trece historias breves

varios autores

 

A la risa contagiosa de
Irene Gracia y Jesús Ferrero

 

escuela de emociones

por Enrique Vila-Matas

 

 

[ezcol_2third] Se llamaba Walter y no sabía o no se atrevía a vivir o a imaginar historias que no fueran las que leía. Y leía muchas, tantas que tal vez por eso no le quedaba ni un minuto de tiempo para vivir o para imaginar otras historias, historias que fueran suyas.
Era lector tan empedernido como hipócrita, pues pensaba que el máximo placer de un lector debía ser un placer de hipócrita. Ya cuando era niño pasaba largas horas en un desván leyendo como un perfecto hipócrita. Si, por ejemplo, leía el relato de un azaroso viaje al Polo Norte, comía, al mismo tiempo, un trozo de pan seco que mojaba en un vaso de agua. Solo así sentía Walter que participaba de la miseria y penalidades de sus héroes.
Ante la palabra de sus familiares, solo sentía desprecio, porque no era lenguaje que estuviera en los libros. Y ante la alarma de esos familiares, entró en la juventud leyendo, leyendo incansablemente. Pasó del desván de la infancia a un apartamento en el centro de la ciudad. Allí leía todo tipo de historias, incluida la suya: la de un joven que, al igual que él, poseía un diamante tan grande como el Ritz.
Hasta que un día, hallándose él tan tranquilo leyendo en su apartamento, recibió la visita de dos mujeres a las que él conocía muy bien. Llevaban pieles de zorra y empezaron a felicitarle y abrazarle muy efusivamente.
Me habéis interrumpido, les dijo Walter furioso. Ellas, sonriendo, le dijeron que se sentían muy satisfechas de saber que por fin le habían aceptado en la Escuela de Emociones.
Walter nunca había oído hablar de un sitio semejante. Se lo comentó a ellas, y ellas dijeron que últimamente se olvidaba muy rápido de todo, que no hacía ni una hora que les había comunicado alborozado que por fin le habían aceptado en la Escuela.
Y nos encantó la noticia, le dijeron, porque así aprenderás lo que son las emociones verdaderas, esas que solo se dan en la vida, nunca en los libros.
Malditas zorras, pensó Walter, me toman por idiota, creen que no me doy cuenta de sus argucias, pero lo más raro de todo es que al manicomio le hayan buscado un nombre tan sofisticado: Escuela de Emociones.
Les dijo que no estaba loco, que ni lo soñaran, que iba a ofrecer absoluta resistencia a cualquier traslado, que de su apartamento no le movía nadie.
Hace ya demasiados años, le dijo su madre, que de aquí no quieres moverte, y así estás que das pena, hijo.
Los libros, apostilló su hermana Leonor, te han trastornado y han hecho que ya no tengas ni el menor contacto con la realidad.
Les pidió por favor que se marcharan con sus pieles a otro laberinto.
Quiero pudrirme aquí, dijo en tono solemne y observándolas por encima de los lentes montados sobre la punta de la nariz.
No, no y no, le respondieron. Y a continuación fingieron las dos un llanto desconsolado.
Walter no se dejó impresionar, pero sabía que no tardarían en reprocharle que nunca se emocionaba. Es que nada te conmueve, le dijeron; ni tan siquiera el dolor de una madre y una hermana.
Imitó a una persona emocionada. Y le dijeron: no engañas a nadie, en la Escuela aprenderás a emocionarte de verdad.
Cuando tras una violenta escena logró que por fin se marcharan, se encerró bajo doble llave en su apartamento y prosiguió la lectura que ellas habían interrumpido: una historia de amor en las playas del Índico. Al terminar el libro, Walter se quedó pensando en la similitud de la historia con la de Romeo y Julieta. En todo eso estaba pensando cuando entraron de nuevo en el apartamento su madre y hermana, esta vez acompañadas de refuerzos de bata blanca. Se inició una batalla campal, que concluyó con la victoria de las camisas de fuerza sobre los libros, Walter despertó unas horas después en una espaciosa y tétrica sala blanca, asaeteado por las miradas escrutadoras de los profesores de la Escuela de Emociones.
Su primera y conmovedora reacción fue perdonar a aquellos profesores, luego les saludó y les contó a bocajarro la trágica historia de amor en las playas del Índico. Todos enarcaron las cejas e intercambiaron inequívocas miradas de complicidad. Está peor de lo que nos habían dicho, parecían estar pensando los profesores. Falta absoluta de sensibilidad, pensó Walter. Y a partir de aquel momento dio por hecho que en la Escuela de Emociones los profesores lo ignoraban todo sobre la emoción.

