Compartimos unos fragmentos de la entrevista –inédita en castellano–
que Drue Heinz le hiciera a Ted Hughes para la Paris Review en 1995.
drue heinz entrevista a ted hughes
Antología poética de Hablar de Poesía
—recopilada a partir de los números 36-40 de
Hablar de Poesía,
ed. Audisea—
Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Audisea 2020.
AA. VV. Edición digital
Revista Semestral
Antología Contra el aislamiento
mayo 2020
Entrevistadora
¿Recuerda cuándo empezó a escribir?
Hughes
Tenía catorce años cuando descubrí los poemas de Kipling. Estaba obsesionado con su ritmo. Su entramado rítmico, mecánico, me cautivó por completo. Empecé entonces a escribir poemas rítmicos, largas sagas con ritmos a lo Kipling. Y se los mostré a mi profesora de Lengua -una joven de poco más de veinte años, interesada en la poesía. Yo tenía entonces catorce años, quince. Y era muy sensible, obviamente, a cualquier forma de aliento referida a mi escritura. Recuerdo que ella –probablemente intentando decir algo que me alentara– señaló algunos ver- sos del poema y dijo: Esto es muy… interesante. Y agregó: es verdadera poesía. Se refería a un adjetivo inusual aplicado al percutor de un arma de caza en el poema. Ese me sigue pareciendo un momento crucial. De pronto yo estaba muy interesado en producir más de ese tipo de cosas. Y al poco tiempo –a esa edad todo sucede muy rápido– empecé a pensar que tal vez eso era lo que quería hacer. Y cuando tenía dieciséis años, era lo único que quería hacer.
Leer poesía en voz alta me producía una especie de euforia. Mis mayores placeres habían sido pescar y cazar, pero fui dejándolo de lado mientras me iba interesando más y más en la poesía. Seguía yendo al bosque, pero para sentarme a leer, cuchicheando con mis libros. Recuerdo que así leí La reina hada, de Spencer. Todo Milton. Y tantas otras cosas… Se volvió una especie de hobbie, un hábito. Y al mismo tiempo intentaba escribir. Esa misma profesora de Lengua me prestó su libro de Eliot y me dio tres o cuatro poemas de Hopkins. Y después empecé a leer a Yeats. Encontré en la tercera parte de su poema “Los vagabundeos de Oisin” el tipo de métrica que estaba buscando. Yeats me introdujo en el mundo del los mitos ir- landeses y el folclore irlandés y cosas relacionadas con el ocultismo. Yeats fue mi pasión principal en poesía a lo largo de mis años en la universidad. Yeats bajo el manto protector de Shakespeare y de Blake. A los veintiún años, mi canon estaba ya fijado: Chaucer, Shakespeare, Marlowe, Blake, Wordsworth, Keats, Coleridge, Hopkins, Yeats, Eliot.
No había leído prácticamente nada de poesía norteamericana, salvo a Eliot. Tenía las obras completas de Whitman, pero no sabía cómo leerlo. El único poeta extranjero que conocía era a Rilke. Me fascinaba. Mientras hice el servicio militar leía y releía dos antologías de sus poemas. Veía los universos de posibilidades que podían desplegarse a partir de su poesía. Pero no veía cómo podría yo entrar en ellos. Tenía también una Biblia, que me había dado mi madre. Era una especie de antología bíblica: los Salmos, Jeremías, El cantar de los cantares, Proverbios, Job y fragmentos de otros libros, todo dispuesto como si fuera verso libre. Leía toda la poesía contemporánea que podía, pero más allá de Dylan Thomas y Auden, no lograba interesarme. No parecía que me pudiera conducir a ningún lado, o quizá yo simplemente no estaba preparado para leerla.
Mi entrenamiento consistía en lo obvio: aprender de memoria los poemas que me gustaban, imitarlos, leerlos y recitarlos en voz alta.
Entrevistadora
¿Cuánto le lleva escribir un poema? Imagino que depende de la longitud y de otros factores, pero de todos modos…
Hughes
Si miro hacia atrás mi propia obra, veo que los mejores me tomaron solo el tiempo que me tomó materialmente escribirlos; los menos satisfactorios, algo así como dos o tres años, o a veces menos, pero siempre al menos unos días de trabajo intenso y luego diversas correcciones a lo largo de los meses. Algunos de ellos me gustaría seguir cambiándolos.
Entrevistadora
¿Se puede decir alguna vez que un poema está terminado?
Hughes
Mi experiencia es que los poemas que surgen de pronto y escribo instantáneamente por lo general no admiten cambios: están terminados. Hay un poema mío, uno bastante antologizado, “Halcón en reposo”. Lo escribí de un tirón tal como lo iba visualizando en mi interior. Tiene una palabra en el medio de la que no estoy convencido. Cuando lo recito, siempre siento una duda interna cuando llego a ella porque tengo que decidir si usar esa palabra en singular o plural y sé que ninguna de las dos está bien.
