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el fantasma

Se ha tomado, ya tarde, un café largo y sin azúcar, negro y amargo, y ahora se siente

como si no le dejaran salir o como si no le dejaran entrar, otra vez y otra vez. Contrariado,

cabreado, airado como si no fuese todavía la hora de algo que no sabe lo que es.  

Y esa asfixia de respirar con un pulmón ajeno, y el cansancio anticipado e infinito. Su

actualidad está partida en dos, con la libertad seca en medio. Aunque aún no lo sepa, ya es

otro: no le crece el corazón ni le da la gana. Está colgado de un hecho muerto, como un

murciélago.

Se dice que lo triste es no saber vivir, no el morirse. Quizá a este fulano habría que

decirle lo que no se aprende en la escuela: que tiene que alcanzar el punto de no retorno; o

que el tiempo —como las muñecas rusas— es una serie inclusiva; o que tiene que juntar el

final con el principio; o que el mejor camino es siempre a través; o que todo es eterno pero

sólo mientras dura.

Y si no lo aprendió por sí mismo en las playas de Guadalcanal, donde abundan las

luciérnagas: que hay que retener las cosas en el mismo momento en que cruzan de la luz a

la sombra.

La experiencia está sobrevalorada, claro: es importante, pero no deja de ser conservadora

y bastante tirana, sobre todo cuando lo que interesa es romper un bucle; escapar de la recursividad;

deshacerse del fantasma de uno mismo, tan madrugador.

Fotografía de Lee Jeffries, London


 

 

 

 

 

 

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