eloy tizón
merecía ser domingo
¿Sabe usted lo que es el silencio? Es uno mismo, demasiado.
Guimarães da Rosa
en el silencio de la casa
En el silencio de la casa, en el silencio del mundo.
Me han dejado a propósito aquí solo, se han ido
todos. De excursión, creo. A la montaña, tal vez. O
no, a la playa. Es domingo o merece ser domingo.
La luz es de domingo y el azul del cielo es de
domingo y el periódico está abierto en la página
dominical, así que tanta insistencia empieza a
ser sospechosa. Hasta donde alcanza la vista es
domingo. Más tarde resolveré el jeroglífico. El
fulgor de la nieve percute con fuerza en la terraza,
sobre la mano verde de la enredadera, y arranca
remolinos de los sillones de mimbre. El picoteo
casi mudo de mi teclado, una música leve e inconstante,
signos que aparecen y desaparecen, un muro
de blancura en el horizonte que huye.
Domingo, nieve, domingo. De repente, de la
nada, cae volando un jersey. Las mangas revolotean
hasta posarse, supongo, en la acera. Ropa que cae
del cielo. Una lluvia de calcetines pantalones camisas
bufandas chaquetas bikinis pijamas. ¿A qué me
recuerda esto? A ropa muerta. Desaparecida.
A fantasmas textiles colgados de las perchas
con sonrisa de poliéster. A aquel jersey de lana
que tuve a los quince años, antes de alistarme en
el ejército. Jersey azul, de cuello alto, fragante. Era
el Jersey Perfecto. En el primer lavado encogió
tanto que ya no hubo forma de volver a ponérselo.
Se redujo a una cosa ridícula, un jersey para caniches.
Al verlo entraban ganas de ladrar. Hubo que
tirarlo. También –no sé por qué– pienso en Brni,
en Renata, en el viejo tendedero que sonaba, en los
días de mucho viento, como una gigantesca arpa
eólica, pienso en…
(sigue cayendo ropa; el tambor de la lavadora da
vueltas, gira y gira en la conciencia hasta completar
el ciclo, con su habitual y espesante chapoteo de
trapos enmarañados) …
en el disgusto que me llevé a los quince años
aquel viernes en que mi madre me planchó los
pantalones vaqueros. Con raya. Los pantalones
vaqueros no se planchan, mamá, voy a hacer
el ridículo, mira qué rayas, todo el mundo va a
reírse de mí, pareceré un payaso, el más tonto del
grupo. El temor a hacer el ridículo me maniató
durante toda la noche, me tuvo secuestrado sin
hablar ni participar en las conversaciones, mudo,
qué pensarían de mí aquellas cuatro chicas que
acabábamos de conocer, que era un zoquete, un
inútil, un impresentable, con razón, y yo ya no
puedo retroceder en el tiempo para defenderme y
decirles que no, que yo no era tan impresentable,
os lo juro, lo que pasa es que ese día mi madre me
había planchado los pantalones vaqueros con
raya.
Busco una cabina de teléfono con línea directa
al pasado. Si levanto el auricular, escucharé hablar
en latín. Durante un tiempo pensé que yo tenía
superpoderes. Que podía, si así lo deseaba, volar
sobre los edificios, resucitar a los muertos o detener
con el pecho una bala de cañón. Estaba tan
convencido de ello que solo esperaba la ocasión
para demostrarlo. La ocasión nunca se presentó o,
si se presentó, no estuve allí para aprovecharla.
Me pregunto si todo el mundo será así, igual
que yo.
No puedo cambiarme de ropa, no puedo volver
atrás en el tiempo. No tengo superpoderes, sino
solo una tendencia a enamorarme siempre de
chicas de aire solitario y sol en el pelo; y también
un poco vertiginosas. Las veo pasar, melenas al
viento, con sus carpetas y bolsos, camino de clase,
flotando en esa luz insurgente de los viernes a las
cuatro de la tarde. Visto vaqueros con rayas y esto
es un hecho objetivo, inapelable, mientras llueve
ropa del cielo y huele a domingo o lo merece. No
hay vestidores que permitan salirse del presente
y corregir los errores del pasado, ay. Lo verdaderamente
ridículo era temer al ridículo, pero yo eso
no lo sabía. Así que no bailé, ni intercambié una
sola palabra con ellas, con esas chicas del viernes.
Me acodé en la barra, soltero para siempre, con las
piernas embutidas en aquel par de rígidos tubos
azules que mi madre había planchado, sorprendido
en una pose estudiadamente famélica, infeliz
pero sin pasarse (como si alguien o yo mismo me
observase desde el futuro: hola, impostor), trasegando
un botellín de cerveza mientras oigo sus
risas alejándose, llevándose el sol con ellas, cada
vez más remotas, más rubias, más cervezas, me
bebí la soledad de un trago. La soledad me sorbió.
Y hasta ahora. No duele. Solo queda el espectro
de un pequeño arco ojival de espuma en el mostrador.
Se limpia sin esfuerzo con un paño, así. Ya está.
No deja huella. Y tiempo después me enteré
de que una de ellas se mató en un accidente de
tráfico. Y a las demás no volví a verlas nunca. Y eso
fue todo.
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Eloy Tizón
Técnicas de iluminación
(Voces / Literatura nº 193)
(Spanish Edition)
Editorial Páginas de Espuma
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