Entrevistadora
¿Puedo preguntarle por su relación personal con otros poetas? Usted conoció a Auden y a Eliot.
Hughes
Con Auden conversé dos veces. La primera fue en un festival de poesía en 1966. No fue una conversación realmente. El me preguntó: “¿Cuál es su opinión sobre el Anathemata de David Jones?”. Respondí: “Es una obra genial, una obra maestra”. “Así es”, me dijo. Eso fue todo. La otra vez él estaba indignado con Neruda. Leían juntos en un festival en Londres, y les habían pedido que leyeran doce, quince minutos cada uno. Auden leyó exactamente el tiempo que le habían asignado. Neruda leyó, además de los quince minutos, media hora más, aparentemente de un papelito de diez centímetros. Escuché su diatriba. Auden y Neruda murieron con menos de una semana de diferencia en septiembre de 1973. La revista de izquierda e New Statesman puso en su portada a Neruda, y metió a Auden en un rincón de las páginas interiores. Eso me dolió, más allá de que Neruda me parece un poeta mayor. Yo leí ávidamente a Auden a mis veinte años, y mucho de su trabajo me parece admirable. Lo admiro –tiene algo de Goethe, algo así como un estremecimiento brillante en sus observaciones. Pero no lo siento cercano en términos poéticos. No estamos interesados en las mismas cosas. A Eliot tampoco lo frecuenté demasiado. Una vez él y su mujer Valerie nos invitaron, a Silvia y a mí, a cenar. Estábamos un poco aterrados. Por suerte también estaba Stephen Spender, que hizo que todo resultara natural. De esa cena recuerdo sus constantes y breves observaciones humorísticas, su lentitud para comer, sus manos, que eran grandes. Una vez le pregunté si los Paisajes, esas hermosas, breves piezas, tan distintas al resto de su obra, eran una selección de otras muchas inéditas. “No, esas son las que hay; me vinieron de pronto, es un misterio”, me dijo. Eliot supera enormes obstáculos con asombrosa facilidad… ¿y cómo decide los cortes, cómo encuentra sus formas? Me parece uno de los grandes. Uno de los pocos poetas grandes.
Entrevistadora
¿Qué opina usted de Ezra Pound? ¿Le gustaba?
Hughes
Sí, me gustaba. Y me gusta. Pero su personalidad no me fascina como sí lo hace, por ejemplo, la de Eliot o la de Yeats. Quizá porque su desarrollo interior se vio mezclado con una militancia que terminó imponiéndosele desde fuera.
Quizá uno retrocede ante lo que percibe como una desintegración. Pero muchas de sus páginas de versos me parecen maravillosas en muchos sentidos.
Entrevistadora
¿Qué opina de la poesía confesional, y de la tendencia de que más y más poetas trabajen según esos parámetros?
Hughes
Goethe habló de su obra como una gran confesión, ¿verdad? Y podríamos decir lo mismo en un sentido amplio sobre la obra de Shakespeare: un profundo examen de conciencia, una profunda autoacusación: una confesión completa, desnuda y directa, creo, cuando se la mira con atención. Tal vez sea siempre así con cualquier texto que tenga verdadera vida poética. Tal vez toda la poesía, en tanto nos conmueve y nos pone en con- tacto con nosotros mismos, es la revelación de algo que el escritor tal vez no desea en verdad decir pero que necesita comunicar, sacárselo de en- cima. El escritor tal vez no se anima a ponerlo en palabras, por lo tanto eso se va filtrando oblicuamente, disimulado en analogías. Tal vez sin esa confesión secreta no tenemos un poema. Si la mayoría de la poesía no parece confesional es porque las estrategias de ocultamiento pueden ser muy efectivas. Las analogías disimuladoras pueden ser tan atractivas que pa- recen ser algo en sí mismas y atraer en sí mismas la atención, pero al fondo del Paraíso perdido y de Sansón luchador, por ejemplo, Milton nos cuenta aquello por lo que casi fue ejecutado. Algunas de las piezas más logradas de Robert Lowell en sus Estudios del natural, algunos de los poemas de Anne Sexton, algunos de los poemas de Silvia [Plath] son el modo deliberado en el que ellos despojaron esas analogías veladoras.
Entrevistadora
¿Puede contarnos algo más sobre cómo se originan sus poemas y cómo empieza a escribirlos?
Hughes
Todo empieza con una especie de intuición abstracta, algo así como una punta de madeja de una idea. Si puedo sentir detrás un impulso latente, algo cargado que siento que se puede canalizar, entonces simplemente me lanzo. Generalmente sucede –casi siempre, le diría– que una vez que he comenzado las cosas toman un rumbo totalmente diferente. El disparador ha desaparecido y estoy inmerso en aquello que estaba allí esperando. Y luego las cosas suelen irse ramificando. Eso es lo más placentero, creo: nunca saber qué es lo que terminará sucediendo, verse sorprendido. Una vez que comienzo con algo, por lo general lo termino. O más bien continúo terminándolo a medida que presto atención a sus necesidades. Así puedo estar días, meses. Muchas veces es sólo después de mucho tiempo que logro ver qué es lo que es. Y entonces lo termino de un tirón, por lo general sacándole cosas.
