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Tal vez, lo que uno busca en Caterina son todas las adolescencias que lleva dentro
o que se ha puesto encima, desde las botas negras y más bien sucias con los cordones desatados,
hasta la liga también negra que le sale por la pernera de los jeans y divide su muslo blanco en dos
campos de juego.
Caterina siempre está yendo, pero nadie, nadie le dice adónde.
Más que ideas, lo que tiene son palabras y silencios, que son dos formas de acción, de actividad,
de movimiento, que es una de las cosas que Caterina entiende mejor. Un proverbio, tal vez rumano,
dice: ‘lo que es un caballo resulta obvio para todo el mundo’, quizá incluso para los adolescentes como
Caterina, pero donde comienza la duda, la indecisión, lo espesamente confuso que puede llegar a la
perplejidad –para Caterina y sus adolescentes- se relaciona, más que con el concepto de caballo,
con un caballo práctico y real, con el caballo concreto que se puede montar y que genera afectos,
un caballo que significa y simboliza, con el que hay una comunicación casi íntima.
Para los adolescentes de la adolescencia, el lío comienza, tal vez, con la identidad —propia y ajena, claro—,
con el otro, con los otros, con los demás; con los impulsos y los sentimientos; con el cuerpo y el atuendo
y el lugar que hay que hacerse en el mundo o que el mundo ha de concederle o negarle a uno.
Está hermosa –adolescentemente- y, a través de la completa disparidad y diversidad de atuendos,
complementos y tal, ha logrado llegar a la coherencia por la diferencia: quizá es una de sus primeras
formas de identidad propia, personal, suya.
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