alusivas dejadas caer como por casualidad. Lo que no le reportó más luces ni en un sentido ni en otro.

Decidió entonces ir a visitar a Antonio Kalbach, su anciano profesor de griego y latín, personaje bastante venerado en la ciudad por su sabiduría y sensatez, considerado casi como un oráculo, y consultado, en los momentos más graves, por los mismos gobernantes del estado. Desde que terminó sus estudios, Godrin no había vuelto a hablar con él. Y desde hacía algún tiempo tampoco le veía, señal de que el prohombre, en las postrimerías de la vida, ya no estaba en condiciones de moverse.

El anciano acogió a Godrin con benevolencia. No pareció asombrarse del motivo de su visita, al contrario, parecía estar al corriente de todo.

—Tú nunca has venido a ver a tu viejo profesor —le dijo— y sin embargo no por ello te ha faltado mi cariño. Y he seguido tus pasos desde lejos. ¡Pobre hijo mío! Sí, los Saturnos vinieron; esos que te han dado tantas tribulaciones. Vinieron, pasaron y se fueron.

—Pero, profesor, aquí en la ciudad desde hace al menos sesenta y cinco años, desde que yo nací…

—Los Saturnos vinieron —continuó impertérrito el venerable anciano— y tú, pobre hijo mío, allí en la cúspide de tu vana torre, no te diste cuenta de nada.

—¡Los habría visto llegar por la carretera del norte!

—No vinieron por la carretera del norte, ni tampoco por la del sur. Salieron en silencio de las entrañas de la tierra, saquearon, devastaron. Y tú, pobre hijo mío, en tu respetabilísimo egoísmo, ¡no te diste cuenta de nada!

—En cualquier caso me salvé ¿no? —dijo Godrin, herido en su amor propio.

—Los Saturnos vinieron, saquearon, se marcharon. Pero otros vinieron después. Otros Saturnos siguen viniendo cada día, asaltan, saquean, devastan y se marchan. No arremeten con la caballería por las calles y plazas, trabajan dentro de cada uno de nosotros, y siembran la destrucción, a poco que nos descuidemos…

—Pero yo…

—Pero tú nada. También a ti te han asaltado, también a ti te han devastado, y tú no te has dado cuenta porque mirabas en otra dirección, a aquella estúpida carretera del norte. Y ahora eres casi viejo, pobre hijo mío. Y así has desperdiciado toda tu vida.

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