eloy tizón :herido leve :música en los dedos
30 años de memoria lectora
editorial páginas de espuma
colección voces / ensayos 275
madrid
1ª edición marzo 2019
Thomas Mann es una corbata de pajarita con lunares. Rainer Maria Rilke es la suma de cuatro sobres abiertos y vacíos, sin nada dentro. El cineasta Alfred Hitchcock es una cascada de ojos, unos encima de otros. El poeta Garcilaso de la Vega es la mano de hierro de una armadura medieval que empuña una rosa roja, en un torneo de aromas. Jean-Paul Sartre es una figura borrosa, todo él desenfocado por el humo de pipa barato de los cafés de París y el estrabismo existencial de la náusea del café con leche.
Estas pocas imágenes, escogidas entre muchas otras, son algunos de los hallazgos fulgurantes del diseñador gráfico Daniel Gil, a través de sus ya míticas cubiertas para la editorial Alianza, mediante las cuales se afianzó como un hacedor de mundos, el artífice de algunas de las más hermosas y memorables greguerías visuales de las que este lector tiene constancia. La primera frase de un libro es su cubierta. Las historias comienzan -y terminan- por la imagen. Uno empieza a leer el libro mucho antes de abrirlo, de pie en la librería, ante la mareante profusión de títulos, cuando sin saber por qué se siente hipnotizado por determinada combinación de formas y colores que excitan su imaginación o experimenta una fobia inexplicable hacia tal otra.
Los libros eligen a sus lectores en la misma medida en que los lectores eligen a sus libros. Toda biblioteca es un trabajo de amor. Los libros se merecen (o no), como el mar o la risa. A lo largo de muchas páginas, Daniel Gil ha demostrado que también es un narrador, alguien que cuenta una historia visual paralela a la del libro y ordena sus materiales en términos metafóricos, un novelista en imágenes cuya rapidez de reflejos causa asombro y desconcierto por sus asociaciones visuales. Nunca cae en la tentación de destripar el libro, sino que entabla un diálogo con él, lo arropa y embellece. Cada cubierta de Gil, alérgico a la rutina, es un pequeño relato gráfico de misterio, de ironía, de desasosiego, de miedo.
Su obra es una feliz conjunción de rigor y libertad, de
austeridad y delirio. En ocasiones permite que aflore a la
superficie una vertiente loca y onírica, y puebla sus aluci-
naciones con mariposas de letras, libros de madera, grifos
de agua corriente de los que mana un chorro de tinta china
o una barra de pan pintada de rojo. Aqui tiene cabida su
enorme libertad de registros, entre los que se cuentan
los juegos de texturas con los papeles rotos, el cartonaje
industrial, la oxidación y el hielo, flores hechas con pape-
les de periódicos o periódicos compuestos por pétalos de
flores. La tipografía, entonces, adquiere rotundidad y di-
namismo; las letras del alfabeto crecen, se estiran, doblan
las rodillas o se recrudecen en función de las necesidades
expresivas de cada instante.
Maniquíes. Hay muchos maniquíes en las composicio-
nes de Daniel Gil, muchas manos de maniquíes, manos
cortadas o acariciantes, guantes con los dedos entrelaza-
dos o crispados como garras, igual que si echasen un pulso
con la desgracia. Y ojos. También abundan los ojos, una
enciclopedia óptica de pupilas desorbitadas, como en esa
pesadilla inolvidable de un vaso de agua en la mesilla de
noche cuyo interior aloja un ojo de cristal, pavorosamente
abierto, que es una de las mejores definiciones que co-
nozco del insomnio.
Peter Handke es una pared carcomida, de tacto rugoso.
Joseph Conrad es un tajo vertical, como en los lienzos de
Lucio Fontana, a través del cual se adivina algo, algo enig-
mático e innombrable, acaso atroz, quizá la palpitación
(«El horror, el horror») de un corazón en tinieblas.
To d o s los rostros de Daniel Gil terminan componiendo
un solo rostro: su propio autorretrato. Daniel Gil es la
cultura y la selva, el viaje y la metamorfosis, Heidelberg
y Bagdad. Su maestría desborda la etiqueta de anónimo
artesano del diseño gráfico para elevarse a la categoría
de artista con música en los dedos, un pianista de imá-
genes, un explorador insaciable de emociones culturales
aceleradas que el tiempo va agigantando, y para mí, y
para tantos otros viajeros agradecidos, empecinadamente
enamorados de la letra impresa, el mejor guía posible para
arrojarnos sin red al vértigo de la lectura.
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