La frialdad de las salas, la extrema blancura de los pasillos, el paisaje nevado que rodeaba la Escuela, todo remitía a ese mármol frío que era la vida para Walter. Y, sin embargo, el director, al recibirle aquel mismo día en su despacho, se empeñó en darle una calurosa, emocionada bienvenida, una lección de repudio absoluto de la frialdad. Le abrazó tan efusivamente como horas antes lo habían hecho su madre y hermana. Pero entonces, Walter decidió poner a prueba al director, saber si tenía sentido del humor, y le dijo que deseaba ser su más ferviente y emocionado discípulo. El director, tras una mirada de absoluta desconfianza, le preguntó cómo se llamaba. Gargantúa, dijo Walter. El director, sin inmutarse, quiso entonces saber de dónde venía. Y en ese momento, Walter comprendió que estaba perdido, porque, de golpe, tuvo la certeza de que nunca más saldría de allí. Le contestó balbuceando que procedía de una familia que se había asentado, desde siglos, en los tonos grises de la Montaña Mágica. Muy bien, dijo el director, y a continuación…, le resumió, o más bien trató de resumirle, la historia de la emoción a través de los siglos…
Pero el hombre no tenía el don de la palabra, no sabía hablar ni narrar demasiado bien, no enlazaba del todo correctamente las frases, de modo que difícilmente podía comunicar emociones, menos aún enseñarlas. Como introductor a las mismas, más bien parecía un cero a la izquierda. Y lo que aún era peor: tenía una cierta tendencia a convertirse en estatua de mármol si alguien, por ejemplo, le contaba una trágica historia de amor en las playas del Índico. En el atardecer de aquel primer día de estancia en la Escuela y sin haber pisado todavía aula alguna, Walter pudo ver por vez primera a los alumnos. Antes de ir a dormir, era costumbre de la dirección dejarles vagar un rato por el patio central, un sombrío patio cuadrangular, iluminado tan solo por la débil luz de un amarillento foco. Por allí vagaban, con oscura vocación de fugitivos, los alumnos. Walter pudo oír algunas frases sueltas, susurradas con tristeza al atardecer: «me extraña que no exista nada cómico», «todavía he de padecer la reglas que aquí rigen», «me muero, no no te asustes». Esta última frase, dicha poco antes de que un prolongado silbato anunciara el fin de la función, la pronunció una mujer de extrema belleza, ojos vidriosos y sonrisa tan cristalina como la de las heroínas de las grandes novelas rusas.
De repente, Walter recordó que en esas novelas los balnearios o manicomios eran lugares donde invariablemente sucedía lo imprevisto: dos seres solitarios, por ejemplo, transportados allí por la enfermedad o la desdicha, se cruzaban en su caminata vespertina, y sus miradas se encontraban al caer la tarde y, magnetizados mutuamente, se sentaban en el mismo banco de hierro forjado e intercambiaban unas primeras frases.
Pero la permanencia del silbato impedía tan plácida escena, de modo que Walter se acercó apresuradamente a la bella alumna y le preguntó qué hacía allí tan triste vagando por el patio rectangular del infinito aburrimiento. Exactamente eso, le contestó ella, vagar por este extraño mundo esperando que pronto venga la muerte. Walter se quedó mirándola por encima de los lentes montados sobre la punta de la nariz.
Me llamo Gianozza, dijo ella, y mi historia es muy sencilla y muy trágica al mismo tiempo. Tiempo atrás, me enamoré de un joven llamado Mariotto y, al no poder manifestar públicamente nuestro amor, nos casamos en secreto…
La historia quedó aquí interrumpida, porque un guardián de las emociones les separó. Y a Walter le pareció que también él se había casado en secreto con ella. Basta por hoy, dijo el guardián. Y en esta ocasión, el silbato sonó mucho más cerca y Gianozza, posiblemente ya algo sorda, se perdió en la noche. Posiblemente muy sorda a causa del terrible silbato, porque Walter se cansó de llamarla para que regresara. Al final, se quedó solo en el centro del patio y acabó recogiéndose en la minúscula celda que le habían asignado. Sin saber todavía por qué, notaba que comenzaba a sentirse feliz. Y no pudo conciliar el sueño pensando en las tres únicas pero contundentes certezas que le quedaban; nunca más saldría de allí, estaba sin libros, estaba enamorado.
Se dijo para sí mismo que no estaba en una escuela, sino bajo el peso de la secuela de emociones antiguas, y en la oscuridad de la celda reconstruyó en silencio la trágica historia de amor de Gianozza.
Con exquisita hipocresía, imaginó esto: Gianozza y Mariotto se casan en secreto. Los casa un fraile que es amigo. Poco después, Mariotto tiene una disputa con un ciudadano, le mata, es desterrado y huye a Alejandría; su hermano queda encargado de informarle sobre la situación de Gianozza. Entre tanto el padre de Gianozza quiere obligarla a ella a contraer matrimonio, pero el servicial monje le hace tomar un brebaje que le hace aparecer muerta, aunque solo está dormida, y es enterrada en la cripta familiar. Por la noche, el monje la saca de la cripta y ella huye a Alejandría disfrazada de fraile. Entre tanto, Mariotto no ha recibido la carta en que Gianozza le informa de sus planes, pero sí en cambio la noticia de su muerte, a través de su hermano. Disfrazado de peregrino, regresa a su ciudad y penetra en la cripta, siendo allí apresado, reconocido y condenado a muerte. Gianozza, que le ha buscado inútilmente en Alejandría, se entera a su regreso de su ejecución y comienza entonces a vagar por este extraño mundo esperando que pronto le llegue la muerte, y llega a la Escuela de Emociones, donde me encuentra a mí, que invento historias, que nunca más podré salir de aquí, que estoy sin libros, y estoy enamorado.
Se durmió Walter sintiendo el calor de la emoción sobre el mármol frío de la vida y viendo gotas de sangre violeta sobre la nieve que rodeaba la Escuela. Cuando a la mañana siguiente despertó, se sentía el hombre más feliz del mundo y se preguntó qué nuevas y amables historias le depararía el nuevo día. Luego pidió audiencia para ver al director, y cuando estuvo ante él se ofreció como guardián supremo de las emociones. Ya que, añadió Walter, no pienso nunca más salir de aquí.[/ezcol_2third][ezcol_1third_end][/ezcol_1third_end]

 

 

 

FIN

 

 

AA. VV.
trece historias breves

Título original: Trece historias breves
AA. VV., 1995
Relatos de: Juan Bonilla; Jesús Ferrero;
Javier García Sánchez; Sonia García Soubriet;
Irene Gracia; Manuel de Lope; José Carlos Llop;
Juan Madrid; José Angel Mañas; Daniel Múgica;
Sara Rosenberg; Enrique Vila-Matas; Pedro Zarraluki

 

 

 

 

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