Entrevistadora
¿Cuál es su opinión sobre el verso libre en oposición al verso formal?
Hughes
Por la manera en que se plantea la pregunta pareciera que “formal” significa métrica regular, estrofas regulares y, en gran parte, rima. Pero la palabra “formal” también sugiere algo más abstracto que no tiene que ver con esos dispositivos específicos. Sugiere cualquier tipo de forma regida por una poderosa e inflexible ley interna que el escritor encuentra que debe obedecer. Esa clase de forma más profunda y oculta, aunque no recurra a la métrica regular ni a las estrofas regulares ni a la rima no puede de ningún modo ser llamada “libre”. Tomemos cualquier pasaje de La tierra baldía o de Marina, de Eliot. Cada palabra de esos poemas está cuidadosamente encastrada de acuerdo a esa ley interna tan profundamente como se puede estarlo. La música de esas palabras, la música causada por el tono, el ritmo, las inflexiones… todo eso es, en cierto sentido, absoluto, inalterable, una perfecta contención debida a esas inusualmente poderosas fuerzas poéticas. Hay muchos otros ejemplos: el Jubilate Agno de Smart, cualquier tirada de Shakespeare en pentámetros no rimados, la prosa de Shakespeare. En mi opinión, lo mejor del así llamado verso libre aspira siempre a esa inevitabilidad formal –una forma fija, inalterable, musical y sin embargo oculta.
Una diferencia fundamental entre este tipo de verso y el verso regular, isosilábico y con estrofas fijas, es la forma en la que posiciona al lector en la primera lectura.
El verso regular lo coloca ante terreno conocido, el poema tiene un aspecto amigable y familiar. Pero cuando no hay nada de lo conocido –ni métrica fija, ni disposición en estrofas regulares, ni rima obvia al final del verso– el lector necesita involucrarse más, buscar lo que está oculto, ir más hondo en las leyes musicales que gobiernan ese poema. Para eso se requiere tiempo, repetidas lecturas, e imaginación poética. Pero si esa ley oculta está allí, como lo está en Eliot, en Shakespeare, en Smart, tarde o temprano eso irá abriéndose camino en la mente del lector, y el lector empezará a reconocer la presencia de esta forma absoluta, interior. Ahora si esa forma interna no existe, el poema nunca atrapará al lector. Podrá interesarlo e incluso entusiasmarlo en la primera lectura, pero ese entusiasmo se irá desvaneciendo. El lector notará la ausencia de necesidad interna, notará que el poema podría muy bien ser de esa manera o de otra… notará la ausencia de un patrón formal de fuerzas ocultas. Entonces el poema ya no será más leído. Y a la larga les sucede lo mismo –ser rechazados y olvidados– a la mayoría de los versos estrictamente formales si carecen de esa necesidad interna. Los poemas metricados y rimados, para perdurar y atrapar al lector, deben tener tan acabadamente lograda la estructura formal aparente como lograda la música oculta de su ley. Dicho esto, uno tiene entonces que posicionarse con respecto a intentar usar o no los recursos de la métrica regular, las estrofas, la rima. El mayor argumento para no usarlos, creo, es obtener acceso para la extraordinaria variedad de patrones musicales que, caso contrario, quedan afuera. Imaginemos que Shakespeare se hubiera limitado a los sonetos y a los poemas rimados, sin aventurarse en la prosa ni en los pentámetros sin rima, con esos increíbles vuelos musicales en sus diálogos. Imaginamos qué podría haber surgido del siglo dieciocho inglés si los pareados no hubieran sido hasta tal punto la forma dominante. ¿Y qué habría sido de Whitman si hubiera seguido atado a sus sosas rimas? Este argumento suena muy convincente. Pero el argumento principal para trabajar con rima, estrofas y métrica regular también es muy convincente. No se trata sólo de que estos dispositivos estimulen la imaginación –cosa que por cierto hacen a cierto nivel–, sino sobre todo el extraño placer de construir el cofre y el tesoro. De construir una medallón con su joya y un retrato. El placer de construir una caja de periscopio con los espejos dispuestos con precisión. Hay un misterio, estoy seguro. Tal vez se trate de una satisfacción matemática. Lo vemos en la poesía tradicional, de raíz popular: basta alterar el metro o la rima para que todo su encanto se pierda. Y no hay que olvidar lo que señaló Primo Levi: en el campo de concentración, cuando el desenterrar poemas de su memoria fue para él algo de crucial importancia, los poemas de formas fijas resultaron ser más leales, más íntimos, y si no recuerdo mal, él dijo incluso que le resultaron más consoladores. Es algo a tener en cuenta.
(Traducción: León Vila)
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