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Para uno, la belleza de Dree es demasiado correcta, como esos libros que están demasiado
bien escritos, que son como un ejercicio de gramática o de sintaxis en los que todo está en
su sitio y académicamente bien dicho, incluso parecen subrayados por el autor, que teme
que los leamos como nos dé la gana, y no cómo él quiere.
Pues algo parecido sucede con la belleza de Dree: quizá sea todo el rubio reunido, con su trencita,
o el azul de un ojo y del otro, con los dientes perfectos y la sonrisa en su punto.
Se trata de una belleza que lleva incorporada alguna forma de seguridad o de garantía; algo así
como una belleza de buena gente, sin drama, sin desgarros, más bien aburrida, como esas personas
que parece que pertenezcan a un club de personas, que no se salen nunca de tono y nos cansan,
nos agotan con tanta bondad insulsa de ángeles de corral.
Dree no tiene mar, en todo caso un pedazo de tierra, regular, de forma cuadrada y bien vallado,
donde hasta los pollos están ordenados y las tardes son modernas y pasan rotando con una sonrisa
adecuadísima.
La belleza de Dree tiene escaleras, pero no peldaños; tiene cauces, pero no corrientes; sólo le queda
el orgullo grave de la célula, los días con seis frenos y la maquinaria con silbidos técnicos que nunca
se equivoca, que nunca se estropea, que nunca dice palabrotas, que pasa la noche en su panteón